Iniciativas como estas nos recuerdan algo que nunca deberíamos olvidar: que, como dice Warsan Shire, “nadie pone a sus hijos en un bote, a menos que el agua sea más segura que la tierra”.
Por María Eugenia R. Palop
El pulso entre el Ajuntament de Barcelona y el Ministerio del Interior por cerrar o reabrir definitivamente el CIE de Zona Franca, puede ser el inicio de una nueva etapa en la gestión que se ha venido haciendo de estos centros en España. Ya en su momento, el Parlament de Catalunya (por una mayoría superior a 2/3 de la Cámara) y el mismo Ajuntament (por idéntica mayoría) se pronunciaron oficialmente en favor de su cierre y ahora lo que se exige al gobierno es el cese total de su actividad. La resistencia que han venido ofreciendo ciertos municipios y comunidades autónomas tanto a la política de fronteras que se ha implementado en Europa como al modo en que se ha adaptado en España, es una muestra del alcance que puede llegar a tener la lucha en favor de los derechos humanos en un espacio infraestatal. Hoy Valencia quiere seguir los pasos de Barcelona, e intentará cerrar también el CIE de Zapadores, y si seguimos como estamos, lo normal es que el ejemplo se extienda como la pólvora.
Los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIEs), definidos como establecimientos públicos “de carácter no penitenciario”, son, en la práctica, auténticas cárceles en condiciones infrahumanas, en las que se retiene de manera cautelar y preventiva a extranjeros sometidos a expediente de expulsión del territorio nacional, bien por su condición de irregulares (60%), bien por haber sido condenados por un delito y haberse aplicado la opción de expulsión.
Aunque la diabólica Directiva europea que les da amparo (2008/115/CE) habla de “repatriación” o “retorno”, estos irregulares pueden ser deportados no sólo a sus países de origen, sino a terceros países por los que haya presunción de que han transitado, y pueden ser deportados, además, en vuelos colectivos; deportaciones carísimas (presupuestadas en 11.985.600 euros en 2015, y en 11.880.000 euros en 2016), que violan abiertamente los derechos de los retenidos. En fin, las irregularidades administrativas son tan graves que en nuestro país c erca del 70% de las expulsiones que se realizan son expulsiones exprés y no se gestionan siquiera desde los CIEs sino desde las comisarías, es decir, sin asistencia letrada ni garantías procesales. De manera que una vez alcanzan territorio español, los migrantes pueden sufrir un largo calvario de violaciones de derechos, en algunos casos, amparadas en normas y, en otros, en simples arbitrariedades.
Nuestras expulsiones exprés y nuestros vuelos colectivos ponen de manifiesto que en España no se contemplan, entre otras cosas, las disposiciones contenidas en la misma Directiva de retorno que da cobijo a los CIEs, porque la Directiva exige llevar a cabo un análisis individual de la situación de cada persona, garantizar plenamente el acceso al procedimiento de protección internacional (información, derecho efectivo a interponer recurso, asesoramiento jurídico, representación y asistencia lingüística – artículos 12 y 13), y cumplir con el principio de no devolución. Es más, esta Directiva prohíbe que se interne de forma sistemática a personas migrantes y solicitantes de asilo desde su llegada, sin que exista valoración alguna de la necesidad de la detención ni de la existencia de medidas alternativas menos coercitivas.
Por lo demás, en nuestros CIEs no se cumplen los estándares mínimos ni las garantías que se contemplan en la Directiva 2013/33/UE en materia de acogida. Sus equipamientos son tan antediluvianos que hasta el propio Sindicato Unificado de Policía (SUP) ha mostrado la desesperación de sus agentes por paliar las deficiencias que sufren en Algeciras, Tarifa, Canarias o Valencia. Como era de suponer, y como ha denunciado la Asociación para la prevención de la tortura, la situación de las mujeres en estos CIEs resulta, si cabe, más dramática que la de la media, dado que enfrentan una mayor vulnerabilidad y son objeto de todo tipo de discriminaciones y abusos (hablamos de embarazadas, madres que, en la expulsión, han de abandonar a sus hijos, víctimas de trata, víctimas de violencia de género…es decir, de posibles solicitantes de protección internacional). Así que no resulta extraño que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya denunciado que determinadas condiciones de internamiento vulneran el artículo 3 del CEDH con el que se condenan las torturas, los malos tratos, o los tratos crueles, inhumanos y degradantes.
El propio reglamento de los CIE, publicado en 2014, fue objeto de una severa corrección por parte del Tribunal Supremo. El 13 de abril de 2015 un comunicado conjunto de Cáritas y el Servicio Jesuita de Inmigrantes denunciaba que, transcurrido más de un año de la publicación del Reglamento, ninguna mejora se había producido en el tratamiento indigno infligido a los integrantes de estos centros. Y las denuncias han provenido también de las autoridades europeas. La delegación contra la tortura del Consejo de Europa, que estudió en 2014 la situación de los CIEs de Zona Franca y Aluche, hizo público un informe extremadamente crítico con la situación de los internados y la garantía de sus derechos . En 2012, antes de esta denuncia, la ONU ya había condenado a España por la detención arbitraria, discriminación racial y torturas, en el trato dado a un interno, el magrebí El Hadj, en el CIE de Aluche. De hecho, en estos dos CIEs han perdido la vida cuatro personas en circunstancias confusas, lo que demuestra, entre otras cosas, la opacidad con la que se administran estos lugares (algo que denunciaron hace tiempo Tanquem els CIEs, SOS Racisme y Migrastudium…entre más de 250 organizaciones).
Lo cierto es que los CIEs son la punta de lanza de una política migratoria demencial que en España se ha traducido, además, de una manera especialmente cruenta y arbitraria; una política migratoria que no se ha incardinado en el marco de la política exterior, ni se ha vinculado nunca a la promoción de la seguridad ni de la paz más allá de la UE. Durante décadas, no se ha hecho nada para avanzar en la resolución de los conflictos de los países afectados y mitigar así el “efecto expulsión”, y del nuevo plan de la UE, que incluye la posibilidad de negociar con Sudán y Eritrea, sospechoso de crímenes contra la humanidad, no se deduce un propósito de enmienda.
Finalmente, como era de prever y hemos comprobado en estos años, el control de las fronteras sin cooperación, y sin política de acogida e integración, ha resultado inútil por completo. Y lo peor es que aunque este tipo de políticas se han articulado desde Europa, han sido ciertos gobiernos los que las han liderado, resucitando hasta la náusea la “guerra de civilizaciones”. Han sido gobiernos, como los del Partido Popular, los que han alimentado esa xenofobia primitiva que ha señalado a la inmigración como “amenaza”; una xenofobia de la que también ha bebido la eurofobia acrítica y el fascismo de las formaciones ultras en toda Europa.
Así que, en esta situación, y frente a la obcecación que nos gobierna, resulta más que bienvenida esta iniciativa del Ajuntament de Barcelona, no solo porque vuelve a situarnos en el marco de la legalidad europea (increíblemente más humanitaria que su traducción española) sino porque recupera el discurso de los derechos humanos frente al de la falsificada seguridad estatal. Iniciativas como estas nos recuerdan algo que nunca deberíamos olvidar: que, como dice Warsan Shire, “nadie pone a sus hijos en un bote, a menos que el agua sea más segura que la tierra”.