Todo está marcado por la necesidad que muchas personas tienen de estar siempre por encima: No hay valor menos transformador que ese.
Proliferan ambientes hostiles en los que la norma viene a ser algo así como “o pisoteas o te pisotean”. Es el sálvese quien pueda, la guerra por la guerra.
Por Olga Rodríguez
Hay un denominador común en todos los ambientes en los que como mujer recibo demandas de sumisión, y es el vinculado a la necesidad que ciertos hombres sienten de quedar siempre por encima. “Eso es la servidumbre de la masculinidad”, me comenta una amiga, quince años más joven que yo, que milita en un partido político y que recientemente ha organizado a sus compañeros de militancia unos cursillos sobre masculinidad, ofrecidos por un hombre.
“En el taller nos explicaron que algunos hombres, sin darse cuenta, siguen sintiéndose obligados a demostrar su virilidad, lo que les somete a un estrés enorme, porque si no quedan siempre por encima sufren una enorme frustración”, me explica mi colega mientras tomamos unas tapas en una terraza. Las relaciones personales, la política y el trabajo, tres ámbitos distintos, están impregnados de lo mismo: la servidumbre de la masculinidad.
Hay muchos hombres seguros que no sienten la necesidad competitiva de hacerse ver como superiores dominantes. Pero otros, si no cuentan con la suficiente formación feminista y el suficiente análisis de sí mismos, se ven arrastrados por la necesidad de quedar por encima de alguien. Y ese alguien suele ser una mujer, porque mandamos menos, cobramos menos y tenemos menos poder. Si, ante eso, una mujer protesta, corre el riesgo de que se le atribuya una subjetividad hormonal, porque en los códigos patriarcales el mal es nuestra presunta susceptibilidad y no los comportamientos autoritarios de algunos hombres.
Como mujer he padecido a menudo lo que un amigo llama “las meaditas” masculinas. Recuerdo que en una ocasión recibí un premio periodístico de prestigio por mi trabajo en Gaza y Ciudad Juárez. Un jefecillo, del que ninguno habréis oído hablar, se sintió obligado a comentar en público que no entendía que me premiaran. Su masculinidad estaba en entredicho ante una mujer que destacaba -y que además cubría guerras, el colmo- y tenía que marcar territorio para sentirse algo más seguro. El pobre era un mar de debilidades en un contexto muy hostil que le obligaba a ser “lo más”.
Como explica la socióloga Raewyn Connell