Claudio perdió su identidad siendo un bebé, cuando los militares asesinaron a su mamá y lo entregaron en adopción. Supo quién era 19 años después, luego del cotejo de las huellas dactilares de un documento falso, encontrado en un expediente militar. Fue gracias al Equipo Argentino de Antropología Forense y al trabajo de la ingeniera ex-detenida-desaparecida Emilce Moler.
Por Ezequiel Casanovas – Fotos: Noelia Monópoli para Revista Ajo
En el papel hay una mancha negra sin forma ni brillo. Emilce Moler la escanea y con precisión quirúrgica trabaja sobre ella. Su bisturí no tiene filo, es el puntero de un mouse. Su mesa de operaciones, un programa similar al photoshop que diseñó para restaurar imágenes digitales. “Este programa puede hacer ver lo que no se ve”, dirá para ahorrar una explicación que perdería a cualquiera entre algoritmos y operaciones matemáticas. Emilce en vez de hablar, prefiere mostrar. Horas después, donde todo era negro, verá las primeras líneas de una huella digital.
Mientras trabaja, quizás, Emilce piensa en las paredes que sudaban humedad y mugre en la celda de dos por dos del Pozo de Arana. Uno de los tres centros clandestinos donde estuvo desaparecida entre el 17 de septiembre y el 28 de diciembre de 1976. En Claudia y Patricia, sus compañeras del Colegio Bellas Artes de La Plata y de cautiverio. En María Clara también detenida con ellas. En la oscuridad por las vendas en los ojos. En que no tenía manos para tocarse, cubrirse, defenderse por las ataduras en las muñecas. O quizás no recuerde nada de eso y sólo piense cómo hubiese sido su vida si no fuera una de las sobrevivientes de La Noche de los Lápices.
Casi 20 años después de su secuestro, Emilce debe dejar la huella como una foto de alta calidad para que un especialista pueda compararla con otra y así identificar a un desaparecido.
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El dolor empezaba leve aunque tenía la constancia del goteo de una canilla; al rato, la garganta picaba, raspaba y Claudio apenas podía tragar. La fiebre subía al mismo ritmo: hasta el delirio. El aire gris de los gases lacrimógenos invadía su habitación; los soldados con pistolas y ametralladoras entraban como a un campo de batalla. Destrozaban lo que había a su paso; revolvían los cajones, la mesa de luz, el placard.
—¡Maamaaa! ¡Por favor, sacá a los soldados! ¡Sacalos de acá!
Elena abrazaba a Claudio, trataba de calmarlo. La angina y el delirio de su hijo se repetían dos o tres veces al año.
Claudio vivió hasta los veintipico en Guernica, una ciudad que está cerca de Capital Federal. Pero lejos del movimiento y el ruido de las grandes ciudades. Su barrio de casas bajas estaba lleno de chicos que se juntaban a jugar en la vereda. En esas calles aprendió a andar en bicicleta y en la plaza, donde improvisaban los picados, a jugar al fútbol.
Cuando Claudio hizo la primaria en la escuela Gabriela Mistral, las maestras siempre pedían los documentos. El suyo empezaba con 30 millones y no con 24 o 25 como el de sus compañeros. El resto de los chicos preguntaba por qué y Claudio tenía que contar que era adoptado. Eso lo hacía sentir diferente.
Las anginas persiguieron a Claudio durante toda la adolescencia. Ser adoptado también. Siempre lo supo pero en esa época pensaba que había una parte suya que no conocía: había tenido una mamá, un papá. Se preguntaba cómo serían y qué vida hubiese tenido con ellos. Pero no había ninguna pista que lo ayudara a imaginar. Tampoco sabía por qué lo habían dado en adopción. Creía que lo habían abandonado.
