En el intento de comentar y/o establecer tendencias a la luz de los recientes eventos electorales en Argentina, Colombia, Guatemala y Haití, tenemos que señalar en primer término que estamos ante elecciones bastantes disímiles. En Colombia, ha habido elecciones municipales. En Argentina, nacionales, luego de una preselección primaria. En Haití, las votaciones se realizan bajo la ocupación de tropas de la Misión de las Naciones Unidas, Minustah y la dependencia fáctica de las ONG. En Guatemala se realizó la segunda vuelta presidencial, muy poco tiempo después que la presión popular forzara la renuncia del presidente y su vice, por estar envueltos en manejos mafiosos del Estado.
En este último país, el voto anti corrupción eligió un comediante ajeno a las lides políticas, respaldado por militares. En Colombia, los padrinazgos y las contribuciones millonarias de empresas ligadas a proyectos inmobiliarios y de infraestructura, pusieron al frente de las principales ciudades a candidatos conservadores, varios de ellos, aunque pertenecientes a la política tradicional, disfrazados de empresarios. En Argentina, aún cuando queda abierta la definición de presidente en segunda vuelta, el candidato neoliberal – un empresario disfrazado de político – ha logrado acercarse al oficialista, emparejando prácticamente el escenario. Mientras que en Haití, entre denuncias de fraude y un faccionalismo endémico, se conocerán los resultados en algunos días más. Es seguro que también allí habrá segunda vuelta, ya que se postuló el increíble número de alrededor de 50 candidatos presidenciales, sobresaliendo un joven desconocido promovido por el presidente Martelly y como principal contrincante el ex jefe de la empresa estatal de la construcción.
Como común denominador puede observarse un avance del voto anti político.
¿Se ha derechizado la situación? Pareciera que sí. Además del éxito electoral de propuestas retrógradas envueltas en packaging multicolor, es también observable que las agendas – aún aquellas de los gobiernos populares – comienzan a estar más alineadas con temas propios del discurso y la preocupación capitalista como la competitividad global, el desarrollismo, la lucha por la propiedad del conocimiento y hasta con la represión social.
¿Es todo fruto de la manipulación o hay factores objetivos que favorecen lo que parece un cierto regreso a épocas anteriores y un retroceso de lo mejor del ser humano?
Por cierto que un dato objetivo es que no ha desaparecido en absoluto la concentración de los medios de difusión. Éstos son todavía, junto a enormes gastos publicitarios de campaña, a cargo de las grandes empresas, factores decisivos en el panorama que se le presenta a la ciudadanía a la hora de votar.
Sin embargo, creer que todo se debe a ellos, es minimizar la capacidad crítica de los pueblos, es de alguna manera, cosificar a la gente, poniéndola simplemente en situación de víctima pasiva y no de agente social activo. Es por otra parte, exagerar la inteligencia de los pulpos mediáticos que, aún usando todo su arsenal maquiavélico, se han vuelto crecientemente previsibles para el ciudadano común
¿Cuáles son entonces los motivos del manifiesto malestar que sin dudas se deja ver en la región en los últimos tiempos?
Desde un análisis socio-económico, los datos de la Cepal[1] indican que ha habido un estancamiento (y leve retroceso) en la disminución de la pobreza en los últimos tres años. Hay 165 millones de pobres en América Latina y el Caribe, o en términos porcentuales, el 28%. Si bien se ha mejorado respecto al 50% de los años noventa, es demasiado todavía para estar conformes.
Otro dato no menor es que América Latina continúa siendo una de las regiones del mundo con mayor desigualdad. El quinto más rico acumula alrededor del 45% del PBI, mientras el quinto más pobre sobrevive con un 5% de la riqueza total. Si bien el índice de Gini ha descendido un 10% en los últimos diez a doce años, señalando una mejora, no se observan transformaciones estructurales en la acumulación de capital.
Pesa en todo esto sin duda el arrastre de un proceso que arranca en la época colonial y se consolida con la misma configuración de los países de la región. Pesa la segregación aún vigente que dificulta la movilidad social ascendente y pesa también la coyuntura internacional desfavorable.
Sin embargo, la necesidad no admite plazos. Si se suma a ello cierta mirada superficial e intencional (ésta sí ampliamente difundida por los medios), se termina cargando sobre los gobiernos las culpas de todos los males, más allá de todo posible esfuerzo bienintencionado.
