Por Chris Hedges, Nation of Change
En el invierno de 1941, un enterrador judío de Chelmo, la provincia occidental de Polonia, apareció en Varsovia y desesperadamente buscó reunirse con los líderes judíos.
Les dijo que los nazis estaban juntando a los judíos, incluyendo ancianos, mujeres y niños, y forzándolos a entrar lo que parecían ómnibus sellados prolijamente. Los ómnibus tenían los caños de escape redirigidos hacia dentro de las cabinas. Los judíos eran matados con monóxido de carbono. Él había ayudado a cavar las tumbas colectivas para miles de cadáveres hasta que escapó.
En camino a Varsovia, había ido de aldea en aldea frenéticamente avisando a los judíos. Muchos judíos, tanto en las aldeas como en Varsovia, oyeron su testimonio del horror y lo descalificaron.
Un puñado de oyentes, de todas maneras, incluida Zivia Lubetkin, quien dos años más tarde ayudaría a liderar el levantamiento de 500 combatientes judíos armados en el Ghetto de Varsovia, instantáneamente entendieron los objetivos últimos del estado nazi.
“No sé cómo compartimos intuitivamente la misma horrible convicción de que la aniquilación total de todas las comunidades judías en la Europa ocupada por los nazis estaba a la mano”, escribió ella en su memoria, “En los días de destrucción y revuelta.”
Ella y un puñado de jóvenes activistas comenzaron a planear la revuelta.
Desde ese momento en adelante, vivieron una realidad paralela.
“Caminábamos por las calles superpobladas del Ghetto de Varsovia, cientos de miles de personas empujándose y corriendo de un lado a otro con miedo, agresivos y tensos, viviendo la ilusión de que estaban peleando por sus vidas, su magra subsistencia, pero, en realidad, cuando cerrabas tus ojos podías ver que estaban todos muertos…”
El liderazgo institucional judío advirtió a los combatientes de la resistencia que desistieran, diciéndoles que trabajaran dentro de los parámetros establecidos por los ocupantes nazis. Las caras de los líderes judíos institucionales, cuando fueron informados de los planes para combatir, escribe, “se volvieron pálidos, o de un temor súbito o de furia ante nuestra audacia. Estaban furiosos, Nos reprocharon por sembrar irresponsablemente las semillas de la desesperación y la confusión entre la gente, por nuestra impertinencia por siquiera pensar en la resistencia armada.”
El problema más grande que enfrentó el movimiento clandestino, escribe, fue “la falsa esperanza, la gran ilusión”. La tarea primaria del movimiento fue destruir esas ilusiones. Sólo cuando la verdad se supiera podría ser posible una amplia resistencia.
Los objetivos del estado corporativo son, dado el colapso inminente del ecosistema, tan mortíferos o quizás más aún, como los actos de genocidio masivo que realizaron los nazis o la Unión Soviética estalinista.
El alcance y la efectividad de la propaganda corporativa empequeñece el enorme esfuerzo que se tomaron Adolfo Hitler y Stalin.
Las películas de engaño son sofisticadas y efectivas. Las noticias son propaganda estatal. Los espectáculos elaborados y las formas de entretenimiento, todas las cuales ignoran la realidad o pretenden que la ficción de la libertad y el progreso es real, distrae a las masas.
La educación es adoctrinamiento. Falsos intelectuales, junto con tecnócratas y especialistas, que obedecen la doctrina estatal neoliberal e imperial, usan sus credenciales académicas y su erudición para engañar al público.
Las promesas hechas por el estado corporativo y sus líderes políticos –recuperaremos sus trabajos, protegeremos su privacidad y sus libertades civiles, reconstruiremos la infraestructura de la nación, salvaremos el medio ambiente, los protegeremos de ser explotados por los bancos y las corporaciones predadoras, les daremos seguridad, proveeremos un futuro para sus hijos- son lo opuesto de la realidad.
La pérdida de la privacidad, el monitoreo constante de la ciudadanía, el uso de policías militarizadas para llevar adelante actos indiscriminados de violencia mortal –una realidad cotidiana en las comunidades marginales- y la conducción implacable para hundir a tanto como dos tercios del país en la pobreza para enriquecer una pequeña elite corporativa, junto con la psicosis de la guerra permanente, presagia una distopia que será tan severa como los sistemas totalitarios que mandaron decenas de millones a la muerte durante el reinado del fascismo y el comunismo.
Ya no hay más voluntad del estado corporativo para reformar o acomodar las necesidades y derechos de los ciudadanos, que la que hubo para acomodar las necesidades y derechos de los judíos en la Polonia ocupada por los nazis. Pero hasta el último momento, esta realidad será escondida detrás de la retórica vacía de la democracia y la reforma. Los regímenes represivos gradualmente instituirán formas más rigurosas de control mientras niegan sus intenciones. Para cuando la población cautiva entienda lo que está pasando, será demasiado tarde.
