Por Esteban Rodríguez Alzueta* para Agencia Paco Urondo
Todos los que nos medimos con el menemismo, el neoliberalismo y la impunidad tenemos más de una anécdota con Hebe. La Hebe que yo conocí fue, además, la Hebe poeta, la Hebe cocinera y la Hebe diseñadora. Era una militante todo terreno. Se desplazaba de un lugar a otro y lo hacía con el mismo entusiasmo, la misma voluntad. No había tareas menores, todas eran igualmente importantes, o al menos eso es lo que sentíamos junto a ella. Hebe es esa mujer, dueña de una mirada tajante con la capacidad de atravesarte con los ojos cuando conversabas con ella, una mujer propaladora de palabras filosas y tajantes, sin concesiones. Acaso por eso mismo la llamaron loca.
La anécdota que quiero compartir tuvo lugar hace 20 años atrás. En la década del 90, las Madres fueron mucho más que una lámpara en el océano, fueron nuestra burbuja de oxígeno. Las rondas de los jueves y la marcha de la resistencia juntaban lo que entonces nadie podía juntar. Con el grupo La Grieta, de La Plata, nos encargábamos de diseñar los afiches y las agendas que se vendían en aquellas manifestaciones, para recaudar fondos que debían sostener la vida cotidiana de las Madres. Porque las Madres funcionaban todos los días del año, las 24 horas. Su militancia no tenía recesos y no había tiempo que perder. Las Madres cocinaban todas juntas en la vieja casona de la calle Yrigoyen, iban a los talleres de poesía que coordinaba Leopoldo Brizuela, tejían, recortaban los diarios que comentaban entre todas, se reían y puteaban de lo lindo.
Aquella vez estábamos diseñando la agenda y el afiche que acompañaría aquél año, que en esta oportunidad iba acompañado de un concurso de ex libris que ilustraría la agenda. Yo vivía en la ciudad de La Plata, como Hebe, y habíamos quedado que iba a pasar a la tarde por casa, para ajustar algunos detalles y precisar el presupuesto. Hebe llegó con Sergio que acababa de salir de Devoto. Ella estaba radiante; a él, en cambio, no se le caía una sonrisa. La felicidad de Hebe contrastaba con la austeridad gestual de Sergio, que sabía combinar con la ropa que vestía. Sergio era un tipo oscuro, y hacía del silencio un misterio constante. Apenas entraron a casa, después de tomar unos mates, Hebe nos dice: “Bueno che, los dejo a ustedes trabajando. Yo me voy a jugar con la nena”. “La nena” era mi hija Maite, que entonces tenía tres años. ¡Alguien debía entretenerla si queríamos avanzar! Habremos estado laburando una hora y media, más o menos. Las risas que llegaban de la pieza se convirtieron en una música de fondo. ¿Qué estarían haciendo? ¿De qué hablarían? Cuando terminamos fuimos por ellas y encontramos a Hebe, a Maite y a la gata, tiradas en el piso boca abajo jugando a la cocinita. “¿Terminaron?”, dijo Hebe. No preguntó nada, se levantó, hizo algún comentario sobre Maite, sobre la gata…, saludó y se fueron. Esa imagen se asentó en mi memoria; la llevo guardada para siempre.
Rescato esta anécdota por cuestiones que el lector sabrá leer entre líneas; pero también para señalar que, en la militancia de las Madres, lo público se confunde con lo privado. Sergio era tratado como un hijo, no como un socio. Las madres se mueven con confianza y naturalidad: no piden rendición de cuentas, se entregan con amor. La militancia de las Madres estaba hecha sin máscaras. Salvo el pañuelo, después usaban los mismos gestos y las mismas palabras todo el tiempo. No había dobleces, no había nada que representar. Por supuesto que no eran ningunas caídas del catre. Hebe menos que nadie. Demasiados derroteros encima había en el haber de cada una de ellas. Las Madres ya eran “las viejas” para nosotros y no había que perder el tiempo adoptando otras posturas. Las Madres eran sencillas y frontales. Si te gustaba bien y, si no…, ya nos cruzaremos en otra oportunidad. Se sabe, en este país la política tiene sus vueltas. Con esa prepotencia de trabajo encaraban y encaran todo: la búsqueda de justicia, la resistencia durante el neoliberalismo. Con ese compromiso acompañaron a los HIJOS, a los estudiantes universitarios, a los desocupados, a los campesinos y a muchos movimientos sociales de todas partes del mundo. Incluso a las protestas políticamente incorrectas para el resto de los derechos humanos en este país, como, por ejemplo: a la lucha de la izquierda abertzale en el país Vasco, a las FARC en Colombia, a la resistencia del pueblo Palestino o la nación Mapuche. Estas madres no eran caretas, nunca tuvieron filtros, siempre dijeron lo que pensaban, no había especulación en sus declaraciones. Y eso no significa que estaban en la verdad. Simplemente no le debían nada a nadie, todo lo habían conquistado en la calle y a la vista de todos.
Podría seguir escribiendo porque con las Madres y el Grupo de Solidaridad con Madres teníamos una casa en la ciudad de La Plata donde organizábamos recitales de poesía, talleres de filosofía, ciclos de cine, charlas y muestras de plástica. Pero si me tengo que quedar con una anécdota elijo aquella tarde en mi casa. Una tarde que le devuelve a Hebe la ternura que muchas veces no puede mostrar públicamente. En la militancia no hay lugar para los débiles. Más aún cuando, en este país, el enemigo no ha cesado de vencer. En este país no se puede bajar la guardia. Eso es lo que nos enseñó Hebe: resistir.
La orden de detención a Hebe no fue un exabrupto de la justicia: es una detención que hay que leerla al lado de la detención de Milagro Sala y al lado de la detención flotante a Cristina Fernández. Signos de una época y un gobierno que está dispuesto a revertir lo mucho o lo poco que se ha avanzado. Los cambios de los pueblos no son para siempre y tampoco llegan de un día para el otro. Se avanza y retrocede todo el tiempo. Por eso la resistencia es tan importante como la insistencia. Otra lección de las Madres: Resistir para volver a insistir siempre.
*Docente e investigador de la UNQ. Autor de Temor y Control y La máquina de la inseguridad. Miembro del CIAJ.