por Vinícius Mendes, de Calle2
Cuando una tarde de domingo de agosto de 2015 un conocido lejano le contó a Alecsandro Urrea sobre un nuevo y lucrativo trabajo, la vida ya no lo entusiasmaba. Cerca de completar 30 años, había fallado en todo lo que había intentado hasta entonces: desde el complejo tráfico de transporte de vegetales para los principales restaurantes de la ciudad, hasta un corto período de tiempo como taxista, una de las profesiones más rentables para los cubanos pero que no mejor que los tiempos en que, como guardarropas de un hotel, robaba los dólares olvidados en las habitaciones por turistas adinerados. El compañero, descubierto en un encuentro casual en la calle, le anunció la función que podría ejercer ya mismo, el lunes próximo, por la mañana: vender –en carácter privado y lejos de la mirada de las autoridades– tarjetas de acceso a Internet que la compañía de comunicaciones cubana había comenzado a ofrecer semanas antes. “Yo no sabía ni como funcionaba Internet, lo que era wi-fi, cómo se hacía el contacto, nada”, admitió. “Nunca gané tanto dinero en la vida, hermano”.
Alecsandro, al contrario de los más de cinco millones de habitantes nativos de Cuba, no tiene ningún registro estatal, carnet de entrada y salida, uniforme, salario fijo u horario determinado para comenzar a trabajar. Acostumbra aparecer en la plaza de la Basílica de Santiago de Cuba (la segunda ciudad de la isla) después de la siesta, cuando el sol ya está en su apogeo y los turistas, consecuentemente, se impacientan en la fila organizada en la vereda de Etecsa, la compañía estatal que comercializa tarjetas de acceso a Internet.
El calor es uno de sus mejores aliados: a él le toca convencer a los interesados en la tarjeta que, por un peso más (cerca de € 1), pueden adquirirla sin empaparse de sudor ni esperar hasta 40 minutos por una ventanilla libre. Oficialmente, la tarjeta con derecho a una hora de acceso a Internet se vende a 2 pesos (CUCs), aproximadamente € 2. En manos de Alecsandro, cuesta 3 CUCs.
La táctica es simple: en el periodo de la mañana o al final del día, antes que cierre la atención de Etecsa, Alecsandro compra cinco tarjetas, el máximo que se puede comprar por persona. Obviamente, paga por ellas el valor oficial. En los horarios en que los turistas llegan a la plaza para charlar con sus familiares y amigos por la red, después del almuerzo, al comenzar la noche o al inicio de la madrugada y cuando, consecuentemente, la compañía ya no está en funcionamiento, él y su conocido –ahora colega– son los únicos con tarjetas en mano para vender.
Si el stock se termina durante el día, o ponen “palos blancos” en la fila para comprar más o, dependiendo de quién esté en la ventanilla, van ellos mismos con los billetes. Alecsandro asegura que en días buenos revende de 10 a 15 tarjetas. Sobre cada una gana un CUC, equivalente a un lucro diario de 15 CUCs. En una comparación rápida, es evidente la disparidad del negocio: un médico cubano contratado por el Estado recibe por mes aproximadamente entre 50 y 60 CUCs, la cantidad que Alecsandro, con sus tarjetas, gana en cinco días de trabajo. Por mes, llegan a sacar 500 CUCs: cuatro veces más que el salario de un maestro.
El nuevo empleo de Alecsandro es parte de un cambio estructural complejo del gobierno cubano para popularizar el acceso a la web en el país. Hasta mediados de 2015, había dos formas de conectarse a la red mundial de computadoras estando en Cuba: o pagando 10 CUCs por una hora de acceso en algún hotel del país, algo casi imposible para un cubano de renta común, o siendo parte de un grupo destacado por el gobierno para conectarse con fines científicos o militares. En este segundo caso se incluían médicos, investigadores y oficiales del ejército además de, claro, miembros de alto rango del Estado (a este grupo sólo se le permitía el acceso a dominios .cu).
En la Habana el gobierno llegó a construir salas de acceso popular por 5 CUCs la hora a comienzos de 2010, en una especie de embrión del proyecto iniciado el año pasado. De todas formas, los usuarios reclamaban por la lentitud de la conexión y las constantes caídas de la señal. “Yo pasaba dos meses juntando la plata para usar Internet por una hora en el Hotel Inglaterra (uno de los principales de La Habana). Como la conexión era pésima, de ese período yo conseguía aprovechar entre 30 y 35 minutos. El resto se perdía en entrar y salir”, revela Yasser Fernández, ingeniero que hoy se gana la vida del mismo modo que Alecsandro.
Como en casi todos los aspectos de la existencia cubana, hay dos argumentos para la ausencia de Internet en la isla: uno dado por el gobierno y otro por los estadounidenses. El lado cubano afirma que los sucesivos bloqueos impuestos por Estados Unidos impidieron al país poner en funcionamiento una estructura adecuada al acceso y que, más aún, como poseedor de la mayoría de los proveedores de informática e Internet del mundo, el “vecino enemigo” jamás permitió que los cubanos tuvieran conexiones seguras y estables.
“El bloqueo a Cuba, aunque algunos no quieran considerarlo, limitó el acceso a financiamientos, tecnología, sistema, infraestructura, software y aplicaciones. El reconocimiento de su fracaso como política por parte del presidente Barack Obama y el anundo de inversiones en el sector de telecomunicaciones para que el pueblo cubano pudiera tener acceso a las mismas, es un reconocimiento de eso”, afirma Omar Salomón, ingeniero de telecomunicaciones de Etecsa, en un artículo publicado recientemente en el sitio de noticias Cubadebate.
El lado estadounidense, por su lado, dice que los hermanos Castro censuraron el acceso a Internet con la intención de bloquear el alcance de la población a informaciones provenientes del exterior. En 2011, la organización internacional Reporteros sin fronteras colocó a Cuba en la lista de países considerados “enemigos de Internet”, argumento que los estadounidenses parecen haber asumido cuando el tema es Internet en la isla caribeña. “La mayoría de los internautas cubanos trata apenas de leer sus e-mails y responderlos. Ellos no tienen tiempo para navegar en Internet o acceder a webs. Durante años, el régimen culpó al embargo americano por la falta de una buena conexión en la isla”, dice un párrafo del informe de Reporteros sin fronteras.
En octubre, durante una conferencia en Nueva York, el subsecretario de los Estados Unidos para el Hemisferio Occidental, Alex Lee, reveló que la aproximación entre los gobiernos de los dos países sólo fue posible, entre otras cosas, por la aceptación por parte del presidente de Cuba Raúl Castro de facilitar el acceso a Internet en Cuba. “La meta de Barack Obama es que Raúl establezca acceso total”, dijo. Justo antes de los contactos diplomáticos de diciembre de 2014, el presidente estadounidense y gigantes de Internet de su país como Google y Facebook, ya habían tratado de aproximarse a Cuba con los ojos vueltos hacia el mercado en ascenso en la isla caribeña.
En julio de 2015, ya fuera por la presión internacional, por el acuerdo con Barack Obama o por la inauguración de un cable de fibra óptica que costó U$70 millones y que liga Cuba a Venezuela por el fondo del Mar del Caribe, Raúl Castro anunció que Etecsa instalaría Internet en 35 lugares públicos de las principales ciudades cubanas a 2 CUCs la hora. Semanas después, el gobierno advirtió la dimensión del cambio: en La Rampa, una extensa línea entre el Hotel Nacional y el Cine Yara, en el Malecón de La Habana, el número de personas conectadas a través de celulares o notebooks llega a impedir el paso de peatones y obstruir una parte de la avenida frente al mar.
En Santiago de Cuba, durante los fines de semana los jóvenes prefieren ocupar los espacios mínimos del Parque Céspedes, donde está la mejor señal de Internet de la ciudad, antes que pasar la noche en los muchos bares de reggaeton. En Baracoa, en el extremo oriente de la isla, los tradicionales músicos de los restaurantes abandonaron sus empleos para tocar en la única plaza de la ciudad donde, después de las 21 hs. se encuentran turistas, habitantes y vendedores de baratijas para, entre otras cosas, conectarse.
El fenómeno entonces hizo surgir los cambistas de la conexión, profesión sugerida y abrazada por Alecsandro desde agosto, un mes después que el gobierno instalara los primeros puntos de wi-fi. “Tengo una hermana que huyó a Canadá en 1996 en un barco clandestino que salió de las inmediaciones de La Habana. Hablaba con ella a través de cartas enviadas por Western Union cada dos o tres meses. Desde julio, hablo con ella todos los días vía FaceTime”, cuenta Yasser, el ex–ingeniero y ahora también, cambista. “Es una cosa compleja: de repente tiraron 12 millones de personas al siglo XXI. La gente todavía no sabe bien qué hacer con eso”, concluye antes de pedirme que seamos amigos en Facebook.