Por Federico Larsen.-
Cada cierre de etapa en los 25 años de historia del Mercosur renovó divergencias, como en la actual crisis del “ciclo progresista”. Y los problemas de fondo de la integración en el Cono Sur llenan de dudas su futuro.
«El Mercosur ahora tiene fronteras con Francia y con EEUU, a través de nuestro Mar Caribe, y posee la primera reserva de petróleo del mundo. Y, por si fuera poco, tiene samba, joropo y tango» – decía el ex presidente venezolano Hugo Chávez, al cerrar la ceremonia en la que, en julio de 2006, se sellaba la incorporación de su país al Mercado Común del Sur (Mercosur). Por aquellos días el bloque regional parecía vivir una nueva primavera dada por la renovación de las dirigencias de los diferentes Estados y un nuevo impulso hacia la integración. Diez años más tarde, el panorama parece haberse modificado sustancialmente. El bloque se encamina hacia una nueva etapa, dictada, una vez más, por los cambios en los gobiernos de los países miembros. Aunque los tonos de las discusiones actuales parezcan elevados, y las diferencias irreconciliables, las divergencias son una constante de toda la historia del Mercosur, que forjó su debilidad en el marco internacional.
La misma constitución del bloque se debe a una rivalidad que parecía insanable en el Cono Sur: la de Argentina y Brasil. Sectores industriales, financieros, comerciales, pero especialmente militares de ambos países alimentaron durante años cierta enemistad entre las dos economías más grandes de Sudamérica. Los gobiernos de Alfonsín y Sarney tomaron entonces la iniciativa y firmaron los veinticuatro protocolos sectoriales que componían el Programa de Integración y Cooperación Económica Argentina/Brasil (PICE). La idea era «unirse para crecer», a partir de la integración de especialización intraindustrial entre ambos países, pero también a partir de la cooperación científica y tecnológica, con aplicación en la industria cultural y la investigación en general. Una propuesta para el desarrollo tan cauta y gradual como ambiciosa, que se topó rápidamente con el cambio época dictado por el triunfo liberal en el mundo y el advenimiento de la globalización.
La firma del Acta de Buenos Aires en 1990, y el Tratado de Asunción en 1991 dieron vida a lo que hoy conocemos como Mercosur, generando una segunda etapa, radicalmente distinta, en la vida del de proyecto de integración. Paraguay y Uruguay se sumaron al bloque y la liberalización de la economía se convirtió en su principal objetivo. El libre comercio, afirmaban buena parte de los miembros, era la solución más adecuada tanto para los problemas de desarrollo económico de la región como para la falta de integración entre los países. En un proceso repleto de contradicciones, se produjo, sin embargo una forma concreta y exitosa de integración, bien lejos de la retórica épica de la liberación «nuestramericana» de la cual se suponía que debería nacer. Pero el consenso neoliberal tampoco lograba ocultar las diferencias que existían entre los gobiernos. Paraguay y Uruguay reclamaban un trato especial diferenciado en la política arancelaria al no contar con la estructura de sus socios-parte, de lo que hoy Asunción le recrimina a Caracas es haber obtenido un trato preferencial sin cumplir con los vencimientos pautados para abrir su economía-, y las diferencias políticas internas impedían encontrar soluciones a problemas estructurales del bloque.
Las crisis económicas y políticas que se multiplicaron en todo el continente hacia finales de los 90 promovieron también un cambio de etapa en el ámbito del Mercosur. Resulta sintomático el hecho de que el Protocolo de Ushuaia, que reafirma el compromiso democrático de los países del bloque, se firmase sobre el final de esta etapa de la historia latinoamericana, concluida entre puebladas, represiones e inestabilidad institucional generalizada.
