Por Marcelo Rioseco y Víctor San Martín
A mediados de marzo, Alberto Mayol y Javiera Araya publicaron en Chile un estudio llamado «¿Tienen los concursos Fondecyt un trasfondo político?». Los autores llegaron a la conclusión de que “los resultados del concurso Fondecyt no son neutros respecto a las condiciones políticas del país, estableciendo un sensible diagnóstico respecto a los criterios de ‘objetividad’ del concurso”.
Por supuesto, las respuestas a través de diferentes medios de comunicación no se hicieron esperar. Inmediatamente salieron voces criticando la “calidad científica” del estudio y la metodología empleada. Algunas de estas voces, como era lógico, provenían de personas relacionadas directamente con los beneficios entregados por Conicyt.
El problema es que las personas beneficiadas mediante este tipo de concursos son muy pocas en relación con el universo de académicos que, año a año, postulan con la expectativa (algo ingenua), de ser parte del grupo de los “elegidos”.
El problema es que este grupo de “elegidos” está conformado, en gran medida, por una elite endogámica y autocomplaciente, que no tiene ningún empacho en adjudicarse proyectos y acceder a los recursos públicos de Conicyt siendo parte activa de los equipos que tienen la responsabilidad de evaluar las propuestas que se presentan.
Evaluaciones que, por otro lado, ni siquiera cumplen estándares mínimos de transparencia e imparcialidad, desde el momento en que no son evaluaciones ciegas: los evaluadores conocen perfectamente la identidad de los autores de los proyectos. A su vez, los integrantes de los grupos de estudio de Conicyt conocen perfectamente la identidad de los autores de los proyectos y la identidad de los evaluadores encargados de emitir un juicio, puesto que son ellos quienes los designan.
¿Qué pasa si yo soy evaluador y califico mal un proyecto en el que participa un integrante de un grupo de estudio? ¿Volveré a ser considerado para evaluar? ¿Tendré posibilidades de ganar algún proyecto en el futuro? Sumado a todo esto, solo los integrantes de los grupos de estudio conocen y procesan los resultados de las evaluaciones. ¿Cómo es posible tener seguridad de que estos resultados no serán manipulados, una vez que los evaluadores los entregan? Ello solo constituye un acto de buena fe.
En este contexto, si nos centramos en el ámbito de las ciencias sociales, en la última década más de la mitad de los integrantes de los grupos de educación y sociología se han adjudicado proyectos Fondecyt, siendo parte activa de los grupos de estudio responsables de evaluar las propuestas que reciben.
Es decir, se adjudican proyectos siendo jueces y parte en el proceso, lo que en cualquier lugar el mundo, al menos, se considera una práctica irregular y poco ética. Obviamente, esta práctica tiene un impacto económico importante en los recursos que destina el Estado para el desarrollo de la investigación en nuestro país. Pero no solo eso. Tiene, además, un impacto político en las universidades en su conjunto, y también al interior de cada universidad.
Actualmente, formar parte de la “elite” de personas que pertenecen a los grupos de estudio o de los académicos que se adjudican proyectos en Conicyt, principalmente a través de su programa Fondecyt, constituye una distinción que da mucho poder en las universidades. Por ejemplo, para acreditarse en el área de la investigación, las universidades necesitan contar con este tipo de académicos en sus plantas.
Asimismo, la acreditación de los programas de posgrado está condicionada, más que a la posesión de los grados superiores, a la incorporación de investigadores con proyectos Conicyt, puesto que esto se conecta con el Aporte Fiscal Directo (AFD).
Por supuesto, hay instituciones que se han especializado en capturar, mantener e instalar personas en los círculos de Conicyt. La Pontificia Universidad Católica de Chile es el mejor ejemplo de este tipo de instituciones, y en tal sentido es interesante la afirmación de Mayol acerca de la supuesta “derechización” de la investigación: una investigación inocua y “obediente” a los intereses de grupo y a los intereses de clase.
Sin embargo, muchas otras universidades privadas, que funcionan con la lógica pragmática de las empresas, han sabido ganar un espacio en el “mercado” de la investigación. Tal vez, la hipótesis de Alberto Mayol y Javiera Araya ha surgido, precisamente, de la intuición de esta tendencia, que es una expresión clara de la ideología neoliberal en las universidades y que, en el caso de nuestro país, ha ido en franca expansión durante la última década.
