Por Juan Solá
En las zapaterías de mi ciudad hay fila para entrar a comprar. Las casas de ropa están llenas de madres malhumoradas y las puertas de los comercios custodiadas por padres impacientes.
Los autos trepan por la calle en una caravana macabra que va comiéndose las veredas y las sendas peatonales. Nenas llorando por disfraces de princesa impagables. Abuelas sacadas a los empujones a incendiar la tarjeta de crédito para luego volver al encierro de una casa vacía y sin visitas, caniches a punto de ser aplastados por tías con docenas de bolsas colgando.
Una mamá le grita enfurecida a un par de pibes que no quieren caminar. La ciudad es un establo gigante pero ningún Cristo nacerá acá. No hay estrella de Belén, pero sí una hilera interminable de motos en la puerta de una financiera de esas que tienen ploteada en la vidriera una familia rubia y feliz aunque todos los que entran son más bien morochos y tienen cara de tristes.
El hijo de alguien pasa en el Audi con el reggaetón al palo y el baúl lleno de Chandon, feliz de ir a pasar las fiestas en la quinta del hijo de otro alguien que va en el asiento del acompañante y aprovecha para gritarle negro de mierda al tipo que cruzó la calle por la mitad de la cuadra para tomar el bondi, porque se hace tarde y hay que ir a hacer el fuego.
Brindarán por una prosperidad que ya tienen pero no les alcanza y por una felicidad que está ahí pero no ven. Una felicidad que se parece mucho al nene que elige jugar con la caja y no con el robot gigante.
Qué Navidad ni Navidad, esto es un shopping monstruoso, un embrujo que se rompe a las doce con el sonido del cristal de las copas que se encuentran. Alguien dirá que lo importante es la familia y todos estarán de acuerdo mientras suben a Instagram la foto de la Play nueva, no del abuelo viejo.
Qué tragedia saberse cómplice de la vorágine que utiliza las tradiciones para medir cuánto tiene, para mostrar cuánto puede. Tratemos de que sea más feliz que Navidad, hoy y siempre.
Juan Solá es editor de Árbol Gordo Editores