Por Gerardo Burton
El camino desde La Quiaca al sur, por la ruta 9, transcurre lento. Entre bufidos, el ómnibus se mete en cada pueblo, llega hasta la estación terminal y protagoniza un pequeño espectáculo, breve: los vendedores ambulantes -choclos, artesanías, alfajores, sánguches de milanesa- acosan a ese cuerpo de metal coloreado, suben, vocean sus mercaderías a través de las ventanillas y venden. Sobre todo, venden. Es el otoño de 2015, marzo, y a las diez de la mañana se fugó todo el frío de la noche. Ya hace calor: el sol juega entre las piedras, realza los colores de las montañas y los cardones, y los barrios a las entradas -o salidas- de los pueblos lucen orgullosos la imagen del indio descuartizado en los tanques de agua que custodia las casas, las escuelas, las bibliotecas y los gimnasios. Las piscinas tan odiadas.
En la Puna, antes de Abrapampa hacia el este, la sierra Santa Victoria parece un desnudo de Modigliani, extendido, reclinado como en actitud de espera. Y más adelante, el cerro Morado en sus estribaciones recorta unas piernas de mujer acostada al sol en un escorzo fantástico y potente del cuerpo femenino, indolente bajo el cielo, inocente en su naturaleza, convocante en su sexualidad.
Todo se mezcla en este territorio: en el museo municipal de Humahuaca se exhibe la fotografía de un pictograma sobre el cual los españoles dibujaron el croquis de un templo católico. No sólo aplastaron los edificios aborígenes; también los dibujos ancestrales. Es la historia de la lucha por la libertad que se libra en todos los frentes y en todas las eras. Por eso parece que una parte del indio descuartizado está por aquí, dando frutos.
Después de una noche de lluvia torrencial en Humahuaca, el domingo es luminoso, el cielo está diáfano y el camino lleva lento y moroso hasta Uquía, donde acampó Belgrano en su expedición con el Ejército del Norte. Siempre la pelea por ser libres, por la independencia. Primero de los incas que intentaron sojuzgar -y lo consiguieron- la Quebrada, aunque no pasaron de ahí. Luego los españoles. ¿Y hoy? La imagen del indio descuartizado junto a su mujer y sus hijos, sus miembros repartidos en los cuatro puntos cardinales del ex imperio inca refulge bajo el sol del mediodía.
Las iglesias son también un campo de batalla. Hasta los teólogos pretenden despreciar las creencias y los ritos de la gente de por acá: dicen que es sincretismo, como si fuera una fe menor o de segunda. Y quizás sea un mecanismo de defensa del poder, que se ve amenazado en su sitial por un torrente de convicciones, reglas morales, cosmogonías, teologías organizadas y distintas que lo cuestionan. De ahí que les resulte necesarias la descalificación y la persecución, aunque sean intelectuales, morales. Es que este “sincretismo” transforma las creencias dogmáticas y les da vida nueva.
Eso es lo que pasa hoy, me digo, mientras el ómnibus vuelve, entre bufidos, a Humahuaca. Y también: no por casualidad la Virgen María es una de las principales advocaciones, de las más populares: la Pachamama, que es mujer, se viste de cristiana. Las mujeres, que son madres jefas de familia por todo el campo, también son Pachamama. También son María, y María es ellas. La Virgencita las cuida y las sostiene. Como la tierra madre.
El sincretismo es, en realidad, el postizo con que los poderosos quieren ocultar la originalidad de las creencias de este pueblo. Pero también es un ejercicio de ellos: por ejemplo, en San Salvador de Jujuy, en el atrio de la iglesia de San Francisco hay una enorme estatua del santo donada en 1937 por Benito Mussolini. Como si el hijo de Bernardone, que besó a los leprosos y, como “poverello”, se hermanó con la pobreza, tuviera algo que ver con el fascismo y el oropel de los príncipes de la Iglesia.
La amenaza que viene del pasado también está en el museo el histórico provincial, ubicado en la casa donde fue muerto Juan Lavalle, homenajeado como un héroe sin mancha. Es muy curioso que a este “general sin cabeza”, como le decían sus propios aliados, se lo recuerde con un busto enorme coronado por una testa, tres veces o más grande, desproporcionada respecto del pedestal. La altura a la que está colocada lo hace parecer como si fuera un enano tullido sin piernas macrocefálico (como su ciudad venerada, Buenos Aires). Desconcierta porque el fusilador de Dorrego parece que mira a sus visitantes a los ojos, desde la misma altura.
Está por llover en San Salvador, pero igual caminamos apurados las ocho cuadras que separan el museo de nuestro destino. En la esquina de la calle Alvear al 1100, cuando parece que apenas quedaron atrás la gobernación y la plaza principal de la ciudad, hay un local de venta de los productos de las cooperativas coordinadas por la organización. Al lado, el edificio principal, y enfrente, la escuela secundaria y el terciario donde cursan -¿cursaban?- tecnicaturas en enfermería, asistencia social y turismo, en otras disciplinas, los jujeños pobres.
En la planta baja de la sede central hay un museo que relata la otra historia, la que escriben los que no ganan y a veces tienen alguna visibilidad en los registros oficiales, más allá de los datos estadísticos: los pueblos que relatan su vida desde el inicio, desde el origen.
En los pisos superiores están las oficinas de administración, consultorios médicos, aulas de enseñanza, salas de asesoramiento en derechos, contención de violencia estatal y doméstica, la redacción del equipo de prensa. En los pasillos la gente se agolpa en espera de ser atendida, o que salgan sus familiares de los consultorios. Las reuniones se multiplican a medida que uno camina por el edificio. En el piso superior está la radio.
Preguntamos por ella. Es marzo de 2015 y no podemos verla porque está en Buenos Aires con la presidenta Cristina Fernández y con la ministra Alicia Kirchner. Un poco más de un año después, un gobierno de déspotas empáticos la tiene encarcelada, hace hoy ya más de seis meses, presa de una ficción judicial. Como el indio descuartizado en 1781 que lleva como emblema originario y originante, ella es una presa política.