Por Patricio Eleisegui
Antes de que próximamente se discutan los proyectos presentados para la sanción de la primera Ley de Agroquímicos, la Comisión de Recursos Naturales del Congreso de la Nación organizó 3 jornadas “destinadas a recibir los aportes de diversos actores públicos y privados vinculados a la aplicación de sustancias agro-químicas en el territorio nacional.”
Entre los expositores del segundo encuentro realizado ayer, 6 de setiembre, estuvo el periodista Patricio Eleisegui, investigador y escritor que decía al comenzar “…entiendo que me han convocado por conocer de primera mano las situaciones de contaminación con agroquímicos en provincias como Córdoba, Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y otras tantas.” Sigue el texto completo de su exposición, con antecedentes, fundamentos y propuestas para que la norma a promulgar proteja efectivamente la salud de la población.
«Buenos días. En primer lugar, quiero agradecer a la comisión por esta convocatoria. Y resaltar la posibilidad de discutir las diferentes posturas tratándose de un tema que nos compete a todos y fue literalmente ignorado sobre todo durante el período de gobiernos kirchneristas.
Mi nombre es Patricio Eleisegui, soy escritor y periodista, y entiendo que me han convocado por conocer de primera mano las situaciones de contaminación con agroquímicos en provincias como Córdoba, Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y otras tantas.
Esta es una problemática que no hace diferencias en tanto todo el sistema productivo de la Argentina se ve sujeto a pulverizaciones con sustancias químicas sin distinción de cultivo. Prueba de ello la puede dar la misma CASAFE que en sus estadísticas –al menos, en las que uno puede conseguir mediante algún que otro artilugio, ya que la entidad se maneja con total hermetismo pese a que su negocio guarda relación directa con la salud de todos los habitantes del país–, expone claramente que ningún producto de la tierra se encuentra libre de fumigación. Incluidos los granos almacenados o las mismas pasturas.
Todo esto ha derivado en multiplicidad de experiencias científicas, varias de ellas realizadas por científicos del CONICET y universidades públicas, en las que se constató, por ejemplo, la presencia de agroquímicos incluso en las frutas y verduras que llegan a nuestros hogares. Más de una persona aquí presente puede alegar que el inconveniente no está en la presencia si no en el nivel de concentración a lo que yo responderé con el argumento de Damián Marino, doctor en Ciencias Exactas por la Universidad de La Plata e integrante del CONICET: los químicos no tienen por qué estar. Y otra pregunta: ¿por qué no somos informados de esa presencia para, desde ahí, elegir o no si queremos sustancias tóxicas en nuestro cuerpo?
De entrada ya tenemos una violación a nuestras libertades.
En 2015, de hecho, la misma Universidad de La Plata constató que de 10 muestras de frutas y verduras compradas en verdulerías de esa ciudad, 8 dieron positivo en residuos de los insecticidas clorpirifos y endosulfan. Este último, prohibido en la Argentina desde 2013 por SENASA aunque con uso sostenido todavía en provincias como Buenos Aires o Entre Ríos.
Bien, señores: eso es lo que estamos comiendo. Y todavía no me referí la problemática en las zonas de producción de soja. De hecho, un asesor previo a este encuentro no tuvo reparos en reconocerme que en su casa consumen productos orgánicos porque está al tanto de la peligrosidad de lo disponible en las verdulerías.
Pero, decía, imagino que estoy acá por los relevamientos que tuve oportunidad de hacer en mis trabajos de investigación. Creo que eso ilustra de mejor manera cualquier discusión que podamos tener al respecto: las víctimas. A mí nadie me contó lo que vi hace poco más de un mes en localidades como Jubileo, en la provincia de Entre Ríos, en donde los bidones de glifosato se apilan en changos en el centro del pueblo. Y hasta funciona allí una pequeña industria de compraventa de envases, que si no son comercializados terminan tirados en el pequeño basurero de la localidad.
Nadie necesitó informarme sobre lo que ocurre en San Salvador, la capital del arroz en la misma provincia, donde sendos relevamientos solicitados por la Municipalidad de esa ciudad arrojaron que el 40% de las muertes son por cáncer. Y que todo el suelo de la localidad está contaminado con el herbicida glifosato –utilización para la limpieza de plazas y parques– y las aguas con insecticidas como cipermetrina, clorpirifos y otra vez endosulfan.
El herbicida glifosato, aunque a la industria no le guste, está clasificado como potencialmente cancerígeno por la OMS. Para los fabricantes los dictámenes de la OMS sólo son válidos cuando avalan los productos que comercializan. En este caso, no han hecho más que destinar fondos a una campaña de desprestigio del organismo. La misma organización que también declaró de la misma forma al 2,4-D, otro de los herbicidas más utilizados en la Argentina.
¿Qué ocurre en el país ante estas exposiciones de la OMS? Absolutamente nada. ¿Le vamos a pedir a las empresas que se autocensuren en tanto actores comerciales? Esa parece ser nuestra tendencia. Si hay algo que ha prevalecido desde el ingreso de la soja transgénica a nivel local, en 1996 con el consiguiente incremento en el uso de agroquímicos como nunca antes en la historia, ese ha sido el corrimiento del Estado para dejar a los privados una potencial autoregulación.
