Quemar una mezquita por cada monje asesinado en el extremo sur del país, donde desde hace una década se reencendió la guerrilla de grupos activos entre la mayoría musulmana de las provincias vecinas a la frontera malasia, contra el control de Bangkok y la que consideran una invasión de los thai budistas. Se trata de una provocación que va en contra de las pretensiones de quienes quisieran que la nueva constitución –que se está elaborando bajo el control de los militares que detentan el poder y de las élites tradicionales– declare al budismo como religión nacional.
La propuesta de los monjes radicales, liderados por Aphichat Promjan, abad de un importante monasterio de la capital, ha encontrado oposición en los medios de comunicación y entre las organizaciones de la sociedad civil, pero recoge simpatías y atención.
La situación no es nueva en Tailandia, donde el budismo es considerado uno de los ejes de la identidad nacional, junto a la monarquía y al territorio. Actualmente el país sufre también el contagio del extremismo budista de la vecina Myanmar, que jugando con la idea del presunto peligro islámico presiona por la expulsión de la minoría musulmana, al mismo tiempo que apoya al oficialismo actual heredera del régimen militar, para las elecciones generales del domingo próximo.
En el caso de Tailandia, el budismo extremista constituye un apoyo fáctico a la junta militar, cuya popularidad se ve agrietada a 18 meses de la toma del poder, por la ineficiencia y por la perspectiva de una involución democrática por muchos años.
A pesar de las fuertes críticas al liderazgo formal y la creciente falta de moralidad, el budismo tailandés tiene aún 350.000 monjes, en 39.000 templos y monasterios, y sigue siendo una fuerza que la política y al economía inevitablemente deben tener en cuenta en un país en que muchos aún siguen la práctica de entrar en los monasterios por algún breve período de su vida.