Por Manuel Acuña Asenjo
Comentando un libro interesante.
El 19 del presente presentó Mónica Echeverría su último libro ‘Háganme callar’, obra interesante, destinada a resolver algunos interrogantes acerca del comportamiento de un grupo de personas que conoció en la época en que Fernando Castillo, su marido, se desempeñaba como rector de la Universidad Católica. Para la escritora resulta sorprendente descubrir a personas que quisieron una vez cambiarlo todo y, sin embargo, se desempeñan hoy no sólo como prósperos empresarios sino, además, como políticos que han entregado todos sus esfuerzos al afianzamiento y desarrollo sin trabas del modelo dictatorial de sociedad. Más grave aún resulta entender que, en ese empeño, algunos hasta han teñido sus manos con la sangre de compatriotas que no vacilaron en ofrendar sus vidas por la construcción de una sociedad mejor.
Comentando dicho libro en el Aula Magna de la Universidad de Chile, señaló Carlos Hunneus que, a juicio suyo, la causa de dicho comportamiento se encontraría en el exacerbado narcisismo de esos sujetos, la inmensa mayoría de los cuales pertenecieron al MAPU, organización política nacida de la fusión de varios grupos de jóvenes descontentos en las postrimerías del gobierno de Eduardo Frei Montalva.
Mónica Echeverría, no obstante, intenta explicarse las causas de ese comportamiento analizando, antes de todo, la extracción de clase de esos sujetos, y así comenta:
“Comienzo, por lo tanto —como lo hice con mi propia biografía—, con sus infancias, y de inmediato me percato que ninguno de ellos nació en una cuna de oro como la mía, ni cuentan con ancestros pertenecientes a la ‘aristocracia’. Sus orígenes, con excepción de Brunner, que es hijo de padres acomodados de origen alemán, son modestos. Una clase media baja, sin graves dificultades económicas; así crecieron la mayoría de estos niños y luego adolescentes. Distinto fue el caso de Tironi, que vivió privaciones”.
Y, pocas páginas más adelante, vuelve a repetir:
“Como comenté anteriormente, todos ellos, los conversos a que me refiero, son de una clase media baja, con excepción de Brunner de origen alemán, que proviene de una clase acomodada de intelectuales de buen pasar aunque lejana a la oligarquía ostentosa de ese entonces. No obstante, todos parecen satisfechos de su niñez, pues nunca pasaron hambre y, la mayoría, son hijos de matrimonios estables, de buena convivencia, con la excepción de Eugenio Tironi”.
Permítasenos coincidir en algunos aspectos con Mónica. En 2002, cuando pudimos editar la obra ‘In Memoriam’, destinada a honrar la memoria de nuestro amigo y compañero Rodrigo Ambrosio, me hice cargo de esos interrogantes intentando, como ella, buscar una explicación; más tarde, en la segunda edición de ese libro pude desarrollar el tema un poco más latamente. Como la escritora en comento, también nos aventuramos en el difícil territorio de las clases sociales para encontrar una explicación a esa conducta y así señalamos, al respecto:
“La ex dirigencia del MAPU, contrariamente a lo que se supone, no provenía de los sectores de la gran burguesía. No eran vástagos de familias propietarias de las grandes industrias, bancos o establecimientos comerciales; tampoco hijos de grandes inversionistas extranjeros. Si bien algunos de ellos estaban vinculados a lo que se ha dado en denominar ‘aristocracia castellano-vasca’ (por regla general, los apellidos con doble ‘erre’, apreciados en Chile, mirados con desconfianza en España por su origen vasco) o a una suerte de ‘nobleza criolla’ empobrecida, fuertemente asimilada en lo económico a la ‘clase media’, la mayoría de ellos descendía de profesionales o personas que vendían su fuerza de trabajo a empresas privadas, mixtas o públicas. En efecto: la generalidad de esos sujetos no era ‘clase alta’ sino, por una parte, hijos de funcionarios de rentas elevadas, empleados de algunos de los ‘poderes’ del Estado, ex oficialidad de las Fuerzas Armadas, ex diplomáticos, ex políticos (ex ministros, ex embajadores, ex subsecretarios y demás burocracia estatal), con grandes aspiraciones, fuertes tendencias arribistas y mucha frustración. Por otra, hijos de empleados u obreros a quienes sus progenitores les inculcaron la idea de no reproducir en su descendencia la condición social que ellos llevaron. Por regla general, vendedores de fuerza o capacidad de trabajo con grandes aspiraciones a ser reconocidos parte de alguna de las fracciones de clase burguesas”.
Buscando explicaciones a un fenómeno conductual.
