Por Malvina Silba. Revista Ajo

Pese a los marcos regulatorios internacionales a los que el Estado argentino adhiere, el aborto sigue apareciendo como algo complejo de discutir, tanto para la sociedad como para el poder político. Negocio clandestino, educación sexual, autogestión feminista y el placer en primera persona, en este artículo de una socióloga que propone terminar con los tabú.

Me crié en un barrio del conurbano en donde faltaban muchas cosas: guita, comida, buena educación, cloacas, agua potable, recolección de residuos, servicios públicos dignos, padres presentes, buenas escuelas, entre tantas otras cosas. Y para compensar, quizás, había algo que sí abundaba: bebés, niñas y niños de todas las edades ocupando todos los espacios posibles, jugando, riendo, caminando en patas de un lado a otro, saltando charcos, pisando barro, sorteando con sagacidad los fluentes de las cloacas que perfumaban los monoblocks de Tablada. Detrás de ellos, o al costado, o desde una ventana cualquiera, siempre aparecía una madre, llamándolos a comer, mandándolos a comprar, retándolos si la bardeaban mucho. En algunos casos, como el de mi vieja, bajando a intervenir en disputas diversas que a veces se resolvían a los gritos y a veces a las piñas. Mi vieja era de las que ganaba las contiendas, porque manejaba muy bien ambos: los gritos y las piñas.

Yo vivía en un tercer piso y desde mi pequeño patio de cemento solía mirar a mis vecinos de planta baja, una familia más numerosa que la mía, viviendo en peores condiciones que nosotros (lo que ya es mucho decir, claro), y me entretenía contándolos, identificando quién era hijo de quién, sobrina de tal, nieto o pariente de no sé cuál. Eran tantos que una no podía mantenerse indiferente. Algo había que decir sobre “Los Toledo”. Y entonces empezaban a circular y reproducirse los mismos prejuicios de los que familias como la mía eran víctimas: no sólo eran pobres, era evidente que si eran tantos, además eran promiscuos, que ahí faltaba educación además de comida; buenos modales además de calzado y ropa; una moral digna frente a la innegable degradación a la que nos sometían con sus inadecuaciones varias, con sus presencias molestas, irreverentes, desafiantes.

Y en esa familia, como en la mía, aparecía algo como natural, pero también como naturalizado: tener hijos. Parecía que nadie se lo cuestionaba. Y que era obvio que si las mujeres cogían, iban a quedar embarazadas. Con marido o sin marido, con familia o sin familia, con apoyo, proyecto, o redes de contención… o sin ellas. Su destino, incuestionado y asumido por ellas como tal era ser madres. Entonces ser mujer se convertía, para algunas, en una especie de condena. El primer paso hacia ese destino fatal era “hacerse señorita”. Me indispuse por primera vez a los 11. Mi hermana, a los 9. Recuerdo que además de vergüenza por la mancha en mi bombacha sentí miedo. Pensé: “ya puedo quedar embarazada”. No sabía cómo, pero el cuerpo ya me habilitaba y el discurso moral de mi vieja y mi abuela me marcaban el camino. Quedar embarazada, desde sus puntos de vista, era la condena final, era el no retorno, un camino de ida hacia la infelicidad y el sometimiento. Como mi madre ya había decidido que mi destino era la universidad, me prohibió cualquier acercamiento de tipo sexual con novios, noviecitos, vecinos y especímenes por el estilo. Y disciplinada como había salido, le hice caso. Básicamente, me aguanté las ganas, traté de manejar la revolución hormonal adolescente teniendo en mente el objetivo mayor: salir del barrio = ir a la universidad.

Pero yo era un bicho raro, obvio. Y mi adolescencia no sólo fue reprimida, también fue infeliz. Cuando todavía era una niña empecé a escuchar que si una quedaba embarazada la única posibilidad no era que ese pibe naciera. Existía algo llamado “aborto”, que se hacía en lugares horribles, con médicos despreciables y con una cantidad de guita que ningún miembro de mi círculo cercano podía llegar a juntar. Y también estaba la otra “pata” de la cuestión, la de la moral católica, o moral a secas: las que abortaban “eran las putas”, decía mi vieja una y mil veces. Si quedabas embarazada por calentona, por abrir las piernas y no aguantarte, lo tenías que tener. Era tu deber como mujer, aunque no tuvieras un mango, aunque el padre se borrara, aunque un error o una calentura te hicieran cambiar los planes para tu vida de una vez y para siempre… así fue que mi familia se pobló de pibas y pibes de todas las edades. Nacían a razón de tres o cuatro por año. Y en veinte años pasaron por lejos el medio centenar sin que la posibilidad de “no tenerlo” se pusiera siquiera a circular en la charla familiar de sobremesa… “Cuando la de abajo se calienta, la de arriba no piensa”, decía mamá, orgullosa de imponer esa verdad cuestionable que escondía lo peor del machismo extendido en formato “sentido común”. Porque “la de abajo” se refería solamente a los órganos sexuales femeninos, no a los masculinos. Era normal que ellos se calentaran, pero las mujeres no, las chicas debíamos a-guan-tar-nos y no ceder a los impulsos, ni a las tentaciones. Muchos menos a las promesas varoniles. Ellos nos querían coger, siempre. Y las minas debíamos ser racionales y no viscerales frente a ese deseo irrefrenable de los pibes. El mejor anticonceptivo, entonces, era la represión.