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Mariana estaba en piyama y las mantas le llegaban hasta el cuello. La habitación a oscuras, sus ojos bien abiertos. Las piernas listas para escapar. El oído, un radar para detectar cualquier ruido. Antes de dormirse, elegía el escondite: el baño, debajo de la cama, adentro del placard. Mariana sentía que a la noche podían llegar los militares. Sabía que a su mamá la secuestraron de madrugada, en piyama. También sabía que los integrantes de esa patota estaban libres y que, ahora, podían ser sus vecinos o el padre de una compañera de la escuela o el sereno de la otra cuadra. Eso la aterraba. Por entonces tenía unos 8 años.
—Me sentí realmente libre el día que nació Mariana.
Dirá Emilce 30 años después y contará que cuando estaba detenida pensaba que nunca iba a tener hijos porque no sabía en qué condiciones quedaría. Tampoco sabía si saldría viva de la cárcel. Al quedar embarazada sintió que volvía a tomar las riendas de su vida. Tres años después de Mariana, Emilce y Fernando, su marido, tuvieron a Pilar. Hubo que esperar otros tres para que Joaquín, el varón, llegara a la familia.
Mariana y Pilar recuerdan que los 24 de marzo, Emilce y Fernando las subían a caballito y desde ahí veían a las Madres de Plaza de Mayo y sus pañuelos blancos encabezando la marcha por los 30 mil desaparecidos. Algunas personas llevaban carteles con fotos o banderas contra la impunidad. Pero ni Mariana ni Pilar recuerdan un día, una hora, un lugar en que su mamá les haya contado su historia. Dicen que siempre supieron de la militancia de Emilce en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) que respondía a Montoneros y de los centros clandestinos de detención donde estuvo y que los militares blanquearon su detención tres meses después del secuestro y que un mes más tarde la trasladaron al penal de Devoto donde estuvo presa hasta el 20 de abril del ´78.
Fernando cree que contarle a sus hijos, formarlos en lo que había vivido, hizo que Emilce superara “aquellos momentos en que ella sola sabe lo que pasó”.
Joaquín, Pilar y Mariana están sentados en una escalera de la Facultad de Ingeniería. Ya se cansaron de correr por los pasillos y por las aulas mientras esperan que su mamá termine de trabajar. Emilce trata de reconstruir el borde de una foto en el laboratorio de Procesamiento Digital de Imágenes. Hace cinco años, en el `89, la Universidad le ofreció formar parte de ese equipo porque Emilce manejaba un tipo de programación desconocido y la necesitaban.
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Una tarde de fines de 1995 Claudio, que ya tiene 19 años, llega a su casa. Parece un día más pero antes de entrar se da cuenta que un hombre lo mira. El tipo lee el diario sentado al volante de un coche como si esperara a alguien. Claudio nunca lo vio por el barrio. Entra rápido y cierra la puerta con llave.
Un rato más tarde suena el timbre. Claudio atiende. Es su madre, pero no está sola, la acompaña el hombre que leía en el auto.
—El señor es antropólogo forense, se llama Alejandro Incháurregui y tiene que hablar con vos.
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Gastón Gonçalves y Ana María Granada eran miembros de la Juventud Peronista (JP) que formaba parte de Montoneros. Ambos militaban en los barrios y villas de Garín y Escobar. Hacían tareas de inclusión social, explicaban a los vecinos cuáles eran sus derechos, qué era lo que tenían que reclamar y les enseñaban a leer y escribir.
El 24 de marzo de 1976 desapareció Gastón. Ni bien se enteró, Ana María —embarazada de seis meses— empezó a correr hacia el norte de la provincia de Buenos Aires. Pasó a la clandestinidad y el 24 de junio dio a luz a su hijo. En algún momento llegó a San Nicolás. Ahí se encontró con Omar Amestoy y Carmen Fetolini que también huían con María Eugenia y Fernando, sus hijos de 5 y 3 años.
Omar y Carmen le ofrecieron vivir con ellos en una casa de una planta, con ventanas en el frente en Juan B. Justo 676.