Las denominadas Buenas Prácticas Agrícolas no son más que opciones creadas por la misma industria, que sin escatimar recursos para continuar fomentando la dependencia química hasta generan material didáctico para las escuelas.
La misma CASAFE creó una historieta en la que se presenta a los vehículos de fumigación como auténticas naves espaciales, los trajes –que alguien me muestre un establecimiento rural donde sus peones trabajen así de protegidos– en un tono similar, además de fijar ideas como el tamaño descomunal de los choclos transgénicos y cómo los insectos que pululan por el campo cuando no los arrasa un insecticida son auténticos monstruos antidiluvianos.
Una actitud didáctica similar aunque con alcance universitario la tiene ArgenBio, la cámara que nuclea a los productores de transgénicos. No sé si les suma el detalle, pero CASAFE y ArgenBio hasta comparten edificio. La diferencia entre una organización y la otra es una puerta de vidrio.
Pero bien, tenemos un dictamen de la OMS sobre el glifosato y el 2,4-D y aquí no ha pasado nada. Nunca está demás recordar el origen bélico del 2,4-D, desarrollado por Gran Bretaña como arma bélica durante la Segunda Guerra Mundial para extinguir los campos de papas y remolachas nazis para, luego, volver a ser reinventado como bomba química durante la Guerra de Vietnam en la fórmula del Agente Naranja. Eso es lo que hoy se aplica junto a poblaciones como Trenque Lauquen, en la provincia de Buenos Aires. Junto a las escuelas.
A regañadientes la Municipalidad local solicitó un estudio a la Universidad del Litoral. Los resultados arrojaron contaminación con el herbicida atrazina y el mismo 2,4-D hasta en los árboles céntricos de esta ciudad de más de 40.000 habitantes. Cuando un grupo de vecinos comenzó a reclamar por el fin del uso del agroquímico ¿saben cuál fue la respuesta de productores y comercializadores? Arrojaron bidones vacíos del herbicida en la puerta de la chacra de unos de los líderes del reclamo.
La negación predomina ante una industria que escribe las reglas con anuencia política. ¿Cómo establecer un control siendo que en buena parte de nuestros territorios agrícolas los mismos concejales o intendentes son también productores que operan bajo este patrón impuesto y consolidado durante dos décadas?
Quiero recordar el caso de Leila Derudder, de San Salvador. Falleció de leucemia derivada de contaminación con agroquímicos a los 14 años en el hospital Garrahan de esta ciudad. Los invitó a que visiten el lugar y dialoguen con profesionales como Mercedes Méndez, y le pregunten por Nicolás Arévalo, un niño de sólo 4 años que murió por envenenamiento tras pisar descalzo un charco de agroquímicos entre las tomateras de Lavalle, en la provincia de Corrientes. Hay un juicio en marcha por ese fallecimiento. También resultó envenenada Celeste, la prima de Nicolás. Y un año después murió José Carlos Rivero, de 4 años, en el mismo lugar y por la misma causa.
No quiero olvidarme de Monte Maíz, en la provincia de Córdoba, y del caso de Alfredo Serán, quien hoy espera por un trasplante de hígado para poder vivir. Padece una cirrosis hepática derivada de su trabajo directo como fumigador. Parece que en ese caso no hubo ningún traje espacial de protección como muestra la historieta de CASAFE. Y mucho menos un vehículo de pulverización con las mismas características.
¿Qué decir de Fabián Tomasi, de Basavilbaso, Entre Ríos? Tiene una pensión otorgada por la ANSES tras constatarse que sufre una polineuropatía tóxica por efecto de simplemente cargar con agroquímicos los aviones fumigadores.
En Monte Maíz, según relevamientos de Universidad de Córdoba, 1 de cada 3 fallecidos es por cáncer. Las malformaciones aumentaron 72% en los últimos años. Todo esto en un pueblo sin contaminación de arsénico en el agua y mucho menos atestado de antenas de telefonía. Expongo esto porque es el clásico argumento que utiliza la industria de los agroquímicos para justificar la explosión del cáncer: es multicausal. Pero todo eso se derrumba cuando se expone, como concretó el relevamiento, que más de 20 galpones y hangares repletos de bidones con productos químicos se ubican dentro de la misma ciudad.
De cada una de estas víctimas que menciono tengo las referencias para que las contacten, dialoguen con ellas, tengan acceso a sus historias y sus sufrimientos. Tengo un breve listado que quiero exponer si me da el tiempo. Salvo situaciones como la de Edgardo Ferreyra, fallecido en Concordia en 2014 producto de un cáncer fulminante por efecto del contacto con arándanos fumigados. La empresa para la que trabajaba Ferreyra daba a sus empleados como fruta posterior al almuerzo, como postre, esos mismos arándanos antes pulverizados.
