Empecemos con esta pregunta: ¿Por qué tendría que darme el trabajo de asumir una ética no violenta? Alguien diría: Mira, no tengo tiempo para cosas sin beneficio inmediato. Otro objetaría que no se necesita fundamentar nada, porque se sabe que la violencia es mala y hay que evitarla. Muy bien, digo yo, pero lo que vemos es que la violencia crece, como la Hidra de múltiples cabezas. Cada vez que Hércules cortaba una, dos volvían a crecer. La Hidra, madre de Quimera, hija de Tifón y Equidna, resentida, vengaba al león de Nemea, su hermano, muerto por el héroe. Éste derrota al monstruo, pero solo con la ayuda de otro ser humano, su sobrino Yolao, que quemaba los muñones de los cuellos para que las cabezas recién cortadas no volvieran a crecer.
Muchos piensan que la feroz proliferación de las violencias, se debe a que los valores se han perdido. No obstante, pocos saben cómo recuperarlos para lograr el cambio integral que la crisis humana y ambiental exige. Se trata de un salto evolutivo, no una reforma parcial del sistema inhumano.
¿Por qué reemplazar el actuar violento por el no violento? Muy simple: la violencia, al engendrar sufrimiento, obstaculiza la felicidad. Esta no es compatible con el éxito de unos pocos, en un ambiente enfermo. La felicidad no crece en medio de la desdicha general. Las brutales mordeduras de la Hydra llegan hoy a todo el orbe.[1] Enfrentamos una gran paradoja existencial: ¿Si todos buscamos la felicidad, porque optamos por la violencia que es su negación? ¿Será que la violencia “defiende” del dolor y el sufrimiento? Lo que debió ser un recurso excepcional en una situación extrema de autodefensa se ha vuelto receta cotidiana.
Acudo a la violencia para satisfacer mis deseos. Al hacerlo obtengo placer. En lugar de compartir aprendo a atacar primero, a controlar la conducta del otro y a eliminar a mi enemigo para que no me vuelva a atacar. Dentro de un sistema que ha instalado la dictadura del dinero, aprenderé a explotar al otro antes que el otro me explote a mí. Y juntaré mucha plata, para no quedar expuesto a la pobreza, a la enfermedad y a la soledad.
Sea como sea, lo único cierto es que vivo en estado de temor. Temo perder lo que ya tengo o no alcanzar lo que tanto quiero. Hay un círculo vicioso: algo me falta, deseo tenerlo; ejerzo violencia abierta o encubierta, grosera o sutil, para poseerlo y conservarlo; temo perderlo nuevamente y aplico más violencia; mi aferramiento es cada vez mayor, aumentando aún más el temor a perder lo que tanto me cuesta y así siguiendo. Esta no es una condición de libertad, de confianza, de igualdad, de respeto, de aprecio, de fraternidad, por ende, de real felicidad personal y social. [2]
Podemos sospechar que la base de las adicciones es estructural. No nos agrada el vacío. Rápidamente imaginamos eso nuevo placentero que compensa lo que nos falta (o creemos que nos falta). No se trata de reprimir el placer de vivir y de compartir. Se trata de hacerlo sin adicciones, sin culpas o búsquedas compulsivas, violentas y centrípetas. De ahí el principio de vida: “Si persigues el placer te encadenas al sufrimiento, pero en tanto no perjudiques tu salud (o a otros), goza sin inhibición cuando la oportunidad se presente”.[3]
No parece que por el camino de la búsqueda incesante del placer podamos articular un sentido de vida que amplíe la felicidad. La ética, justamente, tiene que ver con reflexiones y experiencias que permitan fundamentar un actuar coherente, sostenido, liberador y evolutivo. Este proceso requiere de una acumulación de acciones que refuercen la misma dirección. Proponer la acción no violenta como eje de una ética de liberación y felicidad no es para tomar a la ligera. Lo quiera o no, formo parte de una red humana en la que mis acciones impactarán en forma positiva o negativa. No solo eso, volverán sobre mí, dejando su registro interno de paz o de violencia, de unidad o contradicción. [4]
¿Qué ética puede caber en alguien que ensueña todo el tiempo con el éxito individual como modelo de felicidad? ¿Qué ética puede interesarle al que es a la vez verdugo y cómplice en un sistema en el que compite con violencia por el éxito? Un sistema discriminador que divide a los humanos en “ganadores” y “perdedores”. La exclusión social es violencia, genera resentimiento y éste venganza. Es un círculo vicioso, una espiral patológica y desintegradora. Lo que vemos en el paisaje no debería asombrarnos. Esas guerras brutales, ese terrorismo, ese desastre ambiental, esas matanzas xenofóbicas y homofóbicas, esos migrantes que mueren en mares y playas buscando refugio; esa corrupción política que como una peste asola los países, esa delincuencia y ese narcotráfico, son la consecuencia de una mentalidad que no ha renunciado a la violencia como medio de dominio individual y colectivo.
