«Que la tierra es nuestra, tuya y de aquél.
De Pedro, María, de Juan y José»
Daniel Viglietti
Pensó que no era posible. No tanto. Pero salió de su casa como cada día laboral. Pasó a buscar a Juan, su vecino, como cada día laboral. Caminaron hasta la parada del colectivo y se intercambiaron las novedades hogareñas. Y un cigarrillo de Pedro a Juan. Y fuego de Juan a Pedro.
Durante el desayuno, café negro con pan casero y ese dulce de peras insuperable que hacía María, escucharon la radio. El aumento de la tarifa de la luz lo dejó un poco más liviano. Se sintió raro porque lo habitual era que con cada comida la pesadez lo acompañaba un rato largo. Es más, el síntoma lo tenía anotado para comentárselo a Marcelo, el médico de la repartición y su amigo de la infancia. Esa sensación de liviandad, como si perdiera peso con cada noticia que recibían en los últimos días, se profundizó al subir al colectivo. Pagaron el doble que la semana pasada.
Cuando se bajaron, en la misma esquina de siempre, un brazo se le levantó solo transgrediendo la ley de gravedad. Se sonrió para disimular la sorpresa. Se sintió torpe. Miró a su amigo, pero Juan no percibió su incredulidad, esa situación incómoda y nueva.
Al llegar a la puerta del edificio en el que estaba la oficina que lo recibía desde hacía dieciocho años notó mucha más gente de lo habitual. Vio, al ir acercándose, a Clarisa con su panza de siete meses de embarazo llorar desconsolada en brazos de Mariela. Su otro brazo empezó a elevarse sin que lo pudiese evitar. Mariela le explicó. Clarisa estaba en la lista. ¿Qué lista?, dijeron a la vez Pedro y Juan. Éste más pálido. Pedro más liviano, casi levitando.
Se arrimaron, tímidos, preocupados, recelosos. Personal de seguridad de una empresa privada, uniformados y burocráticos, buscaron sus nombres y apellidos en la lista. Figuraban. Así, sin agregado alguno, sin una explicación, sin anestesia.
Pedro comenzó a elevarse. Veía los techos de los edificios, primero los más bajos, pero después empezó a reconocer los lugares típicos, los de su ciudad. Y sintió un estremecimiento único, intransferible e inexplicable, una ráfaga de viento, un rayo de luz imposible. Como en aquel libro de Kafka que le prestó Juan y que leyó en voz alta a María, Pedro se convirtió en otro ser. Ya no en una cucaracha o en ese animal ignoto de aquella lectura.
Se miró las alas, se descubrió los colores y aleteó. Probó volar y pudo. Allá contra el piso de la plaza le pareció ver un grupo humano, pero no podía distinguirlo. Si mujeres, si hombres, si ambos. Se impulsó hacia abajo y vio.
Eran una viejas, canosas, con bastones y otras en sillas de ruedas. Todas tenían un pañuelo anudado en su cabeza. Aleteó feliz hacia ellas y se posó en la cabeza de la más arrugada, la más anciana, la que eligió por intuición como la más dolida.
Esto se lo contó el nieto mayor al escritor que, desde el ataúd, creyó entender que el tal Pedro, mariposa ya, sobrevivió así al descalabro.