Un expediente del Ejército dice que militares y policías intentaron allanar la casa de calle Juan B. Justo pero alguien, adentro, estaba armado y empezó un tiroteo. Según esa versión, Omar, Carmen y Ana María, acorralados, se suicidaron.
El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) dio con una copia de ese expediente. Entre los papeles, había un DNI a nombre de Cristina Loza y huellas digitales.
Las líneas son rectas, cortas, largas, circulares y hay puntos: un laberinto sin principio ni fin. Así se ve el dibujo de las crestas papilares que están en cada dedo. Así se ve una huella digital.
Según el Sistema Dactiloscópico Argentino, desde los seis meses de vida intrauterina hasta la disgregación del cuerpo, después de la muerte, no aumenta ni disminuye el número de las líneas. Tampoco cambia ningún detalle ni se alteran las proporciones por el crecimiento: las huellas no se inmutan y no hay dos personas que las tengan iguales. Son únicas. Por eso, como los análisis de ADN, son una prueba de identidad indiscutible.
Los dibujos papilares tienen puntos característicos: dos líneas que se abren formando un ángulo más o menos agudo; una línea que en una de sus puntas forma una U como si fuera un tenedor de dos dientes; una línea que en el medio lleva un ojal; otra que se parte en líneas pequeñas; dos líneas paralelas unidas por una diagonal; un segmento; un punto.
Los puntos característicos son los que permiten la identificación de una persona.
Pero las huellas del expediente igual que otras 270 que tenía el EAAF estaban sucias o muy claras o muy oscuras o borrosas: los puntos no se veían. El único grupo de Procesamiento Digital de Imágenes del país que trabajaba con imágenes reales era el de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Y lo dirigía Emilce.
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Había cosas que el expediente militar no decía:
La madrugada del 19 de noviembre de 1976 Omar, Carmen, Ana María y los chicos dormían en la casa de calle Juan B. Justo. A las seis, alrededor de cuarenta hombres del ejército, la policía Federal y la de Santa Fe hicieron un cerco de tres cuadras y avanzaron con autos y camiones hacia la vivienda.
Las granadas volaron la puerta, estallaron los vidrios, los gases lacrimógenos ganaron el aire. O salían o morían: la casa era una trampa irrespirable. Omar y Carmen llevaron a sus hijos al baño para protegerlos y Ana María alcanzó a envolver a su bebé en una frazada y meterlo en el placard para que no lo alcanzaran los gases, las balas. Los hombres entraron a tiros de pistola y ametralladora. Omar y Carmen cayeron por los balazos en el cuello.
Mucho después, un policía que participó del operativo dijo que mató a Ana María con una descarga de ametralladora. Que ella estaba en el piso, con las manos levantadas, pidiendo clemencia. El tipo luego se desdijo y una junta médica determinó que fabulaba.
Ana María tenía catorce balazos en el cuerpo.
Los gases se filtraron por el ventiluz del baño: Fernando Amestoy murió asfixiado. Eugenia tenía signos de asfixia. La trasladaron al hospital pero murió en el camino.
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Lo que el expediente sí decía era que en el Juzgado de Menores de San Nicolás se iniciaron los trámites para la adopción de un chico. La investigación del EAAF partió de ver qué bebés de entre 3 y 8 meses habían desaparecido en noviembre de 1976. Encontraron cuatro casos, pero a tres los descartaron por la ubicación geográfica. El cuarto podía ser el hijo de Ana María y Gastón. Entonces la hipótesis del EAAF era que Cristina Loza podía ser Ana María Granada.
El Equipo fue a la casa de la masacre y los vecinos confirmaron que un bebé había sobrevivido. De ahí, semi asfixiado, lo llevaron al hospital San Felipe aunque en los registros no figuraba. Sin embargo, unas monjas que trabajaban en el sanatorio sí lo habían anotado en su libro. Después de cuatro meses un juez de San Nicolás dio al bebé en adopción a Luis Novoa y Elena Rodríguez.
