Por Juan Gómez Valdebenito
Se suceden, uno tras otro, los atentados terroristas en el mundo, principalmente en Europa y Estados Unidos, sin que sepamos a ciencia cierta si esta pesadilla va a acabar algún día. Nos hemos tratado de responder esta pregunta tantas veces y cada vez más nos hemos ido resignando a la idea de que no va a terminar. Es más, ya estamos temiendo que en cualquiera de nuestros viajes los atentados nos pueden tocar a nosotros mismos o a nuestros seres queridos. O tal vez nos alcance aquí mismo, en nuestro propio suelo.
¿Qué se está haciendo mal? ¿Porqué atacan a personas, mujeres y niños inocentes, cuando son los militares los que están para la guerra, entrenados para entrar en ese juego? ¿Cuándo nos van a dejar en paz, si nosotros no queremos violencia ni odiamos a nadie? Es que el terrorismo consiste precisamente en eso: en atemorizar a todo el mundo sin distinción alguna, para que nadie se sienta seguro.
¿Con qué objeto – nos seguimos preguntando – qué pretenden los terroristas con este juego diabólico, tomar venganza por las invasiones que han sufrido sus territorios, castigarnos por tener un estilo de vida que les repugna? La verdad es que al parecer se trata de todo un poco, es una guerra contra la cultura occidental y su expansionismo intervencionista.
El terrorismo yihadista está conformado por militantes con profundas convicciones religiosas, que ven las injusticias e iniquidades de este mundo como un sacrilegio, como un atentado perverso en contra de los designios divinos, como una burla monstruosa a las más sagradas enseñanzas del Corán. Sostienen que producto de una civilización construida sobre lo más profano e infiel de los pensamientos y sentimientos humanos, no se ha podido construir el Califato Universal que tanto añoran, de acuerdo a los dictados de su Dios. Han decidido por tanto defender con su vida el derecho a hacerlo posible. El morir por una causa santa, al servicio de su Dios, tiene una recompensa gloriosa en el Cielo. Han decidido dar muerte a los infieles que han coartado el derecho a una vida santa y pura.
Siempre que ocurre un atentado, ya sea en Francia, Estados Unidos o Alemania los gobernantes se conduelen con las víctimas, les expresan sus más profundos sentimientos de pesar y toman las mismas inútiles medidas de seguridad, prometen acabar con los terroristas dondequiera que se encuentren. Despliegan soldados como perros de presa, hasta que luego de darles muerte a tiros, todo vuelve a una tensa normalidad. Hasta el próximo atentado.
No hay una política seria y honesta de tratar el tema del terrorismo, los especialistas y expertos no son considerados y se sigue irresponsablemente con las mismas medidas de seguridad y combate al terrorismo que han fracasado estrepitosamente desde siempre y que no ofrecen ninguna perspectiva esperanzadora en el presente y hacia el futuro. Si se sigue con la misma forma de combate militarizada violenta, los atentados terroristas lejos de disminuir cobrarán inusitada fuerza. El terrorismo necesita de esa dinámica de guerra para justificar sus propios actos y les sirve como propaganda proselitista para reclutar nuevos miembros si son duramente golpeados.
No se vislumbra un examen de conciencia sincero en las autoridades occidentales que permita establecer las verdaderas causas por las que están siendo atacados. Se reafirma el modo de vida occidental y su relación con las otras culturas, sin preguntarse en ningún momento si se están haciendo bien las cosas en términos de sus relaciones exteriores. Se persiste en que las otras culturas, las otras civilizaciones son las causantes de todos los males y se les estigmatiza y etiqueta como fundamentalistas, fanáticos e intolerantes que conforman lo oscuro, lo malo, lo siniestro, lo perverso. Es el eje del mal, como lo llamara George W. Bush.
Ha llegado la hora de sincerarse, de mirarse hacia adentro y establecer qué es lo que se está haciendo mal. Analizar si el modelo de vida occidental y las políticas públicas que de él se desprenden, están alimentando odiosidades en las otras culturas, en particular las orientales, que determinen que grupos radicalizados y con ansias de venganza opten por tomar las armas para infligir duros castigos a esa sociedad occidental consumista, hedonista, orgullosa y atropelladora.
Occidente, y en particular Europa y Norteamérica, han elegido desde siempre el expansionismo y el intervencionismo en sus afanes imperialistas, han sojuzgado a otros pueblos estableciendo sus propias normas e imponiendo sus propios modelos. Han expoliado a los países más débiles provocando desigualdades económicas abismantes que causan una profunda irritación en esos pueblos. Por último los han discriminado por su raza, su cultura, su religión, mirándolos con desdén y por encima del hombro en una actitud abiertamente xenófoba.
Los gobernantes occidentales no han comprendido que el terrorismo no se combate con armas, con violencia, sino que por el contrario con integración, con alianzas con las otras culturas, en un espíritu de respeto y tolerancia, favoreciendo la simetría en las relaciones exteriores. Más aún, desarrollando un programa de ayuda real y verdadera hacia los países más postergados, fortaleciendo proyectos de desarrollo conjuntos para sacarlos de la pobreza y la postergación.
Los líderes de las naciones occidentales han repetido sostenidamente que ellos no negocian con terroristas, que jamás se sentarían a conversar con ellos, que eso sería mostrar debilidad y derrota. Y los terroristas tal vez tampoco quieran nada con los líderes occidentales en su violencia feroz.
Al no querer cambiar sus políticas exteriores, los gobernantes están condenando a sus propios ciudadanos a ser víctimas del terror. Al no reconocer sus atropellos a los derechos humanos y su propio terrorismo en los países intervenidos, están condenando a sus propios hijos a morir a manos de una bomba o un tiroteo asesino. Al imponer el armamentismo y el militarismo como política de Estado por intereses exclusivamente económicos, por encima de la seguridad humana, los países de la OTAN están condenando a sus pueblos a estar en permanente estrés, sin poder disfrutar de una vida en paz junto a sus familias.
Si se quiere terminar con el terrorismo y su secuela de muerte y desolación, hay que buscar los puntos de conciliación de las civilizaciones y, a través de mediadores neutrales, buscar las condiciones mínimas para un acercamiento y una integración entre culturas tan distintas, pero con un componente común: un ser humano con las mismas necesidades, tal vez con los mismos sentimientos y aspiraciones. Lo más probable es que ambas culturas tengan que renunciar a algo que les es muy propio, pero el fruto de una conciliación, de una integración verdadera, vale más que mil sacrificios. Es la posibilidad cierta de vivir en paz, junto a la propia gente querida, y a las familias de la otra civilización, de la otra cultura