La educación sexual que no fue

Mi educación católica me recuerda dos hechos paradigmáticos en torno a esta cuestión. En sexto grado, cuando ya muchas éramos señoritas -corría 1988- tuvimos la primera clase de educación sexual: la señorita Edith nos dijo que estemos tranquilas, que no íbamos a hablar de ningún tema “tabú” (mis compañeras y yo nos mirábamos, nerviosas, sin entender qué carajos quería decir). Cuestión que la clase se dedicó a enseñarnos cómo armar una toallita en casa con algodón y gasa (porque además de la moral, también estaba la crisis económica, el plan primavera y la antesala de la hiperinflación), a recordarnos que no nos bañáramos con agua tan caliente para que “la sangre no salga toda junta” (sic) y como broche de oro los de Johnson & Johnson pasaron a dejarnos una muestra de toallitas para que la usemos una vez y sintiéramos la comodidad que, era claro, la mayoría no iba a poder pagar (el Cervantes era una escuela privada y católica de La Matanza de medio pelo para abajo: y las toallitas, una novedad muy cara).

El segundo momento fue ya en la secundaria de Villa Madero, en 1993. Gustavo, nuestro “Director de Estudios”, dijo en una clase de “Educación religiosa/moral”, y frente a un grupo de treinta y pico de estudiantes de cuarto año, de los cuales varias y varios eran ya sexualmente activos, que usar preservativo al tener relaciones sexuales era como “darle un beso a alguien con una bolsita en la lengua”. En 1993, sí, cuando la epidemia del HIV había matado a decenas de mis vecinos, y cuando la cuestión del embarazo en adolescentes y jóvenes ni siquiera era un tema de agenda de ninguna de las materias de nuestra currícula. Lo dijo sin inmutarse. Era del Opus Dei y tenía cinco hijos, “porque dios así lo había querido”, contaba. Tampoco nos privaron del famoso video en el que nos estremecíamos frente a las imágenes crueles de un aborto por succión del feto. Eso sí, la escuela, llamada “Madre de Dios”, echó a una estudiante de cuarto año cuando quedó embarazada. Todo un homenaje a su nombre y a sus enseñanzas.

Parecía bastante lógico, entonces, que no pudiéramos hablar de educación sexual. Una educación sexual que mínimamente cumpliera con su objetivo, ya que la propia escuela no sólo no informaba sobre métodos anticonceptivos sino que además desalentaba, en algunos casos, su uso. En ese contexto, era esperable que fuera tan difícil poder hablar del aborto. Ése era el verdadero tema tabú.