Toda imagen digital es un conjunto de unos y ceros. Tanto los programas que crea Emilce como los que utiliza se basan en operaciones matemáticas con ese código binario. Paso a paso, como quien prepara una torta, Emilce modifica los números para aclarar una parte de la imagen, oscurecer otra, realzarla, restaurarla. En el proceso, además de la matemática; la física, la electrónica y la informática son sus aliadas.
Emilce escanea la huella. En una parte ve que un punto característico está tapado por rayas como si fuera una foto sacada con una reja delante. Como las rayas son periódicas, se concentran en un punto. Emilce puede filtrarlas: ver la línea que en el medio lleva un ojal. Es como si en una grabación hubiera un tono continuo, se puede ir a esa frecuencia y anularla. Luego, se podrá escuchar lo que estaba tapado por el ruido.
El EAAF pidió las huellas originales de Ana María al Registro de las Personas. Emilce trabajó durante horas cada parte de las imágenes. Una vez que las pudieron comparar, encontraron que coincidían: Cristina era Ana María; Claudio era Manuel.
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De las paredes, del techo y de los vidrios del quincho de la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) cuelgan fotos de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Se las ve en manifestaciones, en las clásicas marchas en la plaza, en actos. En las columnas se lee: “A veces pienso y me pregunto cómo tuvimos el coraje. Tuvimos miedo, tuvimos de todo pero lo hicimos. Saliendo de la cocina y yendo a la calle, salimos de las ollas para luchar”. Ahí se inaugura el Salón de los Pañuelos Blancos. Un espacio donde las Madres de Plaza de Mayo organizan muestras que reflejan su lucha.
Manuel acaba de llegar, saluda a casi todos los que están en la inauguración y parece que estuviera en su casa. Desde 2012 es miembro de la Comisión Directiva de Abuelas. Su abuela Matilde, la mamá de Gastón, fue una de las primeras Madres y formó parte de Abuelas hasta que murió en 2007. Manuel conoció a Matilde, a su hermano y a su tía María Inés seis días después de recuperar su identidad.
Ellos le contaron su historia. Supo que la mamá de Ana María, su abuela Yoli, también lo había buscado hasta que murió en 1984. Conoció a amigos y compañeros de sus padres. Recorrió los lugares donde Ana María y Gastón militaban y recibió palabras de agradecimiento de gente que aprendió a leer y escribir en sus clases. Volvió a la casa de Juan B. Justo y habló con los vecinos que habían visto la masacre y sabían, como todo San Nicolás, del bebé que había sobrevivido. También visitó el hospital San Felipe y conoció a enfermeras que lo atendieron. Manuel juntó las partes, las ensambló, les dio sentido. Ahora, diecinueve años después de recuperar su identidad, habla como si supiera donde poner cada una de las palabras que construyen su historia.
—La identidad se aprende —dice.
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Son las ocho y media, Emilce recién se despierta pero el celular ya suena. Le hablan desde Corrientes. Una fábrica recuperada que produce zapatillas necesita un subsidio para aumentar la producción. Emilce es subsecretaria del ministerio de Desarrollo Social de la nación y se encarga de ayudar y asesorar a cooperativas, emprendedores, fábricas recuperadas.
A los quince minutos, cuando está desayunando, el teléfono vuelve a sonar. Es un compañero del Movimiento Evita. Le pregunta qué pasos debe seguir para crear un centro de Estudiantes en un colegio secundario. Emilce sabe cómo hacer los trámites y todo lo que necesita. Es la secretaria de Educación del movimiento a nivel nacional.
Sus días se dividen entre las reuniones políticas y las del ministerio. Nunca sabe a qué hora termina. A la noche solo quiere llamar a Fernando, comer algo y dormir. La semana de Emilce también se divide: los domingos a la noche viaja a Buenos Aires a trabajar. Los viernes a la tarde vuelve a Mar del Plata para estar con su marido y sus hijos. “Tenía la necesidad de convertir ese dolor en algo positivo”, le gusta decir cuando habla de su militancia del presente nacida en el pasado.