“No hubiese venido, si no me hubieses convocado.”
Tiresias, a Edipo. “Edipo Rey”. Sófocles
Por Luis Casado
En la tragedia griega uno advierte que el tema de fondo es la fuerza del destino. Algo va a ocurrir, lo anuncia el oráculo y no sirve de nada esquivar el designio. Hagas lo que hagas, impajaritablemente se producirá el desastre.
El drama de Sófocles comienza con una escena en la que un sacerdote, acompañado de un grupo de ciudadanos de Tebas, suplica la ayuda de Edipo para terminar con los desastres que azotan la ciudad:
“¡Oh, Edipo glorioso más que nadie a los ojos de todos!, todos los suplicantes te imploramos que nos encuentres una ayuda, ya sea que hayas oído una voz enviada por alguno de los dioses, ya que algo sepas por noticia de los hombres.”
Edipo, personaje creado por Sófocles hace 2500 años, era, como nuestros modernos gobernantes, extremadamente “proactivo”. Si Apolo Pítico sugería, para acabar con los desastres, el castigo del asesino de Layo, Edipo ya había enviado en busca de Tiresias, el ciego adivino. Ahí se lía todo, y se desata otro desastre, tal vez peor que el anunciado por el oráculo que origina el drama.
Del mismo modo se va realizando un oráculo reciente, que anuncia la llegada de la extrema derecha europea al poder, generando con ello las condiciones de una tragedia de proporciones.
En la Unión Europea, una de cuyas condiciones de entrada es el ejercicio de la democracia, hay un par de países con gobiernos neofascistas, ¿para qué ocultarlo? La llegada de rufianes al poder es una banalidad: Berlusconi y Sarkozy no fueron sino los más visibles. Ninguno de los dos renuncia a seguir infectando la vida política europea.
Ayer, las elecciones regionales francesas pusieron a la cabeza al Front National (FN), el partido neofascista de Marine Le Pen. Para darte una idea de la hecatombe, en las precedentes elecciones del año 2010 los socialistas franceses ganaron 21 regiones de un total de 22. Ahora, luego de una reorganización que redujo el número de regiones – reagrupándolas – el PS sólo pudiese ganar dos de un total de trece. En la primera vuelta el FN aparece encabezando los escrutinios en seis regiones, en dos alcanza más del 40% de los votos, amén de ser el partido más votado en el ámbito nacional.
Para detener la ola parda algunos brillantes analistas sugieren la fusión, o el apoyo recíproco, entre las listas de la derecha tradicional y las del socialismo galo, arguyendo que “los programas de ambos sectores son equivalentes, y en ellos no se advierte ninguna diferencia mayor”.
De este modo, con artilugios de alquimista, pudiese transformarse el mal en remedio. Tú ya conoces los prodigios de la homeopatía, apuntalada tal vez en los dichos de Paracelso según el cual todo es cuestión de dosis. Así, una micro porción es remedio para lo que en dosis masivas es veneno.
En materia económica, financiera y social la dosis de confusión, o sea la imposibilidad de distinguir dos cosas semejantes, es aplastante: ¿qué separa las políticas practicadas por la derecha y la izquierda?
Hasta ahora, la aplicación de la “regla republicana”, que ordena desistirse en favor del contrincante políticamente más “cercano”, ha hecho las delicias del Front National que pretende que todos sus adversarios son la misma jeringa con distinto bitoque. Elección tras elección el FN ha logrado atraer más y más electores, hasta convertirse en el primer partido político de Francia.
¿Primero? Tal vez no, visto que la abstención ha conocido una progresión aún más prodigiosa. En el escrutinio de ayer un 50% de los electores decidió que era urgente no ir a votar, como ha venido ocurriendo en todas las elecciones recientes.
¿Cómo no interpretar todo esto como el producto de una profunda crisis institucional? Los partidos políticos ya no merecen la confianza de la mitad del electorado, el desplazamiento de vastos sectores de la sociedad hacia las ideas y posiciones de la extrema derecha es innegable, la confusión entre derecha e izquierda hace imposible saber cual de los dos sectores es “más amigo” del neoliberalismo.