¿Cómo insertamos la ética de la no violencia en un mundo así, tan dolido, tan cruel, tan indiferente, tan dopado, tan cosificado, tan obsesionado y tan hipnotizado? ¿Cómo la ampliamos en un sistema que emplea todo medio para atrapar un “éxito”, alucinado como felicidad? Dentro de ese espejismo, ¿cómo tomar la senda de la acción válida que disuelve el sufrimiento? ¿Cómo cambiamos paisajes, miradas y creencias? ¿Cómo mi acción puede generar libertad, cordura y sentido?
¡Esto es lo interesante y superlativo de la ética! Que es una experiencia de transformación elegida. Es un acto libre y resuelto que descubre un real camino de felicidad. Es un significado profundo, capaz de dar sentido a mi vida, más allá de su aparente término. Este ascenso tiene sus condiciones. O uno reproduce el sistema y su programa, internalizado tempranamente en nuestro paisaje de formación[5]; o tomamos el camino de la verdad interna, del autoconocimiento, de la reflexión existencial, de la intención transformadora, de la acción válida y de la no violencia activa. Esta es una primera condición. Elegir sin vuelta atrás lo que nos une. Digamos de una vez por todas: ¡no a la violencia que divide y separa a unos seres humanos de otros!
Nos ocupamos de seguir el nuevo camino y de regresar a él cada vez que sea necesario. Estamos hablando de alinear el sentir, el pensar y el actuar tomando como referencia la acción válida y su registro de unidad interna, ese que deja una suave paz, supera el sufrimiento y amplía la felicidad. [6] Antes de actuar, conviene reflexionar, meditar con sentido ético. Pero, claro, esa deliberación se hace dentro de estados internos que la condicionan. [7] Tomado por la ambición, el odio, la venganza o el resentimiento es difícil optar por la no violencia. Esta ética requiere un estado de conciencia sereno, más libre, consciente y elevado. No hay problema. Esto también se puede elegir y trabajar. Hay prácticas[8] que nos permiten superar la violencia interna y acceder a estados de conciencia más sabios e inspirados. [9]
Pero nadie llega a la cima de una montaña si no quiere realmente hacerlo. A la no violencia hay que amarla entrañablemente. Fijo la dirección con una imagen potente y clara, surgida desde lo mejor de mí. Esta experiencia y su repetición es crucial, sobre todo en un sistema que nos coloniza el cerebro repitiéndonos que, si no actuamos como lagartos, no solo no vamos a triunfar, sino que nos van a devorar los otros lagartos (con perdón de los lagartos).
El proceso de ascenso coherente es muy importante porque rompe la percepción del tiempo como inmediatez y fugacidad. Por la aceleración posmoderna pareciera que aparte del instante nada más existiese. Como que una cosa no se conectara con la otra. Si reaccionamos oportunistamente, ¿qué hilo conductor nos articulará hasta la muerte que es lo único que no podemos evitar? Ni el dinero, ni los amigos, ni el poder, ni la pareja, ni nada me salva de morir. Estaremos frente a lo que tanto tememos: la pobreza (no nos llevamos nada), la enfermedad (de algo muere uno) y la soledad (dejas para siempre a tus seres queridos, aunque no quieras).
Pero, ¿qué hacemos frente a ese hecho inevitable? En lugar de meditarlo, preferimos evadirlo. ¿Es la muerte una guillotina que corta todo futuro? ¿Es que la hoz siega toda esperanza? Si lo creemos así, el yo se asusta y se fuga. ¿Y adónde va el yo para evadirse? Unos consumen desesperadamente. Otros se aferran a parejas, hijos o amigos. Otros se vuelven adictos al trabajo, al dinero, al sexo, a un deporte o a todo eso junto. El yo se vuelca al exterior para escaparse del temor a la muerte. Está bien aliviar el sufrimiento y crear felicidad y libertad en esas relaciones. Lo que no está bien es que se hagan esclavizando, posesivamente, o por miedo, compulsión y fuga. Resolver adecuadamente una necesidad es una cosa; satisfacer y buscar sin fin un deseo posesivo, otra.