La extracción de clase juega, a no dudarlo, un rol en las conductas arribistas de gran parte de la sociedad. Pero en ese cometido intervienen, además, otros factores. Porque no existe la o una causa sino muchas que concurren para construir una forma de actuar, para entregar una manera de proceder. Por lo mismo, no incurre en error alguno Carlos Hunneus cuando señala al ‘narcisismo’ como un fenómeno al cual es necesario prestarle la atención debida; pero también existen otros rasgos de la personalidad que es imposible ignorar como lo es el ‘autoritarismo’; lo mismo puede decirse del desequilibrio entre esas tendencias a las cuales hace mención en sus obras Arthur Koestler que son la autoafirmante y la integradora. Todas esas anomalías y muchas otras más se encuentran presentes en la conducta de quienes viven dentro de una sociedad determinada definiendo los caracteres tanto individual como social de los individuos, y no es posible ignorarlas. Sin embargo, eso requiere de un trabajo que excede los márgenes de un artículo como el presente.
Más importante nos ha parecido, a riesgo de contradecir a nuestra escritora, encontrar una respuesta al fenómeno mismo de la conversión. Es decir, intentar definir si verdaderamente esos sujetos que aparecen en el carácter de conversos se convirtieron o no. En palabras más simples: si siempre fueron lo que hoy son o si cambiaron en el transcurso del tiempo su manera de ser.
¿Cambian los sujetos en el transcurso de la vida?
En el libro que dedicáramos a la memoria de nuestro amigo y compañero Rodrigo Ambrosio, afirmamos nosotros que con los llamados conversos se nos presenta un panorama similar al que nos entrega el amanecer o el atardecer cuando suponemos que el sol se levanta o se ‘pone’ y olvidamos el movimiento rotatorio de la tierra.
Porque si bien es cierto que tanto el carácter individual como el social se forman en el transcurso de la vida, no es menos cierto que gran parte del acervo que llevamos en nuestro interior se adquiere en los períodos de la niñez y de la adolescencia. Y esos rasgos raramente se alteran, circunstancia que es empíricamente comprobable. Para quienes conocimos a esos sujetos que hoy aparecen como conversos nos resulta difícil aceptar que hayan cambiado pues ya en sus años de militancia revolucionaria mostraban sin rubor sus rasgos dominadores, sus ansias de mando, su autoritarismo manifiesto. Esta afirmación es tan cierta que la propia ministra de Educación, Adriana Delpiano, ex militante MAPU, no vaciló en reconocerlo, en cierta oportunidad:
“Nosotros nacimos con un compromiso social y también voluntad de poder. Siempre se valoró en el MAPU, particularmente en el MOC, la idea de gobierno y del aparato del Estado, muy válido para producir los cambios”.
La conversión puede ocurrir, sin lugar a dudas, pero raramente va a transformar a un individuo competitivo en un cooperador o viceversa; e, incluso, a un individuo que posee carácter anal en un sujeto desprendido. Sostenemos nosotros, en consecuencia, que los sujetos de marras no son tales conversos sino personas que siempre fueron así. Porque, si bien es cierto la generalidad de los jóvenes de esos años tenía aspiraciones de cambio, no a todos les acometían tendencias o visiones ‘humanistas’. Por el contrario, muchos de ellos creían que, situándose arriba, en el gobierno de la nación, y reemplazando a los que gobernaban, llegaba una ‘izquierda’ que resolvería de una vez por todos los problemas de las clases empobrecidas. Tras esa concepción, celestial sin duda alguna, subyacía la mantención de una estructura clases en donde se persistía en la necesidad de estatuir dirigentes y dirigidos, sujetos que estaban destinados a gobernar a quienes tenían por misión ser gobernados, personajes que debían estar arriba de quienes estarían abajo. Y estas ideas eran bastante manifiestas en el comportamiento de los dirigentes.
Como ya lo hemos señalado, la generalidad de ellos eran de carácter ‘autoritario’, gozaban en el ejercicio del mando o del poder al extremo de manifestar comportamientos abiertamente patológicos.
Muchos de nosotros nos preguntamos hoy qué hubiere sido de los verdaderos revolucionarios si esta ‘elite’ hubiere accedido al mando de la nación y no hubiere habido golpe de Estado. ¿Hubiere Chile tenido un nuevo Pol Pot en esos individuos? ¿Un nuevo Stalin? Porque en el fragor de las luchas sociales es difícil descubrir anomalías psíquicas en la dirigencia. La actividad política impide, a menudo, descubrir al sujeto anómalo. Por lo demás, la anormalidad cuando es generalizada se transforma en normalidad; entonces, el sujeto normal pasa a ser anormal, en tanto el verdaderamente anormal se presenta como normal. Herbert George Wells nos entrega una descripción maravillosa de este fenómeno en su cuento ‘The country of the blind” cuando el joven Bogotá llega a una comarca donde todos sus habitantes no tienen ojos y se sorprenden cuando pueden palpar en el rostro del joven ciertas protuberancias cuya utilidad no aciertan a comprender. El diálogo entre el doctor y uno de los lugareños (el viejo Yacob) es revelador de esa visión de contrastes.