Foto Revista Ajo

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Autogestionarse el aborto

Agosto de 2016. Fui a un centro de diagnóstico marplatense para una ecografía ginecológica de control. En la sala de espera vi a una chica joven, de pelo largo, de contextura menuda, tenía cara de asustada. La acompañaba un joven que se mostraba inquieto. Ambos aparentaban menos de veinte años y denotaban cierta inseguridad en sus movimientos. Nos llamaron a las dos juntas. La orden de mi ecografía decía “control” como diagnóstico. La de ella, no sé. Antes de hacernos pasar le preguntaron en pleno pasillo, sólo a ella, por qué motivo tenía que hacerse el estudio. “Tuve un aborto espontáneo”, contestó, incómoda, vergonzosa, porque se dio cuenta que yo también estaba escuchando. El joven (¿su novio acaso? ¿su hermano? ¿un amigo?), la acompañaba firme a su lado, pero de inmediato le dijeron que no podía estar en ese área y lo hicieron volver a la sala de espera. La pregunta sobre el motivo del estudio se descubrió incorrecta frente a la respuesta de la joven. No le importó a la empleada hacerla sin cuidado, delante de mí. Nos hicieron desvestir de la cintura para abajo en salas contiguas con las mismas indicaciones mecánicas. Cuando ya estábamos cambiadas (sin bombacha y con una bata bien incómoda) escuché la voz de una mujer que se acercó a la sala contigua y le preguntó a la joven qué edad tenía. “Dieciseís”, respondió ella. “No te puedo hacer el estudio porque sos menor de edad”, sentenció. Ella esbozó argumentos que no pude escuchar, su voz era muy baja, acaso porque le interesaba preservar su intimidad, esa que desde el inicio de la secuencia aparecía vulnerada. La mujer en cuestión, médica ecografista, luego supe, reiteraba, cada dos palabras, “menor de edad”, como si su condición juvenil le impidiera comprender los alcances y las consecuencias de un aborto espontáneo en su propio cuerpo. La médica se amparó en argumentos legales y nadie le contestó que estaba equivocada. La obligó a vestirse de nuevo, retirarse y volver con un adulto, como si la adultez fuera, de manera extendida, sinónimo de madurez o de acompañamiento responsable. El joven, por su parte, insistió en acercarse para estar con ella y se lo volvieron a impedir. Salí al pasillo aduciendo demoras para ver qué me decían. Como soy adulta, me respondieron en otro tono, me trataron mejor. “Hay un problema con la otra paciente”, fue la justificación. Y todo quedó ahí.

Unas semanas después estaba en el living de Melina Antoniucci, integrante de Socorrista en Red, organización que se dedica a ayudar a mujeres que deciden autogestionarse un aborto, contándole la anécdota. Ella sostiene que la Ley de Salud Sexual y Procreación Responsable indica que desde los 14 años las mujeres ya están en condiciones de responder por ellas mismas ante situaciones como estas. La organización Socorristas en Red tiene entre sus objetivos prioritarios disputar el saber médico-legal, el mismo que maltrata y condena a mujeres que deciden sobre su propio cuerpo a diario. El mismo que vulneró los derechos de esa mujer joven sin que nada se alterara. Socorristas no lo hace sólo para empoderar a las mujeres frente al sistema de salud con argumentos críticos, militantes o anti-corporativos: lo hacen porque es el propio saber médico legal el que por un lado juzga a las mujeres que desean interrumpir voluntariamente un embarazo, pero por el otro administra un inmenso negocio clandestino que incluye desde la venta del misoprostol (la pastilla requerida para abortar) a precios descomunales, hasta las clínicas que gestionan abortos clandestinos y cobran discrecionalmente las sumas que se les antojan.

En este sentido Melina afirma que “el condicionante principal para que el aborto se legalice es político, religioso y moral. La misma moral que piensa al cuerpo femenino como reducto último del mandato materno y reproductivista, y no deja lugar para el placer femenino”. Frente a eso, Melina sostiene que “ser feminista y militar en Socorristas en Red nos permite pensar en la fuerza de las mujeres que confían en un grupo conformado por otras mujeres que se juntan a acompañar su decisión de salir del circuito clandestino. Se trata de confiar en la palabra horizontal, autogestiva y militante de otra mujer”. Sobre las dudas que surgen en torno al método, ofrece tranquilidad: “Con las pastillas no hay mayores riesgos, es fundamental la contención emocional y estar atenta al proceso. Y no lo digo yo, lo dice la OMS, en su Manual de Actualización 2014, “Cómo hacerse un aborto con pastillas” “.

Paralelamente, las Socorristas también realizan un trabajo articulado con varios sectores del sistema de salud público y con profesionales dispuestos a respetar el derecho de cualquier mujer a decidir sobre su propio cuerpo. En varios municipios de la provincia de Santa Fe y de Buenos Aires, por ejemplo, se hacen consejerías desde el Estado y es éste quien provee la medicación. En relación al empoderamiento femenino, Melina afirma: “Yo no pensé que me iba a encontrar con tanta fortaleza en las mujeres, derribó mis propios mitos y mi propia forma de entender el género. Imaginé encontrarme con un grupo de mujeres que iban a pedir ayuda desesperadamente y hay un montón que sí lo hacen, pero otras que se autogestionan un aborto en el baño de su casa”.

Foto Revista Ajo

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Datos duros

Se calcula que en Argentina se realizan entre 420 y 600 mil abortos por año. Y que mueren entre 300 y 500 mujeres en ese período como consecuencia de abortos inseguros.