¿Qué sentido puede tener una ética no violenta si estamos convencidos de que todo acabará en la nada? ¿Para qué el esfuerzo de una vida atenta y selectiva? Si creo que todo termina con la muerte, qué más da que elija una ética o ninguna, si es que el acto final, el cierre del telón, vacía de sentido todo el esfuerzo. Mejor evadirme con una droga adormecedora que me haga olvidar ese fin de todo, al que tanto temo.
La ética tiene que tener un fundamento que derrote al nihilismo, a esa fe en la nada. No flota la ética en el aire. Además, tiene que ser muy sentida para que se convierta en acción concreta. Lo que creo acerca de la muerte es el fundamento. Es lo que define que tenga un tipo u otro de conducta. Entonces, es interesante que me pregunte: ¿Qué creo acerca de la muerte? ¿Se termina todo? ¿Comienza todo? ¿Hay un más allá? ¿Cómo lo imagino? ¿Qué experiencias me hacen sentir que no todo termina con la muerte y que la calidad de mi acción puede lanzarme hacia el más allá? ¿Cómo accedo a tales experiencias?
Cuando uno recuerda a los seres queridos que ya partieron, lo único que queda en la memoria es el significado positivo o negativo de sus acciones. Miramos la historia de la humanidad y pasa lo mismo. Quedan en la memoria los grandes hombres que hicieron el bien y aquellos otros que generaron enorme violencia y sufrimiento. He aquí una forma de trascendencia: las acciones propias quedan como huellas a seguir por las futuras generaciones.
Las personas que han muerto clínicamente, pero que ha sido retornadas a la vida por intervención médica, testimonian que en su viaje interior se encontraron con una luz que dialoga, que parece comprenderlos totalmente y llenarlos de esperanza. [10] En ese trance han podido ver y entender el significado de su vida. Se han sentido tan maravillados que no querían regresar a su cuerpo. Al final, por más que querían quedarse, han regresado. ¿Qué les ha pasado entonces? Pues cambiaron su actitud hacia la vida, hacia ellos mismos y hacia los demás. Esta experiencia operó en ellos como una revelación profunda, de esas que despiertan certeza y le cambian a uno la visión del mundo.
Recordemos a Sócrates en el acto de su muerte. Platón, su discípulo, cuenta en sus Diálogos, cómo Sócrates bebe la cicuta para cumplir con la condena impuesta por la justicia griega. Unas horas antes recibe la visita de sus amigos. Estos lo encuentran tan contento como siempre, como si en unas pocas horas más no fuera a morir. Uno de ellos le dice algo así: Pero Sócrates, ¿cómo es posible que estando a punto de morir estés tan tranquilo y contento? Y Sócrates le va contando a sus amigos las razones que explican esa dicha previa a su muerte. En ese diálogo deja Sócrates una idea en la que aparece la posibilidad de lo eterno. Afirma que la muerte puede ser imaginada como un azar encantador, y que la práctica de las virtudes no solo evita la sufriente dependencia de las pasiones violentas, si no que abre la posibilidad de que la buena vida de aquí merezca una buena vida en el más allá.
Los grandes reformadores espirituales de la humanidad traducen sus experiencias con lo profundo, con distintas revelaciones y relatos, pero tienen en común la intuición de que la vida que no acaba con el absurdo de la muerte. Meditar sobre “cómo es posible que la inmortalidad haya creado la ilusión de lo mortal” le escuche en una ocasión a Silo, el maestro de nuestro tiempo. Y también nos hace recordar esas experiencias personales en las que nos sentimos en profunda unión con todo lo existente. Cada cual ha tenido sus experiencias con lo profundo y lo innombrable. Aldous Huxley en su Filosofía perenne demuestra que las revelaciones espirituales de las distintas culturas muestran un trasfondo común, en el que la fuerza, la bondad y la sabiduría se juntan en la vivencia de lo trascendental.
