Por Gabriel Gómez (Colombia)
La esperanza, loca y absurda.
Somos como tahures. Nos gusta que todo se resuelva en un golpe de dado, en un golpe de suerte, al todo o nada. Y cuando esto no resulta… nos dejamos ganar de la desesperanza.
La mitad del país, fuimos los que votamos por una esperanza, loca y absurda, de que pudiéramos demostrarnos que estamos a la altura de nuestra historia y que podemos superar décadas de connivencia con la violencia y con un país de exclusiones de todo tipo.
La otra mitad, vota por expresar el resentimiento y la rabia con ese mismo país violento y excluyente que no permite el cambio y no los hace partícipes de la mesa principal. Pero como toda expresión de resentimiento, sus ideas son reactivas y buscan conservar lo que hay. En su condición de excluidos no se sienten merecedores siquiera de tener esperanza en algo mejor, se sienten seguros en su mundo estrecho.
Así, no creo que los votos por el NO sean propiedad de Uribe. También en estas circunstancias demostrará que es incapaz de ninguna grandeza. No es un líder, no es un estadista, si acaso un capataz de mesnada que estará estos días fanfarroneando con esos 60 mil votos de mayoría.
Pero tampoco creo que los votos por el SÍ sean propiedad de las FARC, ni siquiera de la izquierda no armada de siempre y, por supuesto, tampoco de los partidos de la Unidad Nacional. Santos, con su alocución de esta noche, mostró garra de estadista, pero seguramente terminará cediendo un poco a unos y otro poco a otros y demostrará que es más amigo del estatus quo, de lo que a uno le gustaría.
Claro, tanto las FARC como Uribe, representan justamente la exclusión que ha vivido las élites regionales, periféricas, de un Estado que manejan otras élites que se niegan a ampliar la mesa principal del banquete nacional.
Una cosa sí es clara. Cada uno de los votos por el SÍ se lo ha ganado a pulso la violencia paramilitar y la violencia verbal y material que se siente representada en la cobardía incendiaria del discurso uribista.
Pero de igual manera, cada uno de esos votos por el NO se lo han ganado a pulso la violencia, el abuso y la indolencia verbal y material que ejerce cada uno de esos pequeños reyezuelos tiránicos que son los mandos inferiores, medios y altos de las FARC.
Las FARC llegaron a La Habana con la arrogancia de quienes se sienten víctimas y creen poder hablar en nombre mío y de los demás colombianos, sin siquiera indagar nuestro consentimiento. Infatuados con la superioridad moral propia de los iluminados, y sabiéndose titulares del poder que da un arma y su capacidad de violencia, se negaron sistemáticamente, hasta el último momento, a mostrar el más mínimo asomo de humildad y de arrepentimiento por el dolor y los atropellos causados. Más vale tarde que nunca, dice el refrán; y a cuentagotas, han ido pidiendo y ofreciendo perdones, cuando ya las circunstancias no daban más espera. A regañadientes han aceptado tener bienes en su llamada «economía de guerra» y, con cautela propia de tacaños, han ofrecido entregarla para reparar a las víctimas. Marrulleros, como la mayoría de nuestros conciudadanos, ellos solo van a ceder en su arrogancia frente a circunstancias apremiantes.
Por otro lado, Uribe y sus acólitos se levantarán mañana con la arrogancia de quienes creen que ganaron, solo porque demostraron ser la mitad de los colombianos que votamos. Numéricamente ganaron, pero políticamente perdieron porque ellos, al igual que la otra mitad, creyeron y creímos ser una inmensa mayoría. También ellos, en su inmenso sentimiento de superioridad moral, creyéndose mejores que los demás, no entienden como la mitad hemos votado en contra de ellos.
Esto es un mea culpa.
No veo cómo sentirme tranquilo diciendo que son los políticos corruptos los culpables. O el gobierno. O el Estado. O tantas otras formas de quitarse la responsabilidad de encima, buscando chivos expiatorios.
Todos y cada uno de los que votamos, pero también de los que no votaron, somos padres de esta derrota común.
Hemos aceptado excluirnos de la vida política y de la construcción de convivencia; encerrados en una capa rígida de principios, que nos ayudan a vernos por encima de los demás, a sentirnos indignados con los demás, hemos creído que una votación, a sí o no, a todo o nada, nos iba a resolver días y días de trabajo paciente. Pero no hemos hecho lo necesario para que las cosas cambien.
Hemos aceptado, una y otra vez, con gusto, las exculpaciones de los violentos, sus argumentos falaces de que las circunstancias los forzaron a actuar con violencia; hemos aceptado que no tenían alternativa y por eso han matado y robado a sus conciudadanos. Hemos aceptado que todo se hacía con la superior razón de una revolución vengadora que sería el reino de la UTOPÍA.
También hemos aceptado las exculpaciones de los otros violentos, que también han justificado su actuar violento bajo el apremio de circunstancias creadas por los contrarios y que esto los ha obligado a matar y a robar, para defender eso que a boca llena llaman PATRIA.
Unos y otros mirando los Derechos Humanos como un estorbo que las circunstancias les han puesto en su camino y que solo sirven de tropiezo para la defensa de la utopía o la patria.
No creo en esas explicaciones, no acepto exculpar a nadie por las decisiones que tome para ejercer la violencia y para desconocer la humanidad del otro.
Seguiré pensando que la esperanza, loca y absurda, esa que tenía esta mañana cuando voté SÍ, en apoyo del acuerdo y para buscar una paz estable y duradera, esa esperanza no me la dejaré quitar de nadie. Nadie tiene capacidad de hacerme sentir sin esperanza.
La rabia expresada en el llanto de tantos colombianos, sobre todo jóvenes, que hoy sintieron dolor por este resultado del plebiscito, esa rabia me llena de esperanza en que hay una nueva generación de colombianos que no buscará el espejismo de las ideologías y de la violencia para construir.
Una nueva generación que se dará permiso de soñar y se exigirá trabajar para lograr sus sueños.