Objetiva es también la corrupción estructural que padecen muchos países. Este es además un hecho cotidiano que el ciudadano percibe en los distintos estamentos de la vida social. Por ello es que la toda alusión – justificada o no – a casos de corruptela encuentra eco en la población, influyendo fuertemente el voto.
Más allá de todo esto, hay un elemento esencial y decisivo en la vivencia actual de las personas en la región y en ella se conjugan objetividad y subjetividad. Me refiero a la violencia, un fenómeno omnipresente, tanto en las calles como en los medios, configurando así una fuerte sensación de inseguridad permanente. Y esta sensación de impotencia, de falta de libertad, de riesgo, es transversal a los distintos segmentos sociales y grupos humanos.
Se configura así un malestar que da pie a la búsqueda de soluciones rápidas. Todo esto acompañado de una fuerte sensación de incerteza en el rumbo de los acontecimientos, producto de los fuertes cambios en el paisaje social. Allí es que el espejismo de las políticas conservadoras y hasta fascistas encuentra su caldo de cultivo y hace pie.
Uno se pregunta si han perdido dinámica aquellos impulsos progresistas o revolucionarios de la región que parecían convertirla definitivamente en un espacio de mejores oportunidades para todos, de respeto a la diversidad personal y cultural, de fuerte signo soberano.
Observable es, sin duda alguna, el problema que representa en varios casos la dependencia en estos procesos de figuras claves, de personalismos un tanto paternalistas o maternalistas que parecieran no ser prescindibles. Esta dependencia, sin duda, debilita, ya que no son sencillos los recambios en los liderazgos.
También puede observarse la paradoja del enfriamiento de los movimientos sociales, al comenzar éstos a ocupar espacios de gobierno, transformándose una parte de la militancia en funcionariado, con el progresivo alejamiento de los barrios y la gente. Así las transformaciones quedan supeditadas exclusivamente a lo gubernativo, perdiendo protagonismo la misma base social.
Por supuesto es de considerar el desgaste que representa la gestión continua de los gobiernos de signo progresista o de izquierda y su exposición al permanente bombardeo mediático conservador. Imprescindible es también tener en cuenta la guerra de guerrillas del imperialismo contra todo aquel que ose desalinearse de su yugo.
Todo esto atenta contra la integración regional, que tiende a estancarse y hasta amenaza con involucionar.
Además de todos esos factores, en mi opinión, es necesario considerar las carencias en los paradigmas que hoy están siendo usados en la contienda con lo viejo, que no terminan de servir de sustento a lo nuevo. Ya se trate de tópicos del alfarismo, del Buen Vivir originario, del “socialismo del siglo XXI”, del bolivarianismo o en las versiones modernas del desarrollismo peronista/petista.
En toda revolución histórica están siempre presentes elementos rescatados de otras gestas no concluidas, que pueden ser considerados “elementos restauradores o – visto en positivo – imprescindibles lazos de continuidad histórica. Sin embargo, lo preponderante no es la mirada al pasado, sino el impulso que le da a sus paradigmas la radical transformación de lo establecido, lo novedoso, lo que transgrede y supera esquemas decadentes.
Así las cosas, más allá de no desdeñar y estar también atento a las coyunturas, está claro que hoy, para avanzar, hay que reinventar la revolución. Completar las opciones en marcha afirmando sobre todo, como elemento principal, su carácter humanista y no violento. Inyectarle al proceso social estas características valóricas que involucran actitudes, conllevan cambios de conducta y de orientación vital, requiere agregar a las modificaciones sociales, paralelas transformaciones internas en las personas. Es el famoso “cambio de mentalidad” al que intuitivamente tantos hacen referencia.
Si el colectivo social y cada uno de nosotros en la vida cotidiana tiende a ello, la dificultad cierta que esto implica podría verse ampliamente compensada por la solidez de una condición insoslayable para poder comenzar un nuevo período histórico. En ello tendrán mucho que decir las nuevas generaciones como portadoras de este nuevo momento que suscita estos tirones conservadores por parte de otras generaciones y modalidades que se resisten a dejar libre el escenario social.
Creo que no es tarde para frenar este rebote neoliberal, hay una fuerte acumulación de los avances alcanzados que no será fácilmente resignada por los pueblos y por supuesto un enorme potencial a despertar si es que, autocrítica mediante, se logran renovar y profundizar los procesos en marcha en América Latina y el Caribe.
[1] Panorama Social 2014, Comisión Económica para América Latina y el Caribe.