Los partidos políticos “tradicionales” sirven esencialmente de trampolín a las carreras de sus dirigentes, de zócalo a sus intereses (incluso materiales) y de caja de resonancia a la vacuidad de su discurso. Entre la sociedad real y las estructuras políticas media un abismo, las raíces que alguna vez existieron entre la primera y la segunda desaparecieron o, en el mejor de los casos, están en peligro de extinción. El objetivo prioritario para algunos partidos se resume a su propia supervivencia material.
En el camino – crisis económicas recurrentes mediante – el tradicional contrato de trabajo se transformó en un sueño inalcanzable; la precariedad fue erigida en panacea universal porque había que modernizar el mercado del trabajo; la compresión salarial y la degradación de las condiciones de trabajo devinieron las armas imprescindibles para “mejorar la competitividad”; la competitividad fue definida en la práctica como un sinónimo de salarios miserables; las reformas, entendidas como la desaparición progresiva e ineluctable de los avances en materia social, constituyeron un mantra repetido hasta la náusea por moros y cristianos, léase izquierda y derecha.
Así se le preparó el lecho a la extrema derecha, se le allanó el camino, se le ofreció un boulevard de cuatro carriles. Neofascistas de acuerdo, pero en ningún caso imbéciles, percibieron el profundo sufrimiento de las familias, captaron la angustia generada por la incertidumbre laboral en millones de trabajadores, por la ausencia de futuro en la juventud. Sin darse el lujo de renuencias ideológicas inconvenientes, asociaron a su racismo congénito algunas proposiciones que debían constituir el discurso de los revolucionarios: le robaron los huevos al águila, aún cuando en este caso sería más apropiado hablar de avutardas, charabones o gansos.
Resulta notable el modo en que la izquierda consecuente, o radical, – reafirmando su lúcida visión de la realidad social y económica, y al mismo tiempo impotente para aportar un proyecto político creíble, atractivo y federador–, termina por culpar de sus derrotas al empedrado. Su incapacidad para salir de un discurso vanaglorioso y auto-adulador la llevan de fracaso en fracaso. Confrontada al duro veredicto de las urnas, termina por echar mano a la “regla republicana”, apoyando con ese pretexto a quienes condenaba hasta ayer. ¿Confusión decías? No se trata de emitir un juicio de valor, sino de constatar la perplejidad que invade al ciudadano común, poco habituado a los matices de la dialéctica y estupefacto ante las habilidades tácticas de sus representantes.
Asistimos pues a la identidad táctica de la izquierda radical con la izquierda neoliberal, identidad táctica cuyo objetivo consiste en detener la marcha imponente del neofascismo. Al mismo tiempo, la izquierda neoliberal se esfuma ante la derecha tradicional con la esperanza de evitar la extrema derecha: tú ya sabes, “el mal menor”.
Ya se verán los resultados, pero no es pecar de pesimista imaginar que no serán mejores que los ya vistos en los últimos veinte años.
La tragedia está en marcha, el oráculo transmitió su mensaje anunciador de nuevos males. La impotencia se enseñorea, atenuada sólo por el recurso – en plan peor es nada – al célebre método Coué: ni un paso atrás, o bien “on ne lâche rien”… O a la fe ciega en el papel histórico del proletariado, que terminará por liquidar a la hidra del capitalismo. Así está escrito en nuestras sagradas escrituras. Y las sagradas escrituras no son sagradas por nada, ¿verdad?
Esto debiese servir de consuelo mientras no nos resolvemos a aceptar que no hemos sabido ni logrado restablecer las raíces que debiesen unirnos al pueblo. Que nuestro pensamiento y nuestra acción existen – brillan incluso – a pesar del pueblo. En ningún caso como producto de una identidad con el pueblo que quedó atrás – desapareció – hace unos cuantos salarios.
Menuda tarea tenemos delante…