Civiles inocentes están muriendo en calles comunes, víctimas de bombas del EI y también de bombas arrojadas por Francia en las ciudades de Siria en guerra civil.
Hace una semana, el 12 de noviembre, un atentado mató en Beirut 43 personas y dejó más de 200 heridos. La capital del Líbano fue víctima del Estado Islámico (EI), que confirmó su macabra autoría. Tres explosiones causaron ese enorme sufrimiento. Según el EI, el motivo fue que estaban siendo víctimas de los combatientes libaneses de Hezbollah en Siria/Irak. El mismo motivo provocaría el atentado en París, pues Francia participa de la operación liderada por los EEUU que bombardea al autoproclamado Estado Islámico.
Lamentamos la muerte de cualquier ser humano, incluidos los que mueren en combate, motivados por el deseo ciego de destrucción. El mismo deseo se manifiesta en el hombre bomba suicida, como en el operador que lanza bombas a distancia.
No nos confunde el hecho de que unos se preserven en los aviones o los cuarteles generales y otros se expongan a explosiones. Todo ellos son esclavos de la violencia como metodología de acción.
La violencia es un afán, una fuerza interior a cada ser humano que vive en un sistema que usa es violencia cotidianamente en las más variadas formas. En forma de violencia económica, por ejemplo, que le quita el futuro a los jóvenes que encuentran en las fuerzas armadas un modo de vida. Esto es así tanto en el EI como con el ejército más fuerte del planeta, el de los Estados Unidos.
También interesa a la industria bélica, enorme monstruo que mantiene a los Estados Unidos como rehén, succionando centenares de millones de dólares en guerras en cualquier lugar. Hoy en Afganistán y Siria, ayer en Irak, Kuwait, Colombia y un infeliz etcétera. Mientras esta industria no sea convertida en algo útil a la vida, seguirá lucrando con la destrucción y la muerte. Dicho en palabras simples: se gana más vendiendo armas que comida y, si se trata de un país en conflicto o guerra, se gana todavía más.
Esa industria sigue en pie precisamente porque la sociedad la acepta. Puede parecer ingenuo imaginar la conversión de la industria bélica, pero sólo lo es para quien no conoce los procesos, los caminos de la historia de la evolución humana y, lanzado a la ignorancia, cree lamentablemente que el mundo actual puede no ser el mejor pero es el único modo de vida posible. Recordamos que no muchas décadas atrás, la industria lucraba con la esclavitud masiva, trasladando y vendiendo millones de seres humanos. Y la religión oficial de la época no sólo lo aceptaba sino que vivía adherida a esa situación sin cuestionarla ni combatirla. Y fue una enorme atrocidad, comparable a las guerras mundiales.
Aunque fuerte y tan “globalizada”, la industria de la esclavitud terminó en el momento en que la sociedad dejó de aceptarla. Sucedió por diversos motivos, no únicamente por los que la escuela divulga. Y quien comandaba esa industria riquísima del tráfico de esclavos, tuvo que arreglárselas y cambiar de negocio, hacer reingeniería o languidecer.
Mientras la sociedad no comprenda que la raíz de toda violencia es la misma, es la negación de la humanidad del otro, es la completa desvalorización del ser humano puesto por debajo del Estado, la religión, el lucro, la violencia no acabará por sí sola porque está alimentada inclusive con el trabajoso pago de los impuestos. Algún día la gente reconocerá masivamente que es inaceptable seguir pagando en vidas, en heridos, en sufrimiento, en impuestos, por la violencia hacia los demás que, al final, se vuelve contra todos.
Cuando la sociedad comprenda que además de la brutalidad de los atentados y bombardeos todos sufrimos el mismo mal, la violencia en distintos modos, la violencia económica diaria, la violencia racial, de género, moral y otras; cuando consigamos comprender eso como humanidad, como especie humana, vamos a buscar las raíces de la violencia y arrancarlas de nuestros corazones (que a veces piden venganza y se cierran en el resentimiento), arrancarlas de nuestras relaciones (que a veces maltratan explotan y discriminan) y arrancarlas de la sociedad, de las empresas, del Estado y la religión.
Viviermos en paz y podremos, como dijo el Maestro, “amar la realidad que construiimos”.