Son ecuménicos y globales. Se reproducen según un código genético milenario. Hay especies o subespecies benignas y malignas. La lucha por su supervivencia es inagotable y, por ahora, van logrando zafar de la extinción. Aunque nunca se sabe, como dice mi amigo Luis cuando le pregunto si terminó de escribir su libro de poesía ya publicado.
Para infiltrarse en los hogares no piden audiencia y una vez que toman posesión de su hábitat comienza una lucha sin cuartel para defender la ocupación. No hay tregua ni protocolo válido que reglamente la batalla. Es a muerte. El último episodio que me tuvo de protagonista beligerante duró, vaya coincidencia, 22 minutos exactos. Ellos huyeron y, por lo tanto, mi victoria fue incompleta. No pude matarlos ni demostrarle al mundo, a mí mundo, que estábamos ya libres del peligro de sus contagios, sus mugres, sus infecciones y su asco. Por eso, mientras el combate estaba en su momento más frenético, no hubo sonrisas y si un fotógrafo, digamos un buen fotógrafo como el Coco o Sergio o Juan Pablo, hubiesen dejado testimonio gráfico de la tarea, mi rostro aparecería como si el día anterior la fiebre me hubiese dejado frente a frente con Durán Barba.
Me ocupo de investigar. Con sorpresa descubro que se incluyen algunos que no imaginaba. Las ardillas, por ejemplo, o los puercoespines. Animalitos mansos parece, salvo que uno los amenace o los ataque. Roedores simpáticos, personajes de documentales y dibujos animados. Recuerdo un grupo musical, «Las Ardillitas», que cantaban para que niños y niñas sufran con sus voces agudas, distorsionadas y ridículas y su fonética incomprensible. Pero supe de ratones, ratas, tamias, castores, hámsteres, jerbos, conejillos de Indias (y tan identificado que me sentí varias veces en la vida), lirones, marmotas, tuzas, ratas canguro (ideales para jugar a la rayuela, Cronopio querido) y ardillas voladoras africanas. En fin, estos animalitos de Dios, como dirían los creyentes y los Franciscos (el de Asís y el de Macrilandia), se volvieron bípedos en estos tiempos y en estos mapas en los que cohabitamos como si no pasara nada.
Y las ratas y ratones, los roedores de traje y glamour, tomaron el Poder por voluntad y elección de marmotas y ratas canguro, de lirones acunados por el canto mentiroso de predadores maquillados para brillar en cámara. Y, para nosotros, las potenciales víctimas de fiebre hemorrágica o leptospirosis por su culpa, el asunto es jodido, muy jodido.
Ante los hechos consumados sólo queda desratizar, pero cómo es la pregunta. Si yo desratizo mi hogar y siguen pululando en las casas vecinas, si cuando cruzo la calle en pleno centro de mi ciudad una de ellas pasa entre mis piernas sin inmutarse, si en los pasillos y los baños de las Casas de Gobierno se animan a confabular decretos y cesantías, si viajan a sedes santas y non sanctas y a reuniones bursátiles en aviones oficiales, si convocan a la prensa para justificar a sus tías, sus hijos y a las madres que los parió, entonces la campaña de fumigación no puede ser individual. Porque entonces ya no soy yo. O, más claro aún, yo soy nosotros o no soy nada.