En las afueras de la localidad de Calais, en el norte de Francia, un campamento de refugiados improvisado, conocido como “La Jungla”, se expande a diario con el influjo de personas en busca de asilo que huyen de las consecuencias de las guerras en Afganistán, Siria, Irak, Sudán y otros lugares. Sus países de origen son un mapa de objetivos de las campañas de bombardeo de Estados Unidos. Las más de 6.000 personas que se encuentran en este campamento de refugiados, el más grande de Francia, esperan tener la oportunidad de realizar el último —pero peligroso— tramo de su viaje a través del túnel del Canal de la Mancha para llegar a Inglaterra. El viento que azota desde el Mar del Norte rompe los refugios hechos con toldos, carpas, lonas de plástico y trozos de madera en esta precaria y olvidada aldea en expansión. Las calles del campamento están embarradas y los baños portátiles están sucios. El centro de salud comunitario está cerrado desde mediados de noviembre. Por encima del acceso principal del campamento pasa una carretera, donde camionetas de la policía permanecen estacionadas con las luces encendidas y oficiales armados vigilan rigurosamente lo que sucede abajo.
La mayoría de las personas que llegan al campamento han tenido que viajar miles de kilómetros con la esperanza de cruzar al Reino Unido. El túnel del canal ofrece a quienes buscan asilo una forma de llegar al Reino Unido sin tener que arriesgarse a realizar el peligroso cruce del canal de la Mancha en bote: viajan apilados en la bodega de los trenes de pasajeros de alta velocidad o de los trenes de carga. Acceder a estos trenes implica un gran riesgo y las muertes accidentales ocurren casi todas las semanas cuando la gente intenta subirse a un tren en movimiento o tropieza bajo las ruedas de un camión.
Unos días antes de visitar el campamento, un hombre sudanés llamado Joseph murió atropellado por un automóvil en la carretera. Cuando llegamos al campamento, los habitantes estaban protestando porque la policía no obligó al conductor del vehículo a detenerse. Llevaban carteles con la leyenda: “No somos perros, somos seres humanos” y “¿Los sobrevivientes de las guerras no tienen derecho a vivir en paz?”. Le preguntamos a un joven de Damasco, Siria, llamado Majd, por qué huyó de su país: “Escapé de la guerra. No quiero morir. Esta no es mi guerra. Todo el mundo está luchando en mi país, todos, Rusia, Estados Unidos, Irán, todos. Por eso escapé de la guerra y no quiero morir sin motivo”.
Algunos días antes de mi encuentro con Majd, el Parlamento británico votó a favor de atacar Siria y comenzó a bombardear el país de inmediato. En los meses anteriores a la votación, el Gobierno británico construyó en Calais varias filas de altos vallados con alambre de púa en la parte superior a fin de cerrar la entrada del túnel y el acceso a las vías del tren a lo largo de varios kilómetros, además de haber establecido una zona donde los camiones deben esperar para ingresar a los vagones que los trasladarán al otro lado del túnel. Todos los camiones que ingresan son examinados con rayos infrarrojos para detectar bodegas ocultas. Antes de que se intensificaran las medidas de seguridad, muchas personas que buscaban asilo podían atravesar el túnel por la noche. Ahora es prácticamente imposible. Cuanto más bombardea Occidente a sus países, más cierra las puertas a quienes huyen de sus guerras.
En la sección afgana del campamento de refugiados, Sidiq Husain Khil estaba ansioso por hablar sobre la guerra de 14 años de Estados Unidos en Afganistán, la guerra más larga de la historia de Estados Unidos. Al igual que otros refugiados, no quiso que lo filmáramos. Le preguntamos cuáles son los efectos de los bombardeos y ataques con aviones no tripulados de Estados Unidos en Afganistán, a lo que respondió: “Siempre matan a personas inocentes. Están bombardeando a civiles en las aldeas. Cuando Estados Unidos o la OTAN o cualquiera de estos grupos bombardean a civiles, los civiles se enfurecen y se unen al Talibán. Es por eso que mientras ellos matan a 1 o 10 personas, 100 se están uniendo al Talibán. No apoyan al Gobierno porque el Gobierno no puede ayudarlos. La guerra no es la solución para poner fin al terrorismo. Deben hablar cara a cara”.
En un momento de nuestro recorrido por el campamento, mientras nos envolvíamos en nuestros abrigos para protegernos del frío, comenzamos a buscar a alguna mujer que estuviera dispuesta a dar su testimonio. Conocimos a Dur, una catedrática afgana de lengua inglesa, que tampoco quiso mostrar su rostro a la cámara. Viajó a lo largo de más de 4.800 kilómetros con sus cuatro hijos, en automóvil, autobús, a caballo, a pie y en bote. En un inglés casi perfecto, su hija de 12 años describió su impensable travesía: “Primero fuimos a la provincia de Nimruz en Afganistán y de allí a Pakistán. Luego caminamos hasta Saravan, Beluchistán. De allí nos dirigimos a Iranshahr, Kerman, Shiraz, Teherán, Kurdistán, Rafa, Turquía e Irán. Después comenzamos a caminar por la montaña. Más tarde fuimos a Estambul e Izmir y llegamos al mar”.
Dur contrató a un contrabandista para que los llevara en un bote de Turquía a Grecia. El bote era sumamente precario, como la mayoría de los botes en los que deben viajar los refugiados que quieren ingresar a Europa. Dur me contó: “Al principio, cuando vi el bote dije ‘¿qué es este bote?’, y ellos me dijeron ‘súbase’. Llamé a mis hijos y comencé a llorar. Los abracé y pensé: ‘Les compré la muerte. Gasté todo mi dinero para comprarles la muerte’”. Sobrevivieron de milagro. Si llegarán o no a su destino, Gran Bretaña, es otro tema.
Cuando nos fuimos del campamento, otro hombre afgano llamado Najibullah, corrió hacia nosotros. Najibullah trabajó como traductor para la Infantería de Marina de Estados Unidos. Solicitó una visa especial para afganos cuyas vidas corren peligro por haber trabajado para Estados Unidos. Dijo que se la negaron porque había trabajado para la infantería de marina durante menos de un año. “Para el Talibán es lo mismo si trabajaste un día o un año para el Gobierno de Estados Unidos. Les basta con que hayas trabajado una hora para ellos para que te condenen a muerte. Y eso es lo que me sucedió, me condenaron a muerte”.
“Hoy, Joseph. Mañana, ¿quién?”, rezaba uno de los carteles de la manifestación realizada ese día por la mañana. Estos refugiados son como animales que mueren aplastados por la guerra