Por La Garganta Poderosa
Nos transpiraban los mitos, nos temblaba la paciencia, nos intimidaba la solemnidad. No los gritos, no la conciencia, no la identidad. Tanta gente ahí abajo, esperando una garganta que gritara… ¡Qué carajo hacemos en Guadalajara! Cómo nos oyeron, para qué nos trajeron y por qué pagaron el pasaje, si todos los demás son empresarios de traje. Gigantes sensaciones, en un gigante centro de convenciones: un ovni mal estacionado y medio México ahí sentado. Nos tocó salir del barrio y subir al escenario, sin disfraz, sin guión, sin encargo, sin plata, sin visa: todos los demás, pantalón largo, corbata y camisa. Nosotros, no. Nosotros somos nosotros, que todavía rima con otros, aunque tanta gente nos haga creer que no tenemos absolutamente nada que ver. Fijate, fíjate, fíjate.
Entrenando como observadores, pasamos horas escuchando a los jóvenes emprendedores que exponían sus verdades ante las autoridades del Estado, las celebridades del empresariado y los jóvenes valientes de familias hiperpudientes que decidieron asumir el problema de intentar desnaturalizar su ecosistema, para negarle su condición natural: nos eligieron como atentado, para su propia moral. Poderosos, esperaban nuestro broche. Y poderosos, no pudimos dormir esa noche, pensando cómo dar el tiro de gracia sin caer en la diplomacia, ni errar el modo, ni cometer desatinos, ni vender hipocresía: muy lindo todo, pero nuestros vecinos se bañan con agua fría. ¿Cómo exponerlo? ¿Cómo traer todo eso que nadie estaba diciendo? Hay que hacerlo, sin querer queriendo.
Gracias, por invitarnos a debatir lo que nosotros necesitamos decir y no lo que otros están dispuestos a oír. Pues nosotros también somos jóvenes emprendedores, sin convocar inversores, sin firmar contratos, sin un par de zapatos. Gracias, porque nosotros tenemos miles de compañeros, pero no tenemos agentes financieros, no tenemos ni un empleado y, con perdón del mercado, debemos hacerles saber que tampoco lo queremos tener. Ni gracias por invitarnos, ni gracias por hospedarnos, gracias por escuchar y por no dejarnos desangrar como cicatrices de países sobreimpresos en los mapas. No hay de queso, nomás de papas.
Sólo agradecer, por habernos invitado a desobedecer en la cara del auditorio, sin intentar modificarnos el envoltorio. Sobre las faldas de la normalidad, vomitamos la realidad de nuestras villas sudamericanas, tan escondidas como las colonias mexicanas, en otra ciudad de la desigualdad que todavía caga en pozos, recicla picos y pide caños, mientras algunos ricos se vuelven “exitosos” a los 10 años. Sí, como si todos tomáramos ese inmenso desayuno… Y luego dicen que el menso es uno.
Sabían, especialmente quienes nos conocían, que no íbamos a permanecer callados frente a los postulados que reivindicaban la cultura de la locura, el atril o el estrés, “porque acá somos 5 mil, pero por la puerta del éxito sólo pasan diez». Lo oímos, casi con la misma vehemencia que lo desmentimos, porque lo comprobamos y lo padecemos, abriéndonos paso con los codos: si nos organizamos, ¡la rompemos y pasamos todos! Ah bueno, así pues sí.
“Los problemas que no se resuelven con dinero, esos son problemas”, sentenció un conferencista, que evidentemente tenía resuelta la lista de quilombos que aún padece el vecino villero: graves problemas que sí, se resuelven con dinero. “Hay gente abandonada, por la que nadie hace nada”, enfatizó otro expositor, empobreciendo a la pobreza del otro lado del mostrador y omitiendo un detalle evidente: por toda esa gente, “hace mucho” esa misma gente, que no es nadie, es gente. Y no precisamente servil, pero no por nada mi amigo, nuestras antenitas de vinil detectaban la presencia del enemigo.
¿Y saben qué? La pifiamos, che. Porque no sólo nos escucharon, nos respetaron, nos ovacionaron y nos invitaron a volver, para seguir discutiendo cada emprendimiento, prosa a prosa, semana a semana, acompañando el nacimiento de La Poderosa Mexicana, que no nació en un centro de convenciones, sino en el encuentro con las organizaciones territoriales. Ahí, donde las máximas esenciales del capitalismo se vuelven mínimas frente al humanismo que las declara mentira, mentira y mentira. Pero si no lo creen, visiten el comedor de Elvira, que no tiene una empresa en la cabeza, ni la tendrá, ni la tenía. ¡Al cabo que ni quería!
Por suerte, el paisaje no engrupe y la Villa María de Guadalupe se puede reconocer, como cualquiera de las villas que te quieren esconder. Bien arriba, bien abajo, combativa, sin trabajo, aparece por asalto, cuando se acaba el asfalto, cuando ninguna persona resulta extraña, cuando nace la montaña, cuando no hay tacos con carne de res, cuando “solo se come carne dos veces al mes”. Carne de pollo. Y piel de pollo, también. “El último Día del Niño, la pasaron muy bien y disfrutaron un montón, porque pudimos regalarles una torta de jamón”. ¿Cómo puede ser que tanto veneno no los sonroje? Bueno, pero no se enoje.
Dones y ramones, sin monopolios, sin portafolios, sin dinero para la renta, desafían la afrenta de todas las malarias, “porque acá no alcanza para dos comidas diarias”. Pero ahí nomás, sumergidos en lujosos reinos de paz, solemnes intelectuales de salvaciones individuales exponen las estadísticas de la pobreza, cobrando millones por cada cita expresa, embebidos en la codicia de competir como voceros de la Justicia. Las estadísticas ayudan a poder entender, pero no rellenan los guisos. Los ojos de Elvira son más precisos, mucho más que los reporteros, informan muy bien. Los dedos curtidos de su marido también. Son dos metáforas, dos metáforas de paz. Y no te doy otra nomás porque…
Hay 130 millones de mexicanos levantando sus manos para votar contra el muro más oscuro que un imperio puede imponer. Pero adentro hay otro muro, que no para de crecer. Cada seminario expresa cierta preocupación y conmoción frente a la humildad, por su inmensa capacidad para alcanzar la felicidad. Y sí, habría que reconocer un brillo matriz sobre los ricos en valores humanos sin extrañeza, pero no resulta sencillo ser tan feliz, mientras tus chicos tienen gusanos en la cabeza. Pues entonces no, no hace falta hablar del hambre, hace falta escucharla hasta que hierva la sangre, para confirmar que todos somos eso, carne, hueso y un cacho de pescuezo. Eso, eso, eso.
Así es, loco, se puede ser feliz con muy poco, pero eso no necesitan contárselo a los millones de olvidados, sino a las corporaciones con miles de empleados, porque si los millonarios aprendieran a vivir como viven los barrios, entonces no necesitarían una riqueza tan insolente y la pobreza se saldaría con el excedente, destinando ese dinero para los problemas del pueblo villero, que no duerme, que no se abriga, que no tiene motor y que no se llena la panza.
¡Lo último que se pierde es la barriga, Señor Esperanza!