Por Ismael Cabrerizo Cebrián

Cuando los pueblos se enfrentan a una época de crisis sistémica donde las certidumbres se tambalean, una atmósfera lo envuelve todo: la desorientación presente y la incertidumbre sobre el futuro. En estas condiciones, los pueblos buscan salidas y respuestas que tratan de compensar el desequilibrio angustioso que sufren. De este modo, se va configurando en los conjuntos humanos ciertas imágenes que cumplen con las funciones de orientar la acción a seguir y de compensar la situación crítica, actualizando con la imaginación una escena reconfortante. A veces las salidas son acertadas y otras son falsas salidas. ¿Cómo saber si estamos ante una u otra?.

Según las últimas elecciones catalanas, la mitad del pueblo catalán ha proyectado la independencia como solución a sus problemas. La independencia se configura así, como idea que moviliza proyectos e ilusiona con su cumplimiento. A la mayoría del pueblo que ha votado a favor de la independencia no les ha importado que lidere políticamente el proceso Convergencia Democrática de Cataluña, un partido corrupto que ha producido los mayores recortes en sanidad y educación. Tampoco importa mucho, si se logra la independencia, que en la Cataluña resultante se configure un sistema de partidos bipartidista parecido al español. Convergencia representaría a un partido conservador defensor de los recortes y la política neoliberal de la Troika; ERC representaría la socialdemocracia sustituyendo al Partido Socialista de Cataluña y las CUP a una izquierda anticapitalista con similar representación a la que tuvo IU en el resto de España.

En todo momento fundador, se produce una condición de origen que inaugura una inercia propia, nacional en este caso, donde en la nueva República Catalana, periódicamente, se rendirían honores a los padres de la patria, que tendrían el aval que da el hecho “heroico” de haber conseguido la “liberación” de su pueblo.

Esta situación recuerda al irracionalismo que se produce cuando uno acaba por tener cierto apego a sus propios problemas, aunque éstos me hagan sufrir, por encima de todo, son los míos. El bipartidismo catalán, los padres de la patria o los recortes en educación y sanidad son, por encima de todo, los míos.

Por otro lado, los representantes del nacionalismo español no terminan de entender que el proceso independentista no nace de las cúpulas partidistas de CDC y ERC, sino que surge de abajo, de un pueblo desesperado que traduce su incertidumbre en una idea latente que termina por manifestarse como solución posible. Por tanto, desbancando a Artur Mas no se acaba con dicho proceso y tampoco quieren comprender que lo verdaderamente democrático es consultar a la ciudadanía y no ampararse en una ley sin legitimidad cuando un pueblo reclama su derecho a decidir qué futuro quiere para su nación.

Llegados a este punto, la única solución para los que no quieren la separación, es la persuasión y dejar valientemente que el pueblo se exprese en un referéndum vinculante, aceptando sin drama el resultado. Pero esta postura no cala en las mayorías porque están siendo succionadas por la lógica del enfrentamiento. Sin embargo, uno no puede imponer su deseo de seguir junto a otro, si éste, en un legítimo uso de su libertad decide separarse, incluso aunque sus razones sean espurias. Los pueblos están ante dos alternativas: o se dejan llevar por los sentimientos viscerales que despiertan las luchas patrióticas votando en clave nacionalista, o elevan la mirada, posándola en lo realmente importante, es decir, en oponerse a un sistema político y económico inhumano votando en clave de justicia social.

El nacionalismo tanto de un bando como de otro, que se realimenta mutuamente, ha conseguido, de nuevo, postergar al ser humano. Las reivindicaciones esperanzadoras que se originaron en el 15M ponían en el centro la prioridad de humanizar la economía, inaugurando la posibilidad de una nueva etapa donde, por fin, lo importante fuera la gente. Sin embargo, los sentimientos nacionalistas han solapado interesadamente ese impulso popular que es el que puede verdaderamente poner en jaque al sistema económico y político actual. Esta situación no es nueva en la Historia. Por ejemplo, fue el nacionalismo quién acabó con la idea de la internacionalización de la lucha de la clase obrera cuando los trabajadores de distintas naciones comenzaron a matarse, unos a otros, en las guerras mundiales.

Es muy probable que en las próximas elecciones generales, el voto en clave nacionalista desvíe la atención colectiva, como ha ocurrido en las últimas elecciones catalanas, de las masivas movilizaciones de los últimos años: las mareas, las marchas por la dignidad, la lucha contra los desahucios y, en definitiva, de la estafa generalizada que ha dejado desprotegida a gran parte de la población.

En este sentido, la salida nacionalista aparece como un viejo irracionalismo que posterga lo realmente importante. Amar tu nación, tus costumbres y tu lengua no implica la defensa de un nacionalismo insolidario con complejo de superioridad, ni un nacionalismo arrogante que trata de imponer la centralidad sin reconocer la diversidad. Cuando el irracionalismo visceral se desata, de nuevo en la Historia, se posterga al hombre concreto y, en su nombre, se justifica una nueva deslealtad hacia el ser humano, colocando por encima de las necesidades reales de la gente, el color de la bandera que debe ondear en el balcón de turno.

 

Ismael Cabrerizo Cebrián es oolaborador del Centro de Estudios Humanista Noesis