“Esto ―añadió el doctor, contestando a su propia pregunta― Estas cosas extrañas que se llaman ojos,y que existen para hacer en la cara unas agradables y suaves depresiones, en el caso de Bogotá están enfermos de tal suerte, que afectan al cerebro. Están muy distendidos, tienen pestañas, los párpados se le mueven y, en consecuencia, su cerebro está en un estado constante de irritación y distracción.
―¿Si?―preguntó el viejo Yacob―. ¿Si?―
―Y creo que puedo decir con bastante certeza que, para curarlo por completo, todo lo que tenemos que hacer es una fácil y sencilla operación quirúrgica, a saber: quitarle esos cuerpos irritantes”.
Una historia escrita por ‘marranos’.
Las sociedades verticales se definen por su dirigencia; también sucede de esa manera con las organizaciones que son piramidales o jerárquicas. La historia, por consiguiente, no podría sino narrar los actos de quienes asumen los liderazgos, los dirigentes, los que mandan u ordenan. La historia de una sociedad vertical es la historia de su representación política. Aunque esa historia no refleje en modo alguno la verdad que hay tras la misma. Y aquí radica la extrema importancia que tiene para el conjunto social una historia escrita de esa manera.
El MAPU no sólo muestra con extraordinaria claridad esta verdadera lucha de clases entre los que mandan dentro de un partido y quienes no lo hacen, aún cuando hubieren sido mayorías sino, además, revela el rol de los historiadores que reproducen esa forma de dominación como la única verdad. Y es que para una sociedad vertical, las organizaciones son definidas por sus dirigentes actuales o históricos. En el caso del MAPU, éste siempre será definido por la que fue su dirigencia pues lo oficial anula lo no oficial aun cuando esto último sea más numeroso e indiciario que aquello. Así ha sucedido en el pasado; así ha de suceder en el futuro si los cambios no se hacen presentes. Incluso, las historiadoras e historiadores, con el respaldo de las universidades, insistirán constantemente en escribir la historia basada en la legitimidad de su dirigencia o representación, desoyendo toda posibilidad de atender a voces disidentes. Y es que tanto la sociedad como sus instituciones y organizaciones están estructuradas verticalmente (entre ellas las universidades). Instituciones organizadas de esa manera jamás podrá entender ni concebir a aquellas organizadas horizontalmente. El efecto es determinado por la causa.
Podemos comprobar algunos de esas afirmaciones recordando que, en la guerra interna de 1891 habida en nuestra nación sólo se recuerda la muerte del presidente Balmaceda, pero los gritos de los que fueron fusilados en la calles de gran parte de las ciudades de Chile por la turba antibalmacedista enardecida no son narrados en los libros de historia. Ni tampoco los saqueos ni los incendios. No ha ocurrido de manera diferente con los que entregaron su vida en las protestas que comenzaron en 1983 contra la dictadura. Las clases dominadas jamás escriben la historia.
Así, pues, cuando se habla del MAPU, la historia oficial nos marca a todos los que militamos en esa organización, aún cuando no hayamos participado en las acciones reprochables que otros realizaron. El estigma de la pertenencia a esa organización nos persigue siempre. Y puesto que las ideas de las clases dominantes son las ideas de las clases dominadas, las alusiones vienen tanto de los sectores populares como de los empresariales. La historia oficial del MAPU jamás será, para los historiadores, la historia de sus humildes militantes y de sus mártires sino la de quienes ejercen o han ejercido, dentro de esa organización, su poder material. Y puesto que quienes lo hicieron han sido catalogados de corruptos, todos los que militamos en esa organización heredamos el estigma del soborno, de la corrupción y de la traición que arrastra nuestra ‘clase dominante’. Pero esa no es la historia real de todos nosotros. Y esa es una de las tareas que debemos realizar: hacernos escuchar, gritar nuestra verdad.
No deja de ser irónico, pues, que estas reflexiones se nos hayan venido a la cabeza a propósito del libro de Mónica Echeverría, presentado un 19 de mayo de 2016 para referirse en gran medida a personajes que emigraron del MAPU al empresariado. El MAPU fue fundado, precisamente, un día 19 de mayo pero de 1969; tres años más tarde y en esa misma fecha, en un inexplicable accidente automovilístico, fallecería su constructor, nuestro buen amigo y compañero José Rodrigo Ambrosio Brieva.