Es entendible que algunos de estos críticos se sientan ofendidos por la “falta de rigor” del estudio que Mayol y Araya han publicado. Es comprensible que digan que trabajos así dañan la investigación en Chile y es esperable que sus reparos estén centrados en aspectos de forma y no de fondo. Mal que mal, muchos de estos señores han aprendido a escalar a través de un sistema de méritos parciales que otorga recursos y privilegios, y que está configurado para que solo unos pocos puedan beneficiarse, manejando un lenguaje especializado. Pero, sobre todo, perteneciendo a redes adecuadas y teniendo buenos contactos.
Sugerir, sin embargo, que trabajos como los de Mayol y Araya, u otros que se vienen publicando desde hace algún tiempo y que denuncian el mal funcionamiento de Conicyt, dañan la investigación científica en nuestro país, es ir demasiado lejos.
Cabe la pregunta: ¿dañan a la investigación o dañan la credibilidad de una institución que está funcionando en favor de ellos? Desde el punto de vista de la generación de conocimiento, en el ámbito de las ciencias sociales, ¿cuál es el aporte que estos investigadores han hecho o están haciendo? Aparte de publicar unos pocos artículos en algunas revistas indexadas que, en el caso de Chile, muchas veces, los incorporan a ellos mismos como editores (Pavez, 2015), ¿qué otro aporte llevan a cabo?
En educación, por ejemplo, ¿cuál fue la postura de estos expertos, antes, durante y después de la crisis del 2006 con los pingüinos y de los universitarios en el 2011?
La relevancia de sus investigaciones queda demostrada en el hecho de que ni siquiera Conicyt publica una lista actualizada con los títulos de sus trabajos. A través de su repositorio institucional (http://ri.conicyt.cl/575/channel.html), es posible acceder a información de los proyectos hasta el año 2011. Si se quiere tener información posterior a esa fecha, hay que solicitar los datos en el portal de Transparencia (http://www.portaltransparencia.cl/), esperar hasta un plazo máximo de 20 días hábiles y estar dispuesto a construir un verdadero puzle con la información proporcionada. Invitamos a los lectores a que revisen el repositorio y juzguen por su propia cuenta el alcance de los temas que se investigan, al menos, en el ámbito de las ciencias sociales y, especialmente, en educación.
Es cierto que la relevancia de los temas que se investigan en ciencias sociales y, específicamente en educación, a través de proyectos Fondecyt, podría estar relacionada con un trabajo académico dentro de las universidades y no constituirse como contenido de interés general.
En este sentido, sería interesante conocer hasta qué punto estas investigaciones convocan e interesan a otros académicos y estudiantes. En principio, ni siquiera poseen una gran difusión desde la perspectiva de la enseñanza, ya que muchos de los académicos que pertenecen al círculo de Conicyt entienden la docencia como una actividad de segunda clase, que les quita tiempo para su trabajo como investigadores, y las universidades suelen liberarlos de dar clases para que no se vayan a otra institución y se lleven la “marraqueta bajo el brazo”, es decir, él o los proyectos que tienen bajo su cargo.
En síntesis, compartimos con Alberto Mayol y Javiera Araya la tesis de que los resultados en los concursos de Fondecyt no son neutros, ni objetivos y están derechizados. No solamente porque estos proyectos se incorporen, cada vez más, en las universidades confesionales y privadas, sino porque se trata de un sistema diseñado desde una lógica neoliberal, en plena dictadura. Un sistema que, por una parte, entiende la generación de conocimiento como una actividad exclusiva de una elite y, por otra, asume que la investigación y la ciencia son bienes que dependen de la competencia y del mercado, tanto para producirlos como para consumirlos.
En sí misma, esta forma de entender la investigación y el conocimiento es, a lo menos, discutible y merece ser reflexionada. En su mejor versión, promueve la idea de la meritocracia. En el caso de Chile, en cambio, ni siquiera alcanza para eso: Fondecyt funciona como una agencia para repartir privilegios y recursos económicos, a través de procedimientos obscuros, que la mayoría de la gente desconoce.