No hay datos oficiales sobre una práctica que se oculta sistemáticamente, entonces todo es estimativo, construido fragmentariamente. Como las cifras que les cobran las clínicas clandestinas a las mujeres que recurren allí en busca de ayuda. Los testimonios recabados por las integrantes de Socorristas en Red y por colegas que han abordado el tema desde diversos espacios, tanto académicos como militantes, indican que un aborto puede costar entre 8 y 15 mil pesos en la ciudad de Mar del Plata, dependiendo, entre otras cosas, del poder de presión que tengan estos profesionales sobre las mujeres en cuestión. Natacha Mateo, socióloga e integrante, también, de Socorristas en Red, afirma que la “ilegalidad del aborto no elimina la práctica sino que la invisibiliza” y que por lo tanto entender al aborto como un problema de salud pública implica exigirle al Estado su intervención, por fuera de la criminalización de las mujeres que deciden hacerlo por su cuenta. El aborto clandestino sigue representando la primera causa de mortalidad materna, insiste Natacha. ¿Qué es un aborto inseguro? Un procedimiento para finalizar un embarazo no deseado realizado por personas no capacitadas y llevado a cabo en un entorno que no cuenta con un estándar mínimo de cuidados médicos. La lucha por la legalización del aborto se propone, justamente, desarticular esa clandestinidad que no sólo se aprovecha de las mujeres que concurren allí sino que fundamentalmente pone en riesgo su vida.
Sobre los placeres femeninos

¿En qué lugar de toda esta mezcla de argumentos, anécdotas y vivencias, queda el placer de las mujeres? Pareciera que relegados a un espacio lejano, como si fuera un ítem por fuera de los asuntos importantes. En séptimo grado de esa misma escuela religiosa, había llegado el momento de la clase de biología en donde hablaban de la reproducción de la especie. La señorita Margarita, usó todos los recursos para hablar sin decir nada respecto del acto sexual. Cuando finalizó y quiso pasar a otro tema, levanté la mano y con la más absoluta sinceridad que mis 12 años me habilitaban le dije: “entendí todo, menos cómo es que el espermatozoide puede llegar a juntarse con el óvulo”. Hasta el día de hoy recuerdo su cara, la pausa que hizo, cómo tragó saliva, se sonrojó y respondió: “Introduciendo el pene en la vagina de la mujer”. En los miles de intercambios con amigas que he tenido a lo largo de todos estos años ha surgido un tema central en torno a la sexualidad femenina: nadie nos habla sobre el placer, nadie nos enseña cómo disfrutar del sexo. Los discursos educativos, médicos, maternales nos hablan de riesgos, de cuidados, de enfermedades pero nunca de cómo aprender a masturbarse, a explorar el propio cuerpo, a disfrutar del sexo. Y cómo es que ese deseo que se va despertando y construyendo en cada una de nosotras de acuerdo a diversos recursos subjetivos y corporales disponibles, no debe surgir sólo en torno a la necesidad reproductivista. Tenemos el derecho a disociar nuestra capacidad de parir de nuestro placer sexual. Esa es, sin duda, una de las dimensiones más potentes que las discusiones en torno a la legalización del aborto ponen en disputa.

Nuestra sociedad ha experimentado continuidades y rupturas sobre estos temas. Sancionando leyes como la ESI pero sin garantizar su plena aplicación. Limitando la entrega de diversos métodos anticonceptivos de manera gratuita. Creando consenso en torno a la necesidad no ya sólo de despenalizar el aborto, sino de legalizarlo, evitando los negocios clandestinos que su ilegalidad habilita y proponiendo dejar en manos del Estado la provisión de los recursos y la infraestructura para realizarlo. Y poniendo como objetivo prioritario la salud física y emocional de las mujeres. Pero sin lograr aún que la ley se trate en el Congreso. Por momentos los avances parecen muchos, y en otras ocasiones pareciera que el tabú de la señorita Edith en 1988, el sonrojamiento de Margarita en 1989 y la bolsita en la lengua de Gustavo en 1993 se actualizaran, solapadamente, en los discursos condenatorios que aún circulan como un sentido común extendido. Esos que justifican que el aborto siga siendo ilegal en la Argentina, a la vez que condenan a aquellas mujeres que lo practican. Y a los que no se les mueve un pelo frente a las cifras de muertes por realizarlos de manera insegura. Como si lo importante fuera que las mujeres cumplan con su “deber ser reproductivista”, en lugar de luchar porque su propio cuerpo deje de ser materia opinable del Estado, la iglesia y diversos actores de la sociedad civil. Y para que ese cuerpo pase a ser un lugar de mayor conciencia, de mayor autonomía y de mayor placer. Es decir, una batalla ganada a la doble moral, y también al patriarcado.

 

El artículo original se puede leer aquí