En 1987 viajó al espacio con un grupo de cosmonautas soviéticos y se convirtió en un héroe nacional. Ahora está exiliado en Turquía y ayuda a otros refugiados sirios.
Por Rosie Garthwaite para The Guardian
La oficina del «Neil Armstrong del mundo árabe» está ubicada en un edificio destartalado en el barrio de Fatih de Estambul, también conocido como «la pequeña Siria». Muhammed Faris es un refugiado, como muchos otros de sus compatriotas que se encuentran en la calle, y se enfrenta al reto más difícil de su vida; él, que ya ha desempeñado el papel de piloto de caza, astronauta, asesor militar del régimen de Assad, rebelde y desertor.
Faris es un héroe nacional en su país. De hecho, una escuela, un aeropuerto y varias calles llevan su nombre. Sus logros como astronauta (o mejor dicho, cosmonauta, ya que participó en misiones soviéticas) lo han hecho merecedor de varias medallas, que muestra con orgullo en la pared de su oficina. Es en este espacio, situado a cientos de kilómetros de Alepo, su ciudad natal, hace campaña a favor de una reforma democrática en Siria «por medio de las palabras y no de las armas».
En 1985 compitió con otros tres jóvenes sirios por una vacante en Interkosmos, un programa de entrenamiento para astronautas de países aliados de la Unión Soviética, en la «ciudad de las estrellas» situada en las afueras de Moscú. El mundo árabe ya había mandado a un hombre al espacio, Sultán Bin Salman Al Saud, un miembro de la familia real saudí, pero nunca a un astronauta profesional. Pese a la distensión de la Guerra Fría, las relaciones entre Estados Unidos e Irán y Siria se estaban deteriorando. La relación entre Siria y la Unión Soviética era muy estrecha: Rusia apoyó el golpe de Estado del padre de Bashar, Hafez Asad, en 1970. A cambio, Siria permitió que la Unión Soviética instalara una base naval en Tartús, que en la actualidad sigue bajo control de Moscú.
Fue uno de los 60 candidatos sirios que se formó en el Centro de Cosmonautas Gagarin Yuri y consiguió quedar entre los cuatro últimos finalistas. Dos de ellos eran alauitas, como Assad, otro era druso y Faris, suní. Como miembro del grupo que integra al 80% de la población del país, lo cual se percibía como una amenaza para su líder, la candidatura de Faris era más simbólica que una posibilidad real.
Assad envió a una delegación a la Unión Soviética para ‘ayudar’ a los rusos a elegir a un hombre. El candidato con más experiencia, un coronel alauita, tenía un problema de salud, así que no podía ser el elegido, y el cosmonauta druso no pudo completar el programa. Se hizo evidente que Faris, el suní, era el candidato más idóneo de los dos restantes para la misión. Sin embargo, como reconoció Faris más tarde, «hubiera sido más fácil nombrarme primer ministro que permitirme ser el primer astronauta de la historia del país». Los rusos apostaron por él y Faris empezó el entrenamiento. En julio de 1987 viajó a la estación espacial Mir.
«Esos siete días, 23 horas y cinco minutos cambiaron mi vida», afirma Faris. Junto con los cosmonautas rusos pudo llevar a cabo experimentos científicos y fotografiar Siria desde el espacio. «Cuando has visto el mundo desde la ventana de un cohete, nunca más piensas en términos políticos o haces la distinción entre nosotros y ellos». Fue entonces cuando decidió abandonar la carrera militar y soñó con educar a la población en cuestiones relativas a la ciencia y la astronomía con el objetivo de «transmitir la experiencia que había tenido el privilegio de vivir».
A su regreso a la Tierra, Faris se convirtió en un héroe nacional; el hombre de origen humilde que había recibido el título de piloto tan solo dos años antes pero que había vencido todos los obstáculos para alcanzar las estrellas. Faris le pidió al presidente que creara un instituto nacional de ciencia espacial para que otros sirios pudieran viajar al espacio. Este le contestó con un «no» rotundo.
Una celebridad vigilada
«A Hafez Assad le interesaba tener un pueblo dividido y sin educación, con un entendimiento limitado», explica. «Los dictadores se mantienen en el poder de este modo, y un instituto de ciencia espacial hubiese proporcionado una amplitud de miras a la población que resultaba una amenaza para él». A Faris lo nombraron responsable de la Academia de la Fuerza Aérea, encargada de formar a cientos de futuros pilotos. Pero la situación no se parecía ni remotamente a la imagen de la película Top Gun. Faris sentía que lo habían vaciado de poder.
