El cielo sobre París está lívido esta mañana. La noche que precedió fue terrible, probablemente, entre aquellas que la historia recordará.
Estoy escribiendo – no sin dificultad, lo admito – en una ciudad en guerra, en un país en guerra. Y el problema es que de esta guerra, en Francia y en Europa, nos estamos dando cuenta recién ahora. Para entenderlo, hemos tenido que esperar a verla frente a nuestros propios, con la ciudad en medio de fierros y fuego, y otras 120 víctimas inocentes (éste es el número, de acuerdo a los últimos datos que han llegado). Hemos tenido que esperar a tener «nuestros» muertos, sin preocuparnos de la gente que, cotidianamente, ayudamos a matar en el resto del mundo: por medio de las intervenciones militares, el comercio de armas, la explotación humana y del medio ambiente, en general, con el apoyo moral y financiero a un sistema que es inherentemente violento.
La conmoción y el dolor siguen aún muy fuertes, todavía me resulta difícil creerlo. El primer pensamiento anoche, cuando llegaron las primeras noticias y conversé telefónicamente con los amigos, tal vez trivial y un poco de “egoístamente”, fue: «Tengo suerte, menos mal que yo estaba en casa”. No es bonito darse cuenta de que, a poca distancia de donde uno vive, en una sala de conciertos por la que uno pasa habitualmente, en un bar en el que puedes haberte tomado una cerveza, en una calle en la que has estado millones de veces, alguien ha perdido la vida. Entonces el pensamiento trató de extenderse, llegando a incluir a los amigos que estaban por los alrededores y regresaron rápidamente a sus casas con miedo; a aquellos que trabajan en un restaurante muy concurrido en un viernes por la noche, y tuvieron que permanecer atrincherados en el interior con los clientes; a aquellos aún más cerca que yo del caos de un Viernes 13 parisino, más desafortunado de lo habitual. Entonces, le dediqué un fuerte pensamiento y una oración laica a las víctimas y a sus seres queridos, y a la humanidad que aún resiste, con todos los que han ayudado en medio del caos, abriendo sus puertas a los que escapaban de los lugares de la tragedia.
La mente siguió vagando para acabar pensando en los que viven este estado de angustia todos los días, mucho más que yo, pero que sin embargo conservan la dignidad y continúan viviendo. Pienso en la realidad que he visto en Palestina hace algunos meses; pienso en la turbulenta historia de los kurdos y sirios, en los que inocentemente se encuentran en medio de la guerra en el África subsahariana, en el bombardeo en el barrio chií de Beirut de hace dos días… y en los que tratan de escapar de esta «tercera guerra mundial difusa», y que tiene dificultades para encontrar hospitalidad.
Pensaba en todo esto, en las condiciones inhumanas en las que muchos seres humanos viven en el planeta, cuando volvió a cobrar sentido, en mi pequeña vida, el compromiso con la no violencia. Cuando la gente me pregunta por qué me importa tanto las batallas por la paz y el renacimiento de un fuerte movimiento por la paz, a quién me pregunta por qué insisto en hablar de la no violencia frente a la mirada de “ya es suficiente” de mis interlocutores (que me consideran, en el mejor de los casos, un utópico y, en el peor, un ingenuo)… mi respuesta es simple: No quiero volver a vivir las sensaciones que tuve anoche (impactante, aunque muy atenuada y en una situación «privilegiada»). Y no quiero que nadie más en el mundo vuelva a vivirlas.
No quiero ver más al mundo totalmente en las garras de la violencia. No solo de aquella brutal, armada, evidente… sino también aquella del capital y de los estados, y aquella de todos los días, que reproducimos en las relaciones humanas, que no nos hacen ver a los demás como seres humanos pares nuestros, que nos divide, que no nos hace cooperar, la que nos lleva a destruir la casa que compartimos: el planeta Tierra. Mire a su alrededor con un poco más de profundidad y encontrará a su alrededor muchos ejemplos de la violencia. Probablemente, en los próximos días encontrará aún más: los chacales ya han comenzado a hacer su trabajo sembrando el odio y el miedo, culpando al chivo expiatorio más cercano – los musulmanes -, endureciendo aún más el control de fronteras hacia los migrantes y refugiados, militarizando y limitando las protestas, creando un clima de terror.
Frente a la crisis y a la deshumanización que vivimos, la respuesta violenta ya empezó por medio de la espiral clásica del “ojo por ojo y quedará el mundo ciego”, bien explicado por Gandhi. Ahora de lo que todo el mundo, y no solo París, tiene necesidad, es de una verdadera cultura de paz y no violencia. No una hipócrita, sino una concreta, activa, cotidiana. Creo que esta es la mejor manera de estar cerca de los que sufren en estos momentos, para evitar lo peor: esforzarnos por «Seguir siendo humanos», como escribió Vittorio Arrigoni.
No nos quedemos atrapados en el miedo y el odio. Comprometámonos cada uno en contra de la militarización de los territorios, contra la guerra y contra las alianzas destructivas y mortíferas, como la OTAN, luchemos por la reducción drástica de los gastos militares y por formas alternativas de defensa, elijamos boicotear a los bancos que hacen ganancias con las armas y a las empresas que abusan de los trabajadores y del medio ambiente. Cuidemos nuestras vidas y lo que nos rodea, fijémonos un poco más en los demás y no solo en nosotros mismos. Construyamos de esta manera, con la no-violencia activa y organizada, un mundo en el que valga la pena vivir.
«No violencia o barbarie«, nos han recordado los amigos del Movimiento No Violenta italiano con ocasión de la celebración del 2 de octubre. En este momento, más que nunca, con la barbarie frente a uno, es necesario tratar de invertir la tendencia.
(Gracias a Sara Sgro´ por el gentil permiso para usar su obra “Abrazo de vida”, dedicada a los hechos recientes en París, para ilustrar este artículo)