Cada vez que nos enteramos de una noticia desagradable, (una violación sexual, de un feminicidio, de una masacre, de un acto terrorista) nuestra primera reacción y última es consternarnos y quedarnos ahí; como si con eso cumpliéramos con nuestra cuota de conciencia social como muestra de nuestro compromiso colectivo. Con toda la injusticia y dolor que a través de la historia ha hecho este mundo pedazos, nosotros seguimos refugiándonos en nuestra egolatría. Hasta que el dolor no nos toque de cerca y nos rasgue la piel en carne viva, nosotros seguiremos ajenos, inhumanos e insensibles a la desgracia ajena.
Desgracia que es resultado de nuestro silencio, dejadez e inconsecuencia política. Defender la alegría, decimos, como escudo para no vernos en la necesidad de convertir el pensamiento en acción. Miedo de armarnos de valor y pelear por lo que es justo, porque mientras no seamos nosotros los mancillados, todo está bien.
Consternarnos, con un grito de espanto, en una oración, en una misa de cuerpo presente. Consternarnos en una alabanza, en una corona de flores. En un instante de sosiego que nos apacigua y nos excluye de la realidad. Y nos vestimos de galas y brindamos y osamos festejar la dicha y el privilegio de nuestra felicidad. De tener un jardín propio mientras miles se mueren de hambre en las calles. De tener amueblado de comedor mientras miles comen de los basureros. De tener agua caliente y bañera, mientras miles se mueren de sed.
Y festejamos esa loción fina que nos acabamos de comprar, el par de zapatos nuevos que hace juego con nuestra colección, el cambio de teléfono inteligente y nuestros viajes vacacionales que necesitamos exponer al mundo a través de las redes sociales, para que nos vean pues; placenteros de nuestra dicha. ¡Privilegiados!
Y mostramos al mundo los reconocimientos que nos dan, inmersos en la vanidad que nos hace sentir únicos, inmortales, importantes. ¡Sobresalientes! Mientras el mundo se desmorona a la velocidad de la luz. Mientras miles perecen en las fauces del capital, mismo que nos convierte en esclavos del consumismo y nos aparta de la realidad y nos mantiene en un perenne estado de shock que nos manipula como juguetes de cuerda, como marionetas.
Y la vida es otra cuando estamos lejos del dolor, por eso le huimos, no lo encaramos. Por eso fingimos no verlo, nos damos por desentendidos cuando la vida nos pide a gritos que reaccionemos, que tomemos acción. Y por eso las muertes de miles de niños por hambruna nos consternan momentáneamente y oramos para que sus almas encuentren refugio en algún lugar. ¿Qué causan en nuestra conciencia los niños que mueren víctimas de genocidios? ¿Ellos también importan? ¿Qué tanto? ¿Qué es un genocidio para nosotros? ¿Cuál es el significado de una guerra? ¿De una invasión?
Pero la vida sigue, decimos, y nos escudamos en el mundillo ese de la indolencia y de nuestra alegría y felicidad, que pregonamos por doquier. Ahí estamos a salvo, ahí podemos vivir a nuestras anchas, sin que un ápice de nuestra conciencia nos encare. Y nos muestre nuestra podredumbre humana, nos haga sentir el hedor que expele de nuestra piel moribunda. Nos acomodamos para que sean otros los que vayan a la línea de fuego. Pobres diablos soñadores de mierda.
Y nos duele la vida solo cuando el agua caliente se acaba, cuando se va la luz, cuando se nos acabó el champú, o cuando por culpa del tráfico llegamos tarde a una cita. Y nos sentimos las personas más infelices del mundo cuando llegó Navidad y no tuvimos para comprar estreno o para hacer la cena esa de gala, al estilo burgués.
Y curiosamente no se nos va la vida cuando vemos que en Siria la invasión y el genocidio está acabando con la belleza de la primavera que siempre ha florecido en la sonrisa de los niños. Lo que está haciendo Israel con Palestina, ese genocidio, ese robo de tierras, esa usurpación. O Cuando el mar se traga a quinientos refugiados por semana. O cuando el desierto diseca a docenas de inmigrantes indocumentados que buscan llegar a Estados Unidos. No nos duele la vida cuando un gobierno neoliberal por el que votamos, muele a palos a los más mancillados del sistema y de la impunidad.
Nos duele sí, y nos consternamos para toda la vida cuando la tragedia toca a la puerta de nuestra casa y la habita. Y nos consternamos cuando el reconocimiento y el aplauso no llegan, entonces sí nos deprimimos, nos dejamos caer a causa de nuestro narcisismo.
Y mientras nosotros estamos deprimidos por banalidades, (porque no tenemos para teñirnos el cabello o comprarnos esa botella de ron de exportación) la vida en otras latitudes del planeta, o la vuelta de la esquina, está pidiéndonos a gritos que la volteemos a ver. Si tan solo tuviéramos la entereza de mirar, de escuchar, de sentir, todo lo que el mundo nos dice constantemente, seríamos otra humanidad, no la porquería que habita este planeta.
Consternarnos no es suficiente. El mar no sería mar sin la fuerza de las olas y la tempestad.