Para que la ética oriente mi día a día, necesito conectarme con un sentido mayor, intrínseco a la vida, revelado en mi interior y que no concluya en la nada. En este contexto puedo afirmar algo tan radical como esto: “Si no intuyo la inmortalidad en mis acciones, ¿cómo incorporo una ética no violenta en forma definitiva? Y, ¿con qué fuerza voy a construir un proceso coherente y evolutivo? Si la acción humana no reporta un sentido que me haga feliz en ambos mundos, el de aquí y el de allá, su valor será solo relativo, provisorio, ilusorio, resignado, a lo más estoico.
En síntesis: una ética que venza a la violencia interna y externa, necesita un fundamento profundo. No es una espiritualidad fanática o ingenua. Es experiencia nutrida de certeza interna. La mente y el corazón se abren a la revelación de nuevos significados: “Distinta es la actitud ante la vida cuando la revelación interna hiere como el rayo”, nos asegura el Maestro de nuestro tiempo.[11] Abrevo de esa fuente inagotable de inspiración con el objetivo de vivir en unidad, siendo feliz, haciendo feliz a otros y preparando mi posibilidad hacia el más allá. Nadie puede hacerlo por uno. El bien que dejo de hacer será siempre una oportunidad perdida. Si lo hago estaré cumpliendo con la misión de humanizar la tierra, dándole a mi vida un sentido que ni la muerte podrá detener.
28 de mayo de 2016
[1] Remito a mi artículo El sistema de violencia y la no violencia activa, publicado en el libro Tiempos de cambio, nuevos caminos (Editorial Ténetor, Centro de estudios Humanistas Nueva Civilización, Huancayo, Perú, 2016.)
[2] Mayor fundamentación de esta idea, en SILO: La curación del sufrimiento, en Habla Silo, Págs. 341-344, Obras completas, volumen 1, Silo.net.
[3] SILO: La mirada interna, Cap. XIII, Los principios. Obras completas, volumen I (paréntesis nuestro). Magenta ediciones, Argentina, 1998.
[4] SILO: El paisaje interno, Cap. IX, Contradicción y unidad. Obras completas, volumen I. Magenta ediciones, Argentina 1998.
[5] Cuando se habla de paisaje de formación se hace alusión a los acontecimientos que vivió un ser humano desde su nacimiento y en relación a un medio. El p. de f. actúa como un “trasfondo” de interpretación y de acción, como una sensibilidad y como un conjunto de creencias y valoraciones con los que vive un individuo o una generación (SILO: Diccionario del Nuevo Humanismo, Obras completas, volumen II. Silo.net.)
[6] SILO: Ob. cit. El tema de la acción válida es tratado en sus libros Cartas a mis amigos (cuarta carta) y Habla Silo, bajo el título La acción válida.
[7] SILO: Apuntes de psicología (estructuras de conciencia, págs. 287-301). Editorial Betha Hydri, Cochabamba, Bolivia, 2012.
[8] AMANN, Luis: Autoliberación. Plaza y Valdez, México, 1991. El Centro de Estudios Humanistas Nueva Civilización ofrece el curso vivencial completo (contacto: javierzorrilla90@gmail.com).
[9] Para una mayor comprensión de los estados de conciencia se puede leer Sentido del sinsentido y La mirada del sentido de Dario Ergas.
[10] El libro Vida después de la vida (1975) del psiquiatra Raymond Moody presenta 150 testimonios sobre lo que se siente al morir: a) una abrumadora sensación de paz y bienestar, incluida la ausencia de dolor; (b) la sensación de estar situado fuera del cuerpo físico; (c) sensación de flotar a la deriva o a través de la oscuridad, a veces descrita como un túnel; (d) toma de conciencia de una luz dorada; (e) encontrarse, y tal vez comunicarse, con un «ser de luz»; (f) tener una rápida sucesión de imágenes visuales de su pasado; (g) experimentar otro mundo de mucha belleza.
(https://es.wikipedia.org/wiki/Vida_despu%C3%A9s_de_la_vida)
[11] SILO: La mirada interna. En Humanizar la tierra, cap. XIII. Obras completas, volumen I. Magenta ediciones, Argentina, 1998.
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El autor es Miembro del Movimiento Humanista, se inspira en la obra de Silo desde hace 44 años. Es antropólogo, autor del libro Más allá de la psicoterapia y coautor de Tiempos de cambio, nuevos caminos. Ha sido profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú y de la Universidad del Pacífico. Actualmente es miembro del grupo que impulsa el Centro de Estudios Humanistas Nueva Civilización.