Por Federico Larsen.-
La victoria de la derecha guiada por Maurucio Macri en Argentina abrió nuevamente el debate en torno al futuro y el horizonte común para los países de América Latina. Se trata de la primera derrota de un gobierno progresista post-neoliberal desde principios de los 2000, y para muchos el comienzo del fin de una época. Analizando más en profundidad la situación actual del continente, y haciendo un poquito de historia, es posible sin embargo entender que la victoria conservadora en Argentina no es más que un síntoma de una crisis política más general.
Argentina vuelve a tener un gobierno neoliberal luego de un debate político marcado por la ausencia de los ejes que signaron el cambio en nuestro continente. Scioli, contrincante de Macri, siquiera aprovechó el décimo aniversario de la Cumbre de los Pueblos de Mar del Plata y el no al ALCA para reavivar aquellas posiciones anti-neoliberales con fuerza. Por el contrario, la agenda estuvo marcada en ambos bandos por los ejes tradicionales de la derecha: seguridad, inversión, credibilidad para los mercados y productividad. Esta tendencia, en realidad, no extraña. El proceso que vivió la Argentina en los últimos 12 años no sólo favoreció, sino que tuvo como principal objetivo llegar a retomar estos debates en el ámbito público luego de la debacle institucional, social y política que representó el periodo 2001-2002. El estado, concediendo y conteniendo a amplios sectores de las clases populares logró revigorizar al sistema institucional fuertemente cuestionado, gestionando el descontento social con la apertura de las instituciones a demandas populares históricas. En Argentina y en la mayoría de los países progresistas de América Latina jamás hubo una concreta intención de abandonar las formas tradicionales del estado (como pedían buena parte de las revueltas en el continente hacia fines de los ’90), sino de hacerlas más equitativas e inclusivas, aceptando las limitaciones evidentes que éstas tienen. Uno de los objetivos del proceso lo dejó claro la misma Cristina Fernandez de Kirchner cuando se acercó a votar el domingo: “(en 2001) la gente veía a alguien con corbata en la calle, creía que era un empresario o un político y le pegaban”. Hoy no sólo no pasa, sino que se los vota.
Agotada la receta represiva ensayada por el presidente Duhalde en 2003, era necesario entonces relegitimar al sistema estatal a partir de la inclusión de amplios sectores de la población, previa negociación con los sectores dominantes de la economía nacional e internacional, para luego retomar la “normalidad” del funcionamiento del Estado. Y para hacerlo, era necesaria una estructura capilar y poderosa, que dirigiera y encauzara el espíritu de cambio suscitado por el fracaso neoliberal. En casi toda América Latina, las estructuras partidarias que llevaron al poder a los líderes progresistas disciplinaron a movimientos y fuerzas populares para garantizar la gobernabilidad. En algunos casos se llegó inclusive a expulsar a quienes habían sido protagonistas de ese cambio de los lugares de decisión, como en Perú y, en un proceso mucho más lento, en Ecuador. Para Argentina el tradicional Partido Justicialista fue la base para esa reconstrucción, que se abrió a la participación de otros sectores y partidos, a pacto de que quedaran enrolados detrás de la conducción presidencial. Y fue justamente en el Justicialismo que se fue a buscar el candidato a la sucesión presidencial de 2015. El kirchnerismo logró que inclusive movimientos populares de izquierda volvieran a reconocer en el sistema electoral y político una vía para la acción social a pesar de que los sectores representados por los candidatos a presidente estuvieran muy lejos de sus intereses.
Un proceso que se ha dado en varias partes del continente, exceptuando los gobiernos de Venezuela y Bolivia. Así como en Argentina se pasó del “que se vayan todos” a la más absoluta confianza en los dirigentes del establishement y el sistema institucional de representación, en América Latina viene perdiendo cada vez más fuerza el espíritu del no al ALCA a favor de quienes pregonan competitividad y estabilidad. La moderación y ciertos retrocesos demostrados por los gobiernos de Brasil y Uruguay (con Almagro y Astori como principales actores en el panorama internacional), por ejemplo, son otros síntomas de un proceso que excede el resultado electoral argentino y apunta directamente a las formas de ejercicio del poder real de la progresía latinoamericana. El caso de Brasil es paradigmático. En el país elegido por los capitales internacionales como plataforma de acceso al continente, los movimientos sociales y populares (los más imponentes de América Latina) hacen todos los esfuerzos por traccionar hacia la izquierda un gobierno que en menos de un año de asumido su segundo mandato ya aplicó ajustes y compuso su gabinete con los acérrimos enemigos de los sectores en lucha. Es decir, los protagonistas de los grandes procesos de cambio en el continente no están en los gobiernos, sino que se proponen como actores preferenciales que intentan incidir en el debate político hacia los intereses populares, con grandes conquistas y grandes derrotas. Ésto último es justamente lo que sucedió en la Argentina. No es de extrañar entonces que el ciclo progresista latinoamericano se encuentre en franco retroceso. Su futuro ya no está en manos de los pueblos, como se decía hace diez años, sino de dirigentes y estructuras políticas que limitan la acción y participación popular.
A esto se le suma un contexto internacional realmente adverso. Los embates que sufre hoy la República Bolivariana de Venezuela, bastión en la construcción colectiva de otra manera de entender el estado, son sólo la forma más directa de injerencia extranjera en pos de una restauración conservadora. Las economías regionales sufren hoy de los bajos precios del crudo y alimentos, tendencia que según anunció el FMI en su cumbre de Perú este año, se va a mantener y hasta agudizar hasta 2017. China, por su lado, ya anunció su estrategia político-comercial a futuro, la del “cinturón y la vía”, que deja completamente por fuera a América Latina en pos de un acercamiento a los países de África y Asia en su cooperación comercial.
Teniendo en cuenta que la región ya sufre de una inserción subordinada y dependiente en los mercados globales por la falta de impulso a formas regionales alternativas en los últimos años, la vuelta al establecimiento de relaciones con las grandes potencias anunciada por Macri se puede leer como una política de estado predecible, inclusive si el resultado del balotaje hubiese sido otro. La victoria de la derecha argentina entonces, por más que represente un retroceso para los procesos de cambio continentales, no puede entenderse como el principal mal que sufre el continente. Por el contrario, el alejamiento generalizado de las propuestas emancipatorias, encauzar a los movimientos sociales en las estructuras partidarias verticales, el abandono de iniciativas de integración concretas (Banco del Sur, Sistema de Compensaciones Comerciales ecc…), y especialmente la falta de cuestionamiento a la forma moderna de dominación y de Estado, son, junto con otros factores, el caldo de cultivo donde las modernas derechas latinoamericanas crecen y se organizan.