Patricio Zamorano, desde Washington DC
Director Ejecutivo de InfoAmericas.info
Desde el contexto de América Latina el triunfo de Donald Trump en las primarias del Partido Republicano y luego en el avance del último tiempo en la campaña presidencial es una mezcla de extrañezas por lo excéntrico del personaje en el contexto del ambiente tradicionalmente denso de la clase política estadounidense. O un tema anecdótico si la creación de la imagen del candidato se ha traspasado tras el filtro del idioma como simplemente “un nuevo estilo de hacer política”, supuestamente premiado por el electorado del país del Norte.
Para los que hacemos transición cotidianamente en la barrera cultural entre el mundo anglo y el latino las pistas son, quizás, un poquito más diáfanas. En efecto, Trump engloba no un quiebre con el pasado, si no un peligroso quiebre con el futuro. En inglés plano y transparente, Trump es un candidato básico y directo, casi ingenuo a pesar de sus entender las reglas del capitalismo, planteando medidas que frenan el flujo de capitales. Amenaza con presionar a China y romper la ventaja comparativa en el intercambio de productos baratos, cuando él mismo tiene intereses en el país asiático. Trump no educa a su electorado en este punto, cuando no advierte que la deuda externa de EEUU yace de forma importante en la banca china.
El trasfondo ideológico al estilo “Trump”
peroratas ruidosas. Sus mensajes y discursos responden a un raciocinio simplón y profundamente populista. En esta carrera por la Casa Blanca, parece ir creciendo sobre una premisa sorprendente: tras la sarta de vulgaridades, expresiones xenófobas, racistas, misóginas y nacionalistas al extremo, ni él se ha creído todo lo que ha avanzando. Como lo reveló su propia ex asesora comunicacional, Stephanie Cegielski, quien renunció hace algunos meses a la campaña, “Donald” se consideraba a sí mismo una “candidatura de protesta” y el objetivo era quedar segundo, o por lo menos con un apoyo de dos cifras. Un 12% ya era considerado un éxito según Cegielski.
Lo que la traducción al español no consigue rescatar es lo balbuceante de sus discursos. Los construye a plena asamblea rabiosa frente a su micrófono, en un seguidilla de expresiones simples, soluciones sin racionalidad concreta, alusiones a lo que vaya observando entre el público o respondiendo a los gritos de la más variada índole. Todo esto matizado por llamados a golpizas a los contra-manifestantes que regularmente se cuelan en sus mítines de campaña. No hay ninguna propuesta de Trump relacionada con sus discursos de campaña que tenga sentido en función de políticas públicas viables. Punto central del reclamo que ha hecho el propio Barack Obama a los periodistas, ante la enorme cobertura mediática de la que disfruta el magnate.
Mr. Trump plantea cosas desfachatadas, como negociar los bonos del Tesoro a un índice menor al pactado en instrumentos de deuda, rompiendo una tradición centenaria de solidez que sostiene a toda la economía mundial. O construir un muro a lo largo de los 3,200 kilómetros que separan EEUU con México, obligando a ese país a pagar por esa pesadilla. Ha dicho que prohibirá el flujo de remesas para forzar el pago. Un hombre de negocios que se jacta de
En el plano político, Trump se basa en todo caso en valores fundamentalistas que son la base del “ideario simbólico” estadounidense. Y este es un punto fundacional, que quizás no es percibido por el mundo latinoamericano. La corriente fundamental del “deber ser” de EEUU se basa en el llamado “excepcionalismo estadounidense”. Este propone el siguiente mito: que Estados Unidos tiene un origen destinado a ser “especial”, basado en un origen “excepcional”, algo así como el pueblo elegido por la providencia y por el contexto mundial. El relativamente fácil expansionismo de EEUU tras la independencia de Gran Bretaña probó este punto: el país tenía una fuerza única entre sus líderes, el pueblo creó valores “superiores” al resto del planeta, y está llamado a tener un lugar de preponderancia en el mundo. El poderío militar que fue amasando probó este segundo punto. Esta autoconcepción basada en la “gloria” y liderazgo que le pertenecen como propio se ha enraizado profundamente en la sociedad estadounidense, especialmente en sus líderes blancos y en su contraparte pobre o trabajadora, que es la mayoría del país.
