Por Ilka Oliva Corado
El recuerdo más vívido que tengo de mi tío Romid es el de una Navidad que llegó a visitarnos a la zona 8 donde vivíamos en la capital guatemalteca. El tío Romid era el hermano mayor de mi Nanoj. La vecindad entera hacía fiesta y el baile era en el apartamento de una de las vecinas. No lo recuerdo con claridad pero yo tenía en ese tiempo seis o siete años de edad y le huía al baile, todos los niños de la vecindad bailaban menos yo. Recuerdo patente a mi tío Romid, alto, delgado, de ojos zarcos, rubio, con su típico par de botas vaqueras, su pantalón de lona, su sombrero y su camisa a cuadros. Se me escapa de la memoria si en aquella visita llevó machete pegado al cincho o pistola, siempre andaba con su pistola.
Yo estaba parada repesada en la pared viendo a todos bailar cuando se acercó mi tío y me tomó de la mano y me sacó a bailar, con todos me negaba a bailar pero con mi tío no pude, me embrujó aquel hombronazo hermoso y desde aquel instante el baile se volvió una de mis más tórridas pasiones. Aquellos vecinos del apartamento eran los únicos que tenían rocola y un cajón lleno de discos de acetato en los que se encontraban El Gran Combo de Puerto Rico, Fania All-Stars y El Súper Show de los Vásquez. Esa es la música que viene a mi memoria cuando pienso en aquella Navidad. Bailando La Cartera, en versión de El Súper Show de los Vásquez, las canciones Cuchupa y Don Goyo las pusieron como cinco veces y yo flotaba por los aires tomada de las manos de mi tío que barría el piso con sus botas vaqueras.
Mi tío Romid estaba casado, tenía cuatro hijos y como mi Nanoj también perdió la infancia a corta edad y se hizo hombre entre zacatales, cargas de leña, surcos de maíz, maicillo y frijol camagua. Iba junto a mi abuelo y mi mamá a cortar flor de algodón a la finca La Pangola, en La Gomera, Escuintla. Eran parte de las cuadrillas que salían de Jutiapa en camiones a trabajar a las fincas del sur del país por temporadas, cuenta mi mamá que dormían en galeras que solo tenían techo de lámina, aperchados como podían, hombres de un lado y mujeres del otro, sobre el suelo desnudo, y quien mejor estaba en economía llevaba su petate. Mi mamá no tuvo su primer par de zapatos hasta que cumplió 14 años, mi tío Romid se hizo hombre con sus pies descalzos. Yo trato de imaginarlos y me desmorono, me agobia el solo pensar en esa infancia de trabajo arduo, carencias, miseria y explotación.
Nos enteramos que mi tío en una de sus borracheras de cantina en Comapa había matado de un balazo a un amigo suyo de toda la vida, se habían ido juntos a la cantina y entre el calor de los tragos ambos sacaron las pistolas y quien disparó primero fue mi tío, se dio a la fuga. Mis papás lo convencieron que se entregara y lo acompañaron a la estación de policía en la capital, lo enviaron a una cárcel de Puerto Barrios a cumplir la condena. Murió allá cuando quiso fugarse después de haber cumplido la mayoría de la pena y solo le faltaban dos años para salir libre. En algún lugar del cementerio de Puerto Barrios están los restos de mi tío Romid. Dejó cuatro hijos huérfanos y una esposa viuda. Lo recuerdo así hombronazo hermoso que no pasaba los 35 años de edad. Crecí escuchando historias de vaqueros que mis tías y mi Nanoj contaban de sus hermanos, crecí imaginando a mis tíos dos héroes inquebrantables e insobornables. Dos bellezas de mi Jutiapa querida.
En nuestra infancia y adolescencia hizo falta una tía hermana de mi Nanoj, mi tía Marina, negra prieta azabache, con cuerpo de negra africana. Cuando recién nos mudamos a la capital emigró, trabajaba de empleada doméstica en la capital. De cuando en cuando llamaba por teléfono, es la penúltima de las crías de nía Juana y tío Lilo. Es ver a mi mamá solo que en negro, son dos gotas de agua que se llevan seis años de diferencia. Lo único que supimos es que se había ido al norte, yo odiaba ese norte porque me había quitado a muchos de mis amigos de infancia y también a mi tía. Ironías de la vida, en ese norte vivo actualmente.
Mi tía nos hizo falta en todo, en las reuniones familiares, en los cumpleaños, en los partos de sus hermanas, en los bautizos, en las peleas familiares, en todo. Sus hermanas tampoco estuvieron en sus partos, en los cumpleaños de sus hijos. En los días comunes de la convivencia familiar que son los que fortalecen los lazos emocionales. No convivimos con mis primos. La migración nos la quitó y ése es tiempo irrecuperable. Es un vacío que nadie más puede llenar. Lo mismo me sucede a mí, estoy viendo crecer a distancia a mi sobrina, debería ser yo la que le esté enseñando a jugar fútbol y a montar en bicicleta. Y no estoy ahí. No estuve en el parto de mi hermana menor. No estoy en el día a día. Soy una completa extraña para mis hermanos que dejé cuando estaban entrando a la adolescencia. Mi sobrina ha escuchado mi nombre pero no me conoce. Cuánto nos quita la migración que ni con todo el dinero del mundo se puede comprar, la convivencia familiar y el amor son invaluables. Cuando un miembro de una familia emigra es como si un jarrón de rompiera y aunque se peguen los pedacitos nunca queda igual. Así sucedió en nuestra familia con la emigración de mi tía Marina. Cuando mis tíos murieron nunca más volví a ver sonreír a mis abuelos, murieron junto a ellos. Y un poco de mis tías y de mi mamá también. Es como si les hubieran arrancado de tajo el corazón.