El tenor de los efectos de las fumigaciones es tal que en el Chaco el genetista Horacio Lucero no tiene reparos en exhibir cómo en una década esa provincia pasó de contar con 12 escuelas especiales a las actuales 70. Los químicos que se utilizan para producir algodón, y que tocan de lleno a las madres embarazadas sobre todo en las zonas rurales, han hecho explotar las estadísticas de menores nacidos con problemas cognitivos.
Debería evaluarse de una vez cuál es la dolencia sanitaria predominante en cada lugar para luego, a partir de ahí, cotejar los resultados con el tipo de cultivo y el cóctel de agroquímicos que exige esa misma producción. De esa forma entenderíamos por qué en las zonas sojeras lo que los pueblos denuncian es principalmente la expansión del cáncer mientras que en áreas como el Chaco (algodón) lo dominante es el retraso mental o en Misiones, por el tipo de agroquímicos que demanda el tabaco, la dolencia que predomina no es más que la malformación.
¿Se puede pensar una ley de agroquímicos sin previamente hacer un estudio exhaustivo de la salud de nuestros pueblos? Por supuesto que no. ¿Cómo es posible que la aplicación de un determinado producto tóxico en cualquiera de su clase sea potestad de un ingeniero agrónomo? Pido por favor que revisen la curricula universitaria de la carrera en cuestión. No existe una sola materia o asignatura que contemple los efectos de los agroquímicos en la salud de las personas. Sin embargo, la cuestión toxicológica la deciden estos profesionales en lugar de nuestros médicos. Este es un punto clave a tomar en cuenta. Que debe modificarse. La salud a cargo de quiénes se forman para ocuparse de tamaña responsabilidad.
No quiero concluir sin dar cuenta de los estudios científicos que expusieron la presencia del herbicida glifosato, recordemos la decisión de la OMS que nuestras autoridades nunca tomaron en cuenta, en productos íntimos y de la salud como algodones, tampones y cotonetes, que se venden en nuestras farmacias sin distinción de marcas comerciales.
Tampoco de la investigación del CONICET publicada en el exterior en la que, con participación de Prefectura, se constató la presencia de glifosato en toda la cuenca del río Paraná –de la que toman agua para uso doméstico y consumo el grueso de las ciudades y pueblos del área– con concentraciones de alto nivel llegando al río de la Plata. Consecuencia directa de las actividades agrícolas que se realizan en la cuenca, la conclusión del estudio divulgado en Estados Unidos antes que en la Argentina.
Quiero detenerme en las escuelas fumigadas, una problemática en ascenso en provincias como Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos. En este último caso, el monitoreo de la situación tuvo que correr por cuenta del gremio docente AGMER porque ninguna autoridad provincial tomó en cuenta el reclamo. De 82 escuelas relevadas en Entre Ríos, el 80% recibe hasta 8 fumigaciones al año junto a sus predios. Pegado a los alambrados. Estoy hablando de más de 2.400 menores. Nuestros hijos.
Todo esto, bajo la excusa de que nuestro deber es producir alimentos. Me quedo sin tiempo para detallar cómo organizaciones de la talla de la FAO, perteneciente a las Naciones Unidas, exponen que con la comida que se tira podríamos alimentar casi 10 veces a las personas que sufren hambre en la región. En la Argentina se tiran por año 38 kilos de comida por hogar siendo que el promedio de América latina es de 25 kilos. Entonces ¿el problema es que faltan alimentos? La excusa perfecta de la industria.
Entre los aspectos que espero se tomen en cuenta para desarrollar un marco inicial, repaso:
- Relevamiento sanitario, mapa de dolencias y análisis de las condiciones ambientales y sus efectos en la salud pública.
- Recategorización y limitación de productos empezando por el glifosato y el 2,4-D, los dos herbicidas más utilizados junto con la atrazina, prohibida en Europa desde hace más de una década.
- Trazabilidad tanto de los bidones como de los vehículos de aplicación terrestre y aérea. Saber dónde están a cada momento. Quiénes son sus propietarios. Qué actividades realizan.
- Disposición de distancias amplias respecto de las poblaciones cualquiera sea su tamaño. Lo mismo para las escuelas rurales.
- Veto al almacenamiento y circulación de cualquier agroquímico en los tejidos urbanos.
- Integración del sector médico a las disposiciones para el uso de agroquímicos y acotamiento del rol del ingeniero agrónomo.
- Veto a las campañas publicitarias de promoción al uso de agroquímicos en medios masivos.
- Punto final a la intromisión de las empresas del sector en los ámbitos educativos.
- Sistema de policía específico para el control de estos postulados.
- Promoción real de mecanismos de producción que excluyan la utilización de agroquímicos sobre todo en cercanías de áreas pobladas.
- Y por último y fundamental: fin del atributo otorgado a empresas, productores e ingenieros agrónomos para decidir la realidad sanitaria de nuestros pueblos y ciudades. Fin de ese poder para decidir que nuestro día a día debe pensarse a partir de una interacción permanente con estos químicos.
- Para ello necesitamos un Estado presente. Insisto: exijo un sector político que cumpla las funciones para las que ha sido elegido y deje de minimizar esta problemática. Esa es su obligación.
Muchas gracias.»