Las elaboradas tretas montadas por los nazis que mantuvieron pasivos a los judíos y otros programados para el exterminio, hasta que llegaron a las puertas de las cámaras de gas, usualmente decoradas con una gran Estrella de David, son legendarias. A aquellos que eran llevados a los campos de exterminio se les decía que iban a trabajar. Rampas de descarga en Treblinka fueron construidas para que pareciera como una estación de tren, con horarios prefabricados pegados en las paredes, un falso reloj y una falsa ventanilla de venta de pasajes. Los músicos del campo tocaban. Los más viejos y desvalidos eran escoltados desde los vagones de ganado a un edificio llamado enfermería, con el símbolo de la Cruz Roja, antes de ser matados en la parte de atrás con un tiro en la cabeza. Hombres, mujeres y niños que morirían en las cámaras de gas en la hora siguiente, recibían comprobantes por sus ropas y objetos de valor.
“Los alemanes eran bastante corteses cuando llevaban a la gente para ser masacrada”, apunta ácidamente Lubetkin.
Los judíos en los ghettos, esperando la deportación a los campos de la muerte, estaban divididos entre aquellos que trabajaban para los nazis y así tenían ciertos privilegios, y aquellos que no lo hacían. Esta división enfrentaba efectivamente a ambos grupos, unos contra otros, hasta las deportaciones finales. Y colaborando con los asesinos, con la vana esperanza de ser perdonados, estaban los mismos judíos, organizados en concejos judíos o Judenrat, y conformando unidades de policía judía, junto con los que Lubetkin llama “sus compinches, los espectadores y beneficiarios, los contrabandistas”.
En los campos de la muerte, los judíos, para mantenerse vivos un poco más, trabajaban en los crematorios como sonderkommandos. Siempre hay entre los oprimidos aquellos que están dispuestos a vender a su vecino por unas migas más de pan. Cuando la vida se vuelve desesperada la elección es frecuentemente entre la colaboración y la muerte.
Nuestros patrones corporativos saben lo que está viniendo. Ellos saben que el ecosistema se derrumba, mientras los disloques financieros crean nuevos derrumbes financieros globales, mientras los recursos naturales están siendo envenenados o agotados, la desesperación dará lugar al pánico y la furia.
Ellos saben que las ciudades costeras serán cubiertas por los niveles crecientes del mar, las cosechas caerán en picada, las elevadas temperaturas convertirán a regiones enteras del planeta en inhabitables, los océanos se convertirán en zonas muertas, cientos de millones de refugiados huirán desesperados y complejas estructuras de gobierno y organización se derrumbarán.
Ellos saben que se desmoronará la legitimidad del poder corporativo y el neoliberalismo –una ideología tan potente y utópica como el fascismo y el comunismo. El objetivo es mantenernos atontados y desmovilizados todo lo que se pueda.
El estado corporativo, operando un sistema al que Sheldon Wolin se refirió como “totalitarismo invertido”, invierte tremendas sumas –cinco mil millones de dólares en la actual elección presidencial solamente- para asegurar que no veamos sus intenciones o nuestra última encerrona.
Estos sistemas de propaganda juegan con nuestras emociones y deseos. Nos hacen confundir cómo nos han hecho sentir el conocimiento. Nos hacen identificar con la personalidad prefabricada del candidato político. Millones lloraron la muerte de Josef Stalin, incluyendo muchos que habían sido prisioneros en sus gulags. Hay un anhelo poderoso de creer en la naturaleza paternal del poder despótico.
Hay grietas en el edificio. La pérdida de fe en el neoliberalismo ha estado movilizando la fuerza en las insurgencias en los partidos Republicano y Demócrata. Donald Trump y Hillary Clinton, por supuesto, no harán nada para detener el asalto corporativo. No habrá ninguna reforma. Los sistemas totalitarios no son racionales. Sólo habrá formas más duras de represión y sistemas más penetrantes de adoctrinamiento y propaganda. Las voces de los disidentes, ahora marginalizadas, serán silenciadas.
Es tiempo de pararse fuera del sistema. Esto significa organizar grupos, incluyendo partidos políticos, que son independientes de las maquinarias políticas corporativas que controlan los republicanos y demócratas.
Esto significa realizar actos de desobediencia civil sostenida. Esto significa perturbación.
Nuestra resistencia tiene que ser no violenta. Los judíos en el Ghetto de Varsovia, condenados a una muerte inminente y separados de un pueblo polaco empapado de antisemitismo, no tenía esperanza de apelar al estado nazi ni a la mayoría de los polacos.
Pero todavía tenemos opciones. Muchos que trabajan en las estructuras de la clase dirigente entienden la corrupción y la deshonestidad del poder corporativo. Debemos apelar a su conciencia. Debemos difundir la verdad.
Nos queda poco tiempo. El cambio climático, aún si hoy detuviéramos todas las emisiones de carbono, traerá temperaturas crecientes, caos, inestabilidad y colapso de sistemas en gran parte del planeta.
Esperemos que nunca tengamos que hacer la opción dura como hizo la mayoría de los combatientes del ghetto, sobre cómo hemos de morir. Si fallamos en actuar, de todos modos, esta elección algún día definirá nuestro futuro como definió el de ellos.
Traducido por Néstor Tato