Por Ángel Bravo*

Los atentados de ayer por la noche en Paris nos han horrorizado a todos, de nuevo una explosión de violencia salvaje azota a ciudadanos comunes y corrientes en nuestros países. Todos hemos puesto el grito en el cielo, manifestado nuestra repulsa y solidarizado con las víctimas. Pero, ¿por qué no hacemos lo mismo cuando la violencia golpea en la vida cotidiana de millones de personas anónimas que viven en países alejados de nosotros, pero en cuyos conflictos nuestros gobiernos apoyan abiertamente a alguna de las facciones en liza o directamente ayudan a las invasiones de sus territorios?

No nos podemos extrañar de las respuestas violentas que dan algunos grupúsculos, cuando diariamente permitimos que millones de personas carezcan de lo necesario para su supervivencia; o cuando miramos para otro lado mientras los supuestos «defensores de la libertad y los derechos humanos» ocupan países para imponer sus intereses o apoyan con armas a los bandos en combate. ¿Cuándo nos daremos clara cuenta de que la guerra y la violencia de todo tipo no soluciona ningún conflicto, sino que sólo los agrava, aparte de arrastrar el resentimiento personal y social por centurias? Es preciso, de una vez por todas, luchar de manera no violenta contra todo tipo de violencia, no sólo la armada, que se manifiesta en las guerras o en el terrorismo, también contra la económica, que sumerge a vastos colectivos humanos en la precariedad y la desigualdad, ya que esta injusticia radical es madre de muchas explosiones revanchistas que luego nos golpean de manera «inesperada». También hay que luchar contra otros tipos de violación de la libre intención humana a través medios psicológicos, sexuales, educacionales, religiosos, etc.

Mientras la violencia sea el signo bajo el que vivimos cotidianamente y no empecemos a adoptar otro tipo de comportamiento, de respeto y compasión por las otras personas y los otros pueblos y culturas, nuestra especie va a seguir corriendo un serio peligro.

Hoy en día es muy necesario salir del círculo vicioso constituido por la recepción de un estímulo violento al que se responde de forma igualmente violenta, porque así nunca vamos a salir de ese bucle trágico, sino sólo lo vamos a realimentar. Debemos aprender a ponernos en la piel del otro y tratar de comprender las raíces de los problemas, no sólo reaccionar de manera mecánica y ciega ante lo que experimentamos. Necesitamos con urgencia explorar nuevos caminos, como el de la reconciliación con lo que nos ha pasado o con las personas o pueblos que nos han hecho daño, porque ellos tampoco han elegido hacerlo, sino que sólo han sido el resultado del arrastre del odio y el resentimiento a lo largo de nuestra vida o de la historia. Sabemos que esto es muy difícil lograrlo, porque el daño anidado en nuestras vísceras exige reparación. Pero si no comenzamos a intentarlo y no somos capaces de conseguirlo, nuestro destino se verá seriamente comprometido, ya que la espiral de violencia crece por momentos y nuestra capacidad destructiva es cada vez mayor, siendo que hoy incluso ciertos tipos de pequeñas armas atómicas están al alcance de grupos violentos de todo signo y nacionalidad.

Finalmente, debemos reconocer cuanto antes que la injusticia, la desigualdad -no sólo de derechos, sino, sobre todo, de oportunidades reales- y la carencia de lo más esencial para la vida, acarrea mucho dolor y sufrimiento en personas y pueblos y provoca más adelante reacciones irracionales y violentas que nos golpearán aunque vivamos en puntos muy distantes.

Los humanistas creemos que una reflexión sobre la propia vida y sobre la historia ha de acometerse con urgencia, para encontrar la verdadera causa del dolor y el sufrimiento y para dejar de buscar culpables, y también para que cada persona y cada pueblo asuma la parte de responsabilidad que le toca, abriendo, de esta forma, el camino a la reconciliación.

 

Angel Bravo ha escrito este artículo a partir de intercambios con el colectivo Humanistas por la Renta Básica Universal, del cual forma parte.