Cuando murió Hafez y su hijo asumió el control del país en el año 2000, Faris fue uno de los primeros en conocerle. «Como su padre, Bashar era un enemigo de la sociedad», afirma. Por el hecho de ser el responsable de la Academia de la Fuerza Aérea, Faris se convirtió en su asesor militar. Pensó que esto le abriría las puertas del mundo académico pero en 2011 la Primavera Árabe se extendió por la región.
«Las protestas fueron pacíficas durante meses», explica Faris. Él y su esposa participaron en varias protestas en Damasco a favor de una reforma. Siguieron apoyando las protestas a pesar de que recibieron amenazas. «Es mi pueblo, todos son mi pueblo, nuestro pueblo», indica. Tanto él como su esposa manifestaron su opinión a los dirigentes y les pidieron que hicieran pequeñas concesiones. «Pero los Asad estaban muy endiosados», concluye.
Cuando finalmente estalló la violencia, Faris vio cómo los hombres de Asad hacían «un lavado de cerebro» a sus exestudiantes y los convencían para que atacaran a la población. «Les dijeron que si no atacaban a la población, morirían en manos de las fuerzas rebeldes», explica. Ahora algunos de los mejores estudiantes de Faris lideran la ofensiva militar de las fuerzas de Asad y controlan los aeropuertos y los puntos más vitales del país. Sin embargo, la mayoría ha huido del país. «Solo los alauitas se han quedado a su lado», dice.
Una huida difícil
Faris empezó a planear su huida. «En cuatro ocasiones distintas estábamos preparados para escapar y luego nos dimos cuenta de que no iba a funcionar. Sopesamos distintas rutas», recuerda. No quería dejar ningún cabo suelto, ya que su esposa y sus tres hijos iban con él. Al final, en agosto de 2012 pusieron algunas pertenencias en el automóvil, no muchas porque no querían levantar sospechas, y cruzaron la frontera con Turquía. Se convirtió en el desertor de más alto rango del régimen de Asad.
El hombre, de 64 años, conserva en su oficina de Estambul las medallas con las que fue distinguido por la Unión Soviética: la Orden de Lenin y el premio al Héroe de la Unión Soviética. Sus excolegas y amigos rusos le han ofrecido ayuda pero él no se plantea pedir asilo en un país por el que siente un profundo rechazo: «Putin no es la Unión Soviética. Esos rusos son unos asesinos y unos criminales y también son los cómplices de muchos otros asesinatos».
«Sus manos están manchadas con la sangre de más de 2.000 víctimas civiles», indica. Desde que llegó a Turquía, Rusia lo ha invitado a viajar al país y dar conferencias pero él ha declinado las invitaciones y ha exigido ciertas condiciones: «La violencia debe cesar. El problema es que lamentablemente sé cómo piensan y no puedo ser su amigo».
Algunas ONG europeas le han propuesto que ayude en cuestiones relativas a solicitudes de asilo. Esto también le molesta, ya que considera que lo quieren utilizar con fines políticos. «No hicieron nada cuando los necesitábamos», afirma en relación a Estados Unidos y la Unión Europea. «Sus valores son opuestos a los míos y no podría vivir allí», concluye.
Así que por el momento no tiene intención de ir a ningún lado. Asesora al gobierno turco en cuestiones relativas a los derechos de los refugiados sirios y también a las fuerzas aéreas turcas sobre la situación militar en su país. También forma parte del Comité Nacional de Coordinación de las Fuerzas de Cambio Democrático, un grupo que celebra encuentros en Madrid y que se opone a la violencia y a Asad.
«Sueño con estar sentado en mi jardín y observar cómo juegan los niños, sin miedo a un bombardeo», subraya Faris: «Sé que ese día llegará, lo sé. Solo quiero que mis hijos tengan un futuro mejor pero la intervención externa lo ha complicado todo. Ahora todo es muy confuso». Habla del inicio de las protestas con lágrimas en los ojos. Cree que el auge del Estado Islámico es, en parte, culpa de países como Arabia Saudí y Pakistán, y reconoce que no tiene una solución mágica para resolver el conflicto actual. Sin embargo, está convencido de que la respuesta está en la esperanza y no en las armas o la religión.
Habla constantemente de la resiliencia de los habitantes de Alepo, una de las ciudades más antiguas del mundo. «La civilización siria tiene más de 10.000 años de antigüedad a sus espaldas. Sobrevivirá a este intento de los Asad por destruirla. Ha sobrevivido a peores infortunios». Lo cierto es que la ciudad podría tener los días contados y tal vez la esperanza será lo único que no quede reducido a cenizas. «La Tierra era diminuta desde el espacio y tuve la sensación de que podía cambiar el mundo», dice: «No me está resultando fácil».
Traducción de Emma Reverter