A las tres de la tarde ni turistas ni nacionales atraviesan la soleada Plaza de la Catedral de La Habana Vieja. Desde su único campanario, se ve la desembocadura de la antigua Zanja Real, hoy en un seco Callejón del Chorro, donde se reacomodan nuevos restaurantes y cafés, y solo una Cruz de Santiago recuerda aquellas épocas de manantiales lacustres.
En el callejón, Katia Bianchini, suiza de nacimiento, ha establecido una dulcería-croisantería que tiene por nombre su apellido paterno. Ella forma parte de los nuevos pequeños y medianos empresarios privados que ya forman parte de un considerable sector de la economía nacional y con quienes desde 1968 el proyecto socialista caribeño no contaba.
Desde su venida al mundo ha estado marcada por Cuba: fue un trece de agosto de 1959 en medio de una tormenta -me cuenta- el mismo día del cumpleaños de Fidel Castro y el año en que triunfa la revolución cubana. Ese día no me tocaba nacer, la tormenta lo apuró todo.
Recuerda que salió de Ginebra en un avión Britania de hélices:
-A los 10 años, mis padres enamorados de lo que sucedía en Cuba nos trajeron con ellos a vivir en esta isla a mí y a mi pequeño hermano. Fue un viaje aturdido, como mi singular nacimiento. Hicimos escala en España, Irlanda, Canadá y de ahí hasta La Habana. La primera noche nos alojamos en el Hotel Saint John. Como era de noche el mar no resultó lo que yo esperaba, se veía negro y siempre lo pensé con olas y azul. Hasta las ventanas me eran raras, esas persianas no se empleaban en mi ciudad natal.
En el 2012 se le ocurre la idea de vender dulces en la calle, sin embargo, por un brote de cólera le niegan el permiso y decide hacerse de un local diminuto, ubicado en la calle Sol, entre Oficios y Avenida del Puerto. Más tarde, se extiende hasta el Callejón del Chorro, también un pequeño lugar, aunque en este hay más espacios para hacer los tiempos de encontrarse.
La cocina central está en su propia casa. De ahí se abastece el Bianchini-Calle Sol; este, desde donde hablamos, tiene su propio horno y hacen además cafés y jugos.
-Es un triángulo donde la distancia se torna perfecta entre mi casa convertida en fogón mayúsculo, la pastelería chica y esta, que es algo más grande, comenta.
Frente a la mesa que ocupamos hay una pared naranja tenue, pintada con un mural en pastel blanco de cada miembro de la familia Bianchini. En la esquina se destaca alguien leyendo. Ese su padre, un comunista ítalo-suizo que transitó a un humanismo de izquierdas, como ella.
-Mi padre fue siempre de avanzada. Las mermeladas, jaleas, todo era del huerto de la casa. Hoy es moda la comida orgánica, pero entonces ya mi padre tenía esa perspectiva. No vine a encontrarme con un televisor hasta que desembarqué en Cuba. Era una pelea a brazo partido contra el consumismo europeo. Acá no encontrarás nada de la Nestlé ni la Coca-cola. El chocolate lo traigo elaborado desde Baracoa, el extremo oriente del archipiélago.
El sentido de identificación con el proyecto social cubano que mi entrevistada ha desarrollado es grande. Escucha hablar de ciertos economistas que intentan la entrada de Cuba al FMI y desprecia la idea.
-Somos de Viterbo, la capital del Lacio, de allá son mis raíces. Allá teníamos una trattoría que duró hasta fines del siglo XIX. Le llamaron a aquel lugar Esccenardi. -¿Cierto vínculo con los esquenazis?, pregunto, quién sabe, algunos terminan diciendo que por ahí hay algo de judío.
Lo interesante, es que tras la clausura del sitio, a más nadie se le cruzó por la mente retomar los dulces.
Ya son pasadas las once de la noche. Le acompaño hasta la esquina de Obispo y Mercaderes. Por alguna razón que nunca sabré, su hija no quiere que hoy ella regrese por la calle San Ignacio. Ambos nos agradecemos la conversación. Katia se despide con una frase de Vinicius de Moraes: “la vida es el arte del encuentro”. Me sonrío. “Búscalo, es de él”. No lo dudo, quien tuvo en sus manos los guiones de Fernando Birri y es cercana a Leo Brower, sabe encontrarse con la gente.