Este es el segundo factor para entender el fenómeno Trump. A quienes han cruzado el país, como es el caso de quien escribe, en varias longitudes (desde California a Washington DC, pasando por las planicies de Indiana, la pobreza rural de Iowa, las soledades de Nebraska, la marginalidad de West Virginia), hemos podido darnos cuenta de forma directa sobre lo que las cifras demográficas señalan: EEUU es un país mayoritariamente rural, blanco, y empobrecido. No estamos hablando de las costas o fronteras desarrolladas e internacionales (Los Ángeles, Chicago, New York, Washington, Houston o Miami). Estamos hablando de un constructo poblacional que es conservador, religioso, blanco, sin estudios superiores. Es decir, las familias que alimentan el grueso de la tropa militar, que desconfían del Estado, que preferirían huir de la “dictadura” de los impuestos, y que aman a sus armas como quien ama a las mascotas del hogar.
Ese sector de la población ha visto cómo sus escuelas se van llenando de niñitos morenos, sufrió duramente la crisis económica de 2008, ha visto caer inexorablemente sus ingresos, vio a un Obama negro abandonando la campaña militar inconclusa de Iraq, negociando con Cuba y lanzando líneas de acuerdo con Irán, dejando que Rusia invadiera Ucrania, etc. Obama no ha ganado ni nunca ganará puntos extra entre ese electorado, pese a haber ajusticiado a Osama Bin Laden, ayudado en la expulsión de Gadafi o sancionado de manera confusa a Venezuela. O deportado una cifra récord de más de 2 millones de indocumentados. O masacrado con drones a cientos de personas, terroristas e inocentes incluidos. Pese a que la economía se haya recuperado de forma sólida aunque no de forma explosiva, el desempleo esté cerca de ser marginal, y aunque Obama haya generado un sistema de salud que subsidia justamente a esa población blanca y pobre, Trump le ha dado altavoz a esas expresiones valóricas más conservadoras que idealizan a un país que ya no existe. Son millones quienes le creen a Trump cuando les susurra “a gritos” en el oído que EEUU no está bien, que ha perdido su sitial “de honor” en el planeta, que es una sombra de lo que debiera ser. De ahí su principal lema de campaña, “hacer a EEUU grandioso nuevamente”, una copia burda de Reagan (otro showman bendecido con la Presidencia). Un lema así, simple, directo, fácil de entender, encanta mucho más que la gran lista de razones técnicas por las cuales se prueba que el país va quizás por el rumbo correcto tras la debacle económica de hace pocos años. Para un porcentaje de la población que aún cree que Obama es musulmán o que nació en Kenia (campaña febril liderada por el propio Trump antes de lanzarse a la presidencia), la racionalidad no tiene por qué dirigir el voto…
Trump se ha atrevido a decir en público lo que ese 40% de apoyo duro republicano en las primarias siente y querría gritar a los cuatro vientos. En ese sentido, Trump simboliza una desarticulación peligrosísima de más de 50 años de desarrollo de los derechos civiles: está borrando de un plumazo esas décadas de construcción valórica en función del respeto a la diversidad, la no discriminación por origen nacional (el propio Trump es hijo y nieto de inmigrantes), respeto a la mujer, respeto a la expresión religiosa, respeto a la igualdad… Todos valores que siempre han existido como balance contra anti-valores como el imperialismo, el militarismo, el intervencionismo, el boicot económico, el racismo. Su discurso de aceptación de la candidatura republicana en julio pasado es un resumen perfecto de este país inventado y de sus anti-valores: un discurso sobre un país ilusorio basado en el miedo.
Lo preocupante, ante todo este cuadro político-valórico, no es lo que dice Trump de forma desfachatada, sino en el reflejo que provoca en millones de estadounidenses. Es decir, pese al aparente avance del movimiento de los derechos civiles que se enfrentó desde el corazón negro del país contra la opresión blanca del apartheid estadounidense, que duró desde la independencia hasta bien entrado el siglo XX, los anti-valores que Trump ha desarrollado en la campaña parecen fluir con una extraña normalidad. Una normalidad tan “excepcional” como el mito grandioso del “sueño americano” por el poder mundial… O lo que queda de éste.
Patricio Zamorano es académico, periodista y analista internacional, radicado en Washington DC.