Contra todo pronóstico, el pueblo colombiano ha decidido no avalar la firma del acuerdo de paz alcanzado por su gobierno con la dirigencia de la FARC, uno de los grupos responsables de la guerrilla que afecta a Colombia desde hace ya más de 50 años.
La firma del acuerdo se sustentó en la convicción del gobierno encabezado por Santos de que es hora de poner fin a más de medio siglo de enfrentamiento que ha sembrado muerte y destrucción de miles de familias, además de limitar el desarrollo del país.
El objetivo perseguido fue el de iniciar una senda de entendimiento en la esperanza de una paz duradera y fructífera que deje atrás décadas de protagonismo por parte de los narcotraficantes, los desplazados, los guerrilleros y los paramilitares. La frontera entre ellos es difusa, no siendo fácil en muchos casos discernir para quienes trabajan unos u otros. Lo concreto es que de aquí en adelante se esperaba que se pueda vivir en paz, y que toda la capacidad productiva que tiene el país pudiera desplegarse sin la distorsión que implica estar viviendo en un estado de guerra permanente.
Preciso es reconocer que aún con la aprobación del acuerdo por parte de los colombianos, tan solo se inicia un camino difícil y complejo, tal como lo fue el propio proceso que culminó con el acuerdo. Con el rechazo, este camino aparentemente se torna más difícil y complejo aún. Se inicia un camino no exento de obstáculos. La propia historia de Colombia obliga a ser cautos. Tiempo atrás, en la década de los 80, importantes grupos armados acogieron un llamado a insertarse en la vida democrática, abandonando las armas y configurándose como partido político. A poco andar fueron exterminados por grupos paramilitares y narcotraficantes. Sobre los 3,000 de sus militantes y dirigentes fueron
asesinados, forzando a quienes sobrevivieron a la masacre a abandonar el país.
En concreto, Colombia ha sido un país con una historia política violenta, turbulenta, que Santos parece querer revertir. No depende solo de su voluntad, sino que de la voluntad de una gran mayoría de los colombianos, y particularmente de quienes se han amparado del aparato del poder estatal para sembrar el terror.
Armando Uribe, expresidente, ha sido contrario a este acuerdo firmado por su sucesor en la presidencia, Santos. La postura que Uribe ha sostenido hasta la fecha ha sido que no hay acuerdo posible con los guerrilleros, que solo cabe su rendición o exterminarlos. Esta tesis ha dominado la escena durante más de 50 años, demostrando con ello su fracaso.
El resultado del plebiscito refleja una partición del país en dos mitades, y obliga a todos, particularmente a persistir, no desanimarse frente a este eventual tropiezo. La paz no estaba garantizada ni con la firma ni con la aprobación del acuerdo; solo será posible si la gran mayoría es capaz de perseverar en este camino de búsqueda de la paz, contra viento y marea. Quizá el rechazo al acuerdo sea una oportunidad para ello. Como dice el dicho: no hay mal que por bien no venga. Ojalá así sea.