El «relanzamiento del Mercosur» se produjo de la mano de los gobiernos progresistas de principios de siglo. A partir de 2003 se instauró el Fondo de Convergencia Estructural del Mercosur (FOCEM) para compensar las asimetrías estructurales entre los países y financiar el Plan Estratégico de Acción Social (PEAS). Comenzó la etapa del «Mercosur social y productivo», lanzada oficialmente en la cumbre de Córdoba de 2006, el mismo año en que se creó el Parlasur y Venezuela firmó su adhesión. Con el Frente Amplio en Uruguay, el Kirchnerismo en Argentina, el Frente Guazú en Paraguay y el PT en Brasil, la etapa progresista del Mercosur vivió su mayor esplendor, ubicandose en el panorama latinoamericano como un espacio amigable para el las pretensiones de multipolaridad de los BRICS, pero también para las inversiones de capitales transnacionales más tradicionales en proyectos extractivos. Pero el brillo de la progresía del Cono Sur demostró muy pronto sus limitaciones. Las políticas sociales de estos gobiernos no tuvieron coordinación regional, y el Plan de Acción para la conformación de un Estatuto de Ciudadanía, y la Declaración Sociolaboral del Mercosur jamás avanzaron en su ejecución. Hace menos de un mes la XX Cumbre Social del Mercosur lo volvió a reclamar. Inclusive en el ámbito comercial, espacio privilegiado de vinculación del bloque, los avances fueron escasos. Argentina y Brasil prefirieron vincularse mayoritariamente con capitales chinos. Sus importaciones de Paraguay y Uruguay en los últimos diez años llegaron a disminuir sensiblemente, y las diferencias internas lejos de reducirse se ampliaron. En el ámbito regional, fueron los países de Mercosur los que impidieron o rechazaron vías de desarrollo alternativas a las del capital transnacional. La Nueva Arquitectura Financiera propuesta por Ecuador, el Banco del Sur, los Sistemas de Compensación alternativos al uso del dólar en el comercio regional, el Fondo del Sur, quedaron sin aplicación por falta de voluntad política por parte de estos gobiernos.
Los resultados históricos del Mercosur han estado seguramente muy por debajo de las expectativas. Entre 1988 y 2015, tanto el PIB per cápita como el Índice de Desarrollo Humano de los cuatro países fundadores mantuvieron las mismas distancias entre sí, y tampoco escalaron posiciones significativas a nivel internacional. Hoy, sectores conservadores más o menos legítimos de los distintos países miembros intentan nuevamente torcer el rumbo de una estructura que viene ya de por sí muy debilitada. La divergencia entre proyectos políticos y la falta de un rumbo a largo plazo definido y asumido por todos sus integrantes generan situaciones al borde del ridículo. Como la pretensión de la diplomacia paraguaya de impedir el traspaso de la presidencia pro tempore del Mercosur a Venezuela. Un reclamo que lindaría con lo absurdo en un bloque con instituciones consolidadas, pero que tiene el poder de inmovilizar el bloque entero por semanas. El poder que ejerce Paraguay allí es tal, sólo en función del espacio de maniobra que sus socios le han dejado en una coyuntura de crisis, donde los países de mayor tamaño y desarrollo buscan una nueva vía para la inserción internacional de la región. La diplomacia brasilera puja hace años para permitir la firma de acuerdos comerciales por fuera del Mercosur. Argentina se abre estratégicamente hacia la Alianza del Pacífico -como ya habían hecho Uruguay y Paraguay antes- y a través de ella al Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP). Las recientes visitas de mandatarios europeos a Buenos Aires y Montevideo favorecieron la renovación de las negociaciones para sellar un Tratado de Libre Comercio con la Unión Europea comenzadas en 1995. Se abriría así una nueva etapa, que sin embargo podría resultar inviable si no se corrigen las fallas estructurales del mismo Mercosur en términos de participación social, redistribución de la riqueza y proyectos económicos y políticos a largo plazo. Una agenda social evidentemente ausente en los sectores que hoy tomaron la iniciativa política, cuyo interés aperturista parece estar muy lejos de la consolidación que el Mercosur necesita. Se vuelve lícito entonces preguntarse si estos sectores seguirán necesitando del Mercosur.