Por Edgardo Ayala
Doris Zabala se acurruca sudorosa en medio de un sembradío de rábanos mientras arranca los tubérculos del suelo, una actividad que la mantiene activa y alejada del ocio y el desaliento persistente en muchas cárceles de El Salvador.
“La cosecha ha estado bonita, rábanos bien rojos y grandes”, remarcó Zabala, una de las 210 internas del Centro Penitenciario para Mujeres Granja Izalco, ubicada en el municipio con ese nombre, en el occidental departamento de Sonsonate, en diálogo con IPS.
La granja-prisión es exclusiva para mujeres en fase de confianza, cuando se les permite visitar a sus familias los fines de semana.
De las 210 convictas, 80 se dedican a actividades agrícolas, el resto ocupa su tiempo en otras áreas, como en cocina o en el cuidado de los hijos de las internas.
En las 26 hectáreas de terreno, las presas utilizan técnicas agroecológicas para producir, además de rábanos, ajonjolí, tomate, maíz y papaya, entre otros. También comenzó a funcionar una pequeña granja de pollos y se espera que pronto le siga una de tilapias.
“En mi casa hay terreno para sembrar, así que, al salir libre, pretendo continuar produciendo porque me gusta”, comentó Cecilia Méndez, de 32 años, seis de los cuales los pasó dentro del reclusorio. Le faltan ocho meses para obtener su libertad, contó a IPS.
La granja se inauguró en enero de 2011 como parte de los esfuerzos gubernamentales por ofrecer alternativas ocupacionales en las sobrepobladas cárceles salvadoreñas, y de ese modo superar, poco a poco, el ocio, el hacinamiento y el crimen que reina desde hace décadas.
Con capacidad para a 8.100 reos, los 21 reclusorios de este país cuadruplicaron su población y llegaron a albergar 32.300 presos, según cifras oficiales.
Por el hacinamiento y la precariedad, las cárceles salvadoreñas “dejan al descubierto la enorme crisis humanitaria que enfrenta el sistema penitenciario”, señaló el informe “El sistema penitenciario salvadoreño y sus prisiones”, publicado en noviembre de este año por el Instituto Universitario de Opinión Pública (Iudop), de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), bajo los auspicios de la Fundación Heinrich Böll Stiftung.
La granja de Izalco es parte del programa gubernamental Yo Cambio, oficializado en diciembre de 2014 para intentar cambiar, junto a otras medidas, esa realidad.
Se trata de brindar ocupaciones que ayuden a los reos a superar la inactividad y a capacitarlos para que se inserten en la sociedad con mejores destrezas, una vez cumplidas sus penas. También hay proyectos específicos para ampliar y construir nuevos reclusorios y mermar el hacinamiento.
“Todos piensan que no hacemos nada, que pasamos pensando cosas que no debemos, pero en realidad pasamos ocupadas”, acotó Méndez, caminando por entre un sembradío de cebollines (Allium schoenoprasum).
El uso de técnicas agrícolas amigables con el ambiente, como la fertilización con abonos orgánicos, es clave en el proceso.
“Se trata de enseñarles nuevas prácticas a las privadas de libertad”, explicó a IPS el administrador de la granja, Óscar Menéndez.
“Al que le gusta trabajar, aquí se mantiene ocupado”, opinó María Cristina Vásquez, de 53 años, encargada del cultivo de papayas y del pequeño corral con 100 polluelos que llegaron hace poco y que ella cuida con dedicación.
La producción de la granja es para consumo interno y el resto se distribuye entre los otros centros penales del país.
El 22 de diciembre, el gobierno suscribió un contrato por 4,2 millones de dólares con una empresa constructora para readecuar la infraestructura en Izalco, y de ese modo ofrecer mejores condiciones.
Otra granja similar, de 50 manzanas de extensión, se localiza en las inmediaciones de la ciudad de Santa Ana, en el departamento de mismo nombre, en el occidente del país.
Pero el programa no se limita solo a granjas e incluye otras actividades laborales, en otros reclusorios, como carpintería y zapatería.
En el Centro Penal Apanteos, 72 kilómetros al oeste de San Salvador, también en el departamento de Santa Ana, los reos desarrollaron un novedoso laboratorio de producción de alevines de tilapias, y ya producen 60.000 larvas al mes.
También montaron una fábrica de lejía y desinfectantes a partir de los conocimientos dejados por un antiguo recluso.
“Él sabía el oficio, y aquí el lema es que el que sabe le enseña al que no sabe”, narró Rolando Artiaga, de 24 años, encargado de la pequeña fábrica. La producción alcanza los 200 galones (más de 757 litros) de desinfectante y 150 (casi 530 litros) de lejía al mes, los que se comercializan dentro del reclusorio con los reos.
El programa se completa con otras actividades como deporte, educación, salud, religión y arte y cultura.
Pero no todos los reos gozan de esas ventajas.
De los 32.300 presos del sistema carcelario, solo un tercio cuentan con los beneficios del proyecto, en 12 reclusorios a nivel nacional, informó Orlando Elías Molina, subdirector de la Dirección General de Centros Penales (DGCP), al ser consultado por IPS.
En la principal cárcel del país, La Esperanza, localizada al norte de San Salvador, las autoridades intentaron a mediados de 2015 iniciar algunas actividades del programa, pero las bandas criminales que controlan el recinto frustraron el esfuerzo, agregó.
“Si nosotros permitimos a las estructuras delictivas manejar esto, no va a servir”, subrayó Molina.
El próximo año, añadió, van a intervenir incluso en aquellas cárceles destinadas a miembros de pandillas, como en la de Chalatenango, en el norte del país, que acoge a pandilleros de la Mara Salvatrucha, una de las dos estructuras más violentas, junto a Barrio 18.
Editado por Verónica Firme