La tía andaba por los 25 años cuando emigró. Mientras yo estuve en Guatemala llegó a visitarnos dos veces desde México, ella cruzó hacia Estados Unidos y no le gustó, entonces se quedó a vivir en Tijuana con su esposo guatemalteco. Cuando ella emigró eran novios y la siguió hasta allá, tuvieron cuatro hijos en México. Pasaron los años y yo emigré justo como lo hizo ella, y un día de conversación telefónica hablando de añoranzas de pueblo y de vacíos existenciales salió a borbotones uno de los secretos mejor guardados de mi familia materna. Yo había escuchado que a mi tía, por ser negra, mi abuelita la había regalado con su mamá (mi bisabuela Mamita) porque mi abuela la agredía físicamente y la quemaba con pedazos de tizón al rojo vivo, no la soportaba por negra (tal como me sucedió a mí con mi mamá, y como le sucedió a mi tía Aidé, también hermana de mi Nanoj) no solo la agredía, también la dejaba sin comer como castigo. Mi tía tuvo una infancia infernal y al ver esto mi bisabuela le dijo a mi abuela que mejor se la diera y mi abuela se la regaló.
Mientras mi abuela vivía con sus hijos en Comapa que era el pueblo, la niña vivía con su abuela en una aldea, pero quería estudiar y mi bisabuela le alquiló un cuarto en el pueblo para que asistiera a la primaria, casualmente el cuarto estaba frente a la casa de mi abuela. Imagino el vacío y el dolor de mi tía viendo a sus hermanos con sus padres, y ella al otro lado de la cuadra viviendo sola en un cuarto siendo apenas una niña. Mamita subía todos los días y le llevaba comida. Mamita murió y la vida de mi tía se volvió más infernal aún, tuvo que regresar a vivir a casa de su mamá y las agresiones aumentaron. Mi tío Romid la agredió y la violó durante años y eso lo sabía toda la familia y no hicieron nada y lo callaron, mi tía a causa de las violaciones quedó embarazada. Para ese entonces mi mamá ya se había juntado con mi papá y vivíamos en la capital, se la llevó para allá y le consiguió trabajo de empleada doméstica, mi tía perdió el embarazo. A estas alturas no sé si lo perdió o abortó, pero si abortó la felicito y la apoyo tiene mi respaldo absoluto.
Al poco tiempo de haber llegado a la capital emigró. Tengo recuerdos vagos de ella en aquellos días, tenía su cabello afro y se peinaba hacia arriba con esos peines rastrillo. La recuerdo en una fotografía que tiene mi mamá, para ese tiempo con una blusa de seda color teal oscuro y un su pantalón blanco. Siempre que escucho la música del grupo Miramar viene a mi mente y un dolor profundo se retuerce en mi entraña, de negra, de mujer, de paria. Lo que quise estar frente a ella cuando escuché el estremecedor relato de su vida en Comapa, pero estaba a miles de kilómetros y por vía telefónica. Lloré en silencio mientras la escuchaba y se tambaleaba la imagen que tenía de mi abuelo materno, tío Lilo es el hombre del cual yo aprendí de integridad, de dignidad y a respetar mi palabra dada. Lo que sé de rectitud lo aprendí de mi abuelo campesino y analfabeta. Pienso en mi tío Romid y no logro asociar a aquel hombre hermoso y bailador con un violador.
Con la única que me atreví a hablar del asunto fue con mi mamá, ella me dijo que así es en los pueblos y que en aquellos años era peor. Con mis tías no me atrevo y mucho menos con mi abuela.
Pienso en mi tía y en los millones de niñas a las que se les arrebató y se les sigue arrebatando la inocencia y no logro reponerme de este insondable desconsuelo de estar viva, porque tal como lo dijera Carolina Vásquez Araya, “una niña violada ha perdido no solo su integridad física sino también el equilibrio emocional y, por ende, su capacidad de administrar sus emociones para llevar una vida saludable”. La vida ya no es la misma después de una violación, el alma se vuelve un sinfín de partículas, no hay piso firme donde poner los pies. Queda el estigma que se convierte en un infierno más y se respira con dificultad porque ya no se vive, si acaso lo que se trata es de sobrevivir.
No voy a sentenciar ni a apedrear a mis tías, ni a mi mamá, ni a mi abuela por la violación de mi tía, porque esto es un sistema patriarcal donde la violación como otras vejaciones son permitidas o vistas como normales porque la mujer sigue siendo catalogada como un ser inferior y sin derechos. Es decir; esto no solo lo vive una familia, sus raíces tienen siglos y se vive en todos los estrados de la sociedad. Siempre vienen miles de preguntas a mi cabeza, ¿qué haremos nosotros como sociedad para que esto no siga sucediendo? ¿Qué papel jugamos como individuos y sociedad en el patriarcado y en la violencia de género? ¿Cómo podemos ser parte de la solución?
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