Aún resuena en nuestros oídos el eco de las palabras zalameras del ministro de asuntos extranjeros francés Laurent Fabius y del presidente François Hollande en el cierre de la sesión de la COP21: un éxito, una nueva era, un nuevo enfoque de la lucha contra el cambio climático. He aquí cómo interpretar ese tono triunfante, característico de la grandilocuencia francesa expresado en el viejo aeropuerto de Bourget.
Este tipo de zalamerías desparraman en el aire notas de felicidad que dan cuenta de la firma de un acuerdo sin precedente, justo, duradero, equilibrado, dinámico, limitativo. Le siguen otras notas que anuncian el objetivo de reducir la suba de la temperatura media por debajo de los 2 °C con respecto a los niveles pre-industriales e incluso –sosténganse bien- con la ambición de una estabilización en alrededor de ¡1,5 °!
Para acompañar esta agradable sinfonía, además enfatizada con las lágrimas del señor Fabius, aparecen arpas y violines que proclaman la obtención de un compromiso en el plano financiero también, con la promesa de los países desarrollados de movilizar 100 mil millones de dólares por año hasta 2020 para sostener los esfuerzos de los países del sur.
El calentamiento global y el objetivo de reducir las emisiones a largo plazo son los puntos principales que se desprenden de la cumbre.
Hubo algunos agradecimientos para la sociedad civil, otros para las ONG y para todos los que hicieron posible el trato del siglo: el acuerdo que permitió reconciliar a 195 países del mundo, y punto final. Ahora, ya es oficial, la era de las energías fósiles queda definitivamente atrás, excluida, superada.
A estas alturas, se impone una celebración. El mundo está a salvo y después de las 13 jornadas de París repletas de negociaciones, tardes enteras de retoques y de ajustes de la partición, la humanidad puede sonreír.
Pero rebobinemos, apoyemos en rewind y detengámonos un instante para reflexionar. Este concierto desarrollado con notas demasiado altas sin llegar a ser incisivas, se olvidó de penetrar en las profundidades de ciertas temáticas nada despreciables y dio a luz un acuerdo que no prevé acciones sino promesas. Entonces, resulta evidente, incluso para alguien que no es especialista, que:
1) los objetivos fijados son nada más que pautas que cada país deberá seguir, ratificándolas y legislándolas a nivel nacional.
2) aunque hablemos de limitaciones, no hay ninguna obligación de reducir rápidamente las emisiones de gases de efecto invernadero para poder concretar los objetivos de -1,5-2 °C. Es decir, no hay ningún camino concreto indicado para salir de las arenas movedizas actuales.
3) no hay previstos ninguna sanción ni sistema de control. Dicho de otro modo, no pasará nada si un Estado signatario del tratado de París no respeta las pautas enunciadas en este documento, cuanto menos una llamada al orden con una dosis de presión política internacional. ¿Logran ustedes imaginarse el trastorno que podría causar esa presión y cómo podría herir a ciertas naciones sagaces como los Estados Unidos, Rusia o China, por nombrar algunos? Lamentablemente, la historia nos muestra que la imagen de esas naciones está deteriorada desde tiempos inmemoriales, y no solo por ser los contaminadores del planeta.
A propósito de las infracciones y las sanciones, los expertos estiman, también, que falta un sistema de tasación progresiva que los países paguen en caso de superar el umbral de los niveles de tolerancia de las emisiones de efecto invernadero, lo que hubiera hecho más creíble y más serio el acuerdo francés. Es una laguna jurídica, pero, agregamos, hay ausencia de penalidades o de reembolsos para los territorios y las víctimas de los daños causados por la polución. Además, como si esto no bastara, en los acuerdos de París no se identifica la responsabilidad real de aquellos que al explotar los recursos energéticos en los países del sur violan los derechos humanos de los habitantes de esos lugares. En suma, el acuerdo no contempla ninguna sanción sino, simplemente, exhortaciones.
4) con respecto al financiamiento climático, retomamos a partir del fiasco del Fondo verde para el clima, creado en 2010, y que hasta ahora ha recibido un poco más de 10 mil millones de dólares en lugar de los 100 mil millones por año que deben aportar los países más ricos. En el gran acuerdo de París, la idea decisiva con respecto al financiamiento es, por lo tanto, aquella que opta por un apretón de manos y una palmadita en la espalda de los amigos, como garantía para revitalizar el Fondo de aquí a 2020 -un poco ingenuo, dirían en Francia.
Más allá de la escuálida lista de temas tratados con superficialidad en París, deberíamos agregar una lista de cosas puestas en barbecho (u omitidas): el impacto en las emisiones de gases de efecto invernadero causado por la cría industrial (que ella sola contabiliza el 50 % de las emisiones mundiales), el de la aviación civil y del transporte marítimo, el que se articuló alrededor de los armamentos, del sector militar y de la industria de guerra y, también, el que generan las empresas privadas, por enumerar lo primero que se nos viene a la mente pero, seguramente, no a los eminentes representantes de la cumbre francesa.
El concierto de zalamerías recién acaba de terminar y ya estamos hartos. Por una parte, el entusiasmo y las expectativas de millones de personas, portadoras de valores en los que creen, y por otra parte los manipuladores hábiles de siempre, al servicio de los potentados locales, ciegos y sordos, que ni siquiera conocen el sentido de la palabra “valor”.
Algunas verdades, nada más que para escapar de estos 13 días somnolientos de la COP21. Si verdaderamente quisiéramos alcanzar el objetivo de reducir las emisiones de aquí a 2050, la vía a seguir sería la de reducir a cero la explotación de los combustibles fósiles.
Otras verdades más: en torno a las mesas de decisión de la COP21, de manera más o menos camuflada, se sentaron, sin ninguna vergüenza, los que construyeron su fortuna y sus riquezas (o las de los que representan) a partir de los combustibles fósiles. Estaban los que ya habían decidido, después de decenios (y por los decenios futuros), construir nuevas configuraciones geopolíticas en las rutas de los gasoductos, del petróleo y del carbón. Y lo hacen sin preámbulos, en contra del planeta y al precio de millones de vidas de seres humanos, para así poder acaparar esas fuentes de energía.
Sobre el pupitre del jefe de orquesta, algunos dibujaron el 11-S, la estrategia del terror, otros crearon Al- Qaeda, ISIS, otros convirtieron la conquista del Medio Oriente en una estrategia de vida (la de ellos) y de muerte (la de los otros); es decir, los que hoy y hace más de un mes ininterrumpido bombardean Raqqa en Siria, es decir, los que sin ningún escrúpulo no respetan la vida humana. Entonces, cómo creen que respetarían el territorio. Los que aprovecharon el Land Grabbing y la deforestación. Los que invirtieron en la industria de armas y en el sector militar, que constantemente se excluyen de los tratados y de los acuerdos sobre el clima, sin embargo, tienen un impacto importante en los pueblos, el territorio, el medio ambiente y el clima.
Los que se sentaron en estas mesas de negociación y le vendieron falsos sueños a la humanidad, en particular a los millones de jóvenes que salieron a las calles no solo de Paris sino del mundo, son los mismos que invirtieron en el fracturación hidráulica (fracking) y en el gas de pizarra y que manejan los hilos del TTIP. Y allí donde está el TTIP, no puede haber ningún tratado sobre el clima creíble a favor del clima, así como la propia UE tuvo que certificar en 2013, a pesar de sí misma, y como se revela también en el último informe de Fairwacht del mes pasado.
En este circuito de sucio mercantilismo que no escatima golpes bajos, resulta que aparece como por arte de magia la estrategia tácita de la UE (fuente independiente) que ya casi no nos sorprende, ni nos choca, una información revelada gracias a una filtración. Así nos enteramos que los gobiernos europeos dieron directivas claras a sus representantes para que todo intento de discusión o de medidas contrarias cuyo objetivo sea luchar contra el cambio climático sean bloqueadas en caso de que condujesen a restricciones para el comercio internacional o la propiedad intelectual (¿será necesario decodificar esto como una estrategia pro TTIP?). En todo caso, se trata de un diktat que dice mucho sobre las relaciones entre la jerga política, los poderes fuertes y la diplomacia bajo la manga.
Es por eso que la zalamería de Laurent Fabius y François Hollande pierde sentido y termina por caer en la trampa de la hipocresía y de la mediatización de lo que queremos escuchar o de lo que nos quieren hacer creer y no refleja lo que es y será.
Los objetivos de la COP21 no solo parecen muy modestos, también parecen poco factibles y de todas maneras insuficientes -aunque todos los países respetaran las pautas- para evitar una suba de las temperaturas superior a 3 °C de aquí a 2023, año de la primera verificación establecida por el Pacto de París.
En consecuencia, no queda otra cosa que guardar el violín y comprometerse de otra manera para reivindicar nuestro derecho a vivir en un mundo más sano, más justo y más respetuoso de todos y de todo lo que nos rodea. Debemos volver a pensar el modelo de desarrollo económico existente para diseñar otro cuyos fundamentos sean las energías renovables y que se enmarque en una visión holística de la existencia humana.
Pero es necesario el apoyo de todos e incluye el cambio de nuestros hábitos cotidianos. Tenemos que darnos cuenta del enorme poder que tenemos nosotros, el 99 %, por medio de nuestras selecciones de consumo.
Y si con nuestras selecciones en lo inmediato no pudiéramos conseguir efectos positivos directos sobre el clima, ciertamente lograremos, todos juntos, neutralizar estas lógicas dirigistas y mercantilistas conducidas vergonzosamente por las elites que, no lo olvidemos, viven gracias a nuestro consumo y que únicamente permiten proteger los intereses abominables del 1 % de la población mundial.
Hay que darse prisa en tomar conciencia.