En 2010, el ejército estadounidense detuvo a una de sus analistas de inteligencia por filtrar documentos clasificados sobre las guerras de Irak y Afganistán a Wikileaks; hoy cumple una condena de 35 años de prisión. «Me llevaron a un solitario agujero negro de confinamiento. Dos semanas después empecé a pensar en suicidarme», recuerda.
Por Chelsea Manning para TheGuardian
Poco después de llegar a una improvisada cárcel militar, en el campamento de Arifjan en Kuwait en mayo de 2010, me llevaron a un solitario agujero negro de confinamiento en el primer momento. Dos semanas después, empecé a pensar en suicidarme.
Después de un mes bajo el sistema de ‘vigilancia suicida’, fui transferida de vuelta a Estados Unidos a una diminuta celda –de unos 2 x 2,5 metros– en un lugar que me atormentará el resto de mi vida: el US Marine Corps Brig en Quantico, Virginia. Estuve retenida allí alrededor de nueve meses bajo el régimen de «prevención de lesiones», una designación que el Cuerpo de Marines y la Armada usó para aplicarme unas condiciones extremas de restrictiva soledad sin autorización psiquiátrica.
Durante 17 horas al día, estuve sentada frente a dos guardias de la marina que tomaban asiento detrás de un espejo unidireccional. No se me permitía recostarme. No se me permitía apoyar la espalda en la pared de la celda. No se me permitía hacer ejercicio. A veces, para no volverme loca, me ponía de pie, o bailaba, porque «bailar» no se consideraba ejercicio para los guardas.
Para pasar el tiempo, contaba los cientos de agujeros entre las barras metálicas de una rejilla que había delante de mi celda vacía. Mi ojos seguían los huecos de los bloques de la pared. Miraba los rugosos patrones y las manchas sobre el suelo de hormigón –incluida una que parecía una caricatura de un alien gris, con grandes ojos negros y sin boca que fue popular en los años 90. Podía oír el goteo de una cañería rota en algún lugar del final del pasillo. Escuchaba el frágil zumbido de las luces fluorescentes.
Durante breves periodos, cada dos días, tres guardas me escoltaban a una cancha de baloncesto vacía. Allí estaba esposada y caminaba en círculos o en ‘ochos’ durante unos 20 minutos. No se me permitía quedarme quieta, si lo hacía, me llevaban de vuelta a la celda.
Solo se me permitían un par de horas de visitas cada mes para ver a mis amigos, familiares y abogados. Siempre separados por un cristal grueso en una pequeña habitación de poco más de 1 x 2 metros. Mis manos y mis pies estaban encadenados todo el tiempo. Los agentes federales instalaron equipos de grabación para controlar mis conversaciones, excepto las que mantenía con mis abogados.
El relator especial sobre la tortura de la ONU, Juan Méndez, condenó la forma en que me trataron por ser «cruel, inhumana y degradante». Criticó el «excesivo y prolongado aislamiento» al que me expusieron durante ese tiempo. Sin embargo, no paró ahí. En la introducción de la edición española de 2014 del Libro de Referencia sobre Aislamiento Solitario, escrito por el propio Méndez, se opone enérgicamente a cualquier tipo de confinamiento en solitario por más de 15 días.
«El aislamiento prolongado plantea problemas especiales, el riesgo de causar daños graves o irreparables para la persona aumenta cuanto más prolongado sea el aislamiento o mayor sea la incertidumbre de su duración. En mis intervenciones públicas sobre este tema, he definido el aislamiento solitario prolongado como todo periodo de aislamiento que supere los 15 días. Esta definición refleja el hecho de que la mayoría de estudios científicos indican que después de 15 días de aislamiento se manifiestan cambios en el funcionamiento cerebral y los efectos psicológicos nocivos pueden ser irreversibles».
Lamentablemente, condiciones similares a las que yo experimenté entre los años 2010 y 2011 no son desconocidas para los estimados 80.000 o 100.000 reclusos retenidos en esas mismas condiciones en todo Estados Unidos cada día.
Durante mi confinamiento en Quatico, la conciencia pública sobre el aislamiento solitario ha mejorado en cuanto a magnitud. La gente que compone el espectro político –incluidos algunos que nunca han estado confinados o que no conocen a nadie que lo haya estado– empiezan a preguntarse si esta práctica es moral o ética. En junio de 2015, el juez del Tribunal Supremo, Anthony Kennedy, dijo que el sistema penitenciario era «ignorante» e «incomprendido», asegurando que daría la bienvenida a un caso que pudiera permitir al Tribunal aclarar si el aislamiento prolongado es cruel o extraordinario bajo la constitución de Estados Unidos.
La evidencia es tan arrolladora que debería considerarse de esta manera: el régimen de aislamiento en Estados Unidos es arbitrario, abusivo e innecesario en muchas situaciones. Es cruel, degradante e inhumano, y es efectivamente una tortura «sin contacto». Deberíamos poner fin a esta práctica rápidamente y completamente.
Traducido por Cristina Armunia Berges