El poder de Rusia en la crisis siria está sobrevalorado. Por el contrario, la amenaza planteada por Moscú en Ucrania está subestimada. Ambas cosas están relacionadas, afirma Ingo Mannteufel.
Al final de año, parecen haber tenido éxito el presidente ruso y sus estrategas políticos con su probada técnica del despiste (‘maskirowka’, es el término que utilizan ellos desde la época soviética) para engañar a Occidente y distraerle de sus objetivos reales.
Subir la apuesta en Siria
La intervención militar de Rusia en la guerra de Siria ha sorprendido, e incluso asustado un poco, a Occidente. Putin puede así dar la impresión de fuerza política (en el exterior). El secreto de esta supuesta fortaleza es la manifiesta debilidad de los Estados Unidos y la Unión Europea, que llevan cuatro años involucrados sólo a medias en Siria. Únicamente la crisis de refugiados, la amenaza del terrorismo de Estado Islámico y, al final, la aparición de las unidades de combate rusas, les han empujado hacia un mayor compromiso.
Pero el poder de Rusia en la guerra de Siria no debe ser sobreestimado. Rusia, como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, siempre encuentra formas de poner piedras en el camino a las políticas exteriores occidentales. Con la instalación de una base aérea en Latakia y el despliegue de buques de guerra, Rusia ha subido la apuesta. Pero estos golpes de mano (dura) no deben llamar a nadie a engaño: Moscú ya venía de hecho ayudando diplomática y militarmente a su protegido Bashar Al Assad.
En cualquier caso, Moscú no puede conseguir un nuevo orden mundial con su despliegue militar en Siria, para eso es demasiado compleja la situación en Medio Oriente, con numerosos bandos enfrentados y poderes regionales. Eso lo deben saber los estrategas de Moscú. Pero haber molestado a su archienemigo Estados Unidos es un efecto colateral que agradecen. Y, sobre todo, a Arabia Saudita, cuya insistencia en mantener bajos los precios del petróleo tanto daño está haciendo a la economía rusa.
El premio gordo: Ucrania
La amplificación de la presencia rusa en Siria, sin embargo, ha de entenderse sólo a través del prisma de Ucrania. Para Putin se trata, por un lado, de mitigar las sanciones impuestas a Moscú y, por otro, de desestabilizar Ucrania y, así, obstruir su camino hacia Europa. No para otra cosa sirven las estructuras de poder dependientes de Moscú denominadas «repúblicas populares» de DNR y LNR levantadas en el este de Ucrania. Su existencia se vería comprometida si el acuerdo Minsk-II se aplicase plenamente y Kiev volviera a controlar su propia frontera con Rusia. El cumplimiento de ese acuerdo, a su vez, es una condición previa para el levantamiento de las sanciones a Rusia.
Sin embargo, no es de esperar que se apliquen los acuerdos de Minsk este año. En cambio, Moscú aspira a que el Donbás se convierta en uno de los llamados «conflictos congelados» o «enquistados». A favor de Moscú juega la política ucraniana que, a su pesar, impone Minsk-II para dar más autonomía a las regiones (sobre todo en el este del país) a través de una reforma constitucional.
Objetivos de Rusia en 2016
Por lo tanto, la política exterior de Rusia en el nuevo año va a consistir en culpar del fracaso de los acuerdos de Minsk-II al Estado y al Gobierno ucranianos y en presentarse al mismo tiempo en Siria como un socio medianamente cooperativo con Occidente.
La esperanza del Kremlin es que los estados de la Unión Europea relajen las sanciones contra Rusia. O, que con la crisis griega, la crisis de refugiados, la amenaza terrorista y la ascensión de los euroescépticos, se olviden de ellas. La carta de Siria jugada entonces por Putin le habría hecho ganar la mano.