«Hacer escudo a los murmuradores que ninguna cosa perdonan»
Miguel de Cervantes Saavedra
Quizás usted no se acuerde o es muy joven y nadie se lo contó. Hubo un tiempo en el que hasta se neologizó un verbo. Y todo porque el tipo recibía gente en su domicilio, que era algo así como la sede central de cuanta conspiración se preparaba. El general Rosendo Fraga, de él se trata, tuvo el triste honor de imponer en el lenguaje, primero periodístico y luego cotidiano (o al revés, vaya uno a saber), el término «fragote» y su derivación verbal «fragotear».
Lo padeció Arturo Frondizi a quien los milicos le entraban por todos lados hasta que lo mandaron de vacaciones forzadas a Martín García. Lo padeció también don Arturo Illia, distraído en atajar penales de las multinacionales de los medicamentos y los aprietes del Rockefeller de turno y su Chase Manhattan Bank, mientras el peronismo seguía proscripto y los medios agitaban palomas y tortugas sobre su imagen bucólica de médico cordobés de Cruz del Eje.
La cuestión es que la historia argentina siempre le dio su lugarcito a un Fraga. En el siglo XIX, Rosendo María que, además de militar fue estanciero, como corresponde a la estirpe de los terratenientes genocidas y ladrones. En el XX, el conspirador de marras que, de paso, enriqueció el lunfardo. Y en este que vamos transitando a caballo de la timba internacional y sus virreyes vernáculos, dos. Un Fraga dizque politólogo, opinólogo y con mentón prominente cuasi similar al de César Pueyrredón, el cantante muy banana. Y otro, Fraga por parte de la madre que lo parió, un simple Javier González que agregó el apellido ilustrísimo para darse prosapia y poder así cometer procacidades conceptuales y pragmáticas. De estas últimas es famoso el récord de ser un argentino que llevó a la bancarrota a una fábrica de dulce de leche. No cualquiera ornamenta su Curriculum Vitae con un logro así. De las conceptuales vivimos estos días.
«Le hicieron creer a un empleado medio con un salario medio que podía comprar un auto, un plasma, un celular, viajar y que eso era normal», declaró. Por supuesto, estamos esperando que diga que lo sacaron de contexto, latiguillo siempre a mano del hipócrita aludido. Así son, desde tiempos remotos, los dueños de la Argentina. Además de considerar normal la mal llamada Conquista del Desierto y la genuflexión ante el mandamás de turno y la violación de los cuerpos femeninos hasta matarlos y la renta por sobre la vida y la explotación y la servidumbre y el derecho de pernada y la plusvalía y el trabajo infantil y la evasión impositiva y la censura previa, concomitante y posterior y tantas obscenidades más, además ahora tienen el descaro de imponernos el canon de la normalidad.
Pero lo dramático, lo que provoca esa mezcla de indignación y perplejidad, es que nosotros naturalicemos ese canon como lo normal. Que nos resbale o que, en el mejor de los casos, nos insubordine la retórica y vamos a una tanda y volvemos con el siguiente tema.
La historia de las luchas populares nos cuenta que, por mucho menos, los adoquines y las piedras en manos callosas eran flores revolucionarias e incendiaban el cielo. Es que ya casi no se escucha cantar aquello de «que los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda» como entonaban los derrotados milicianos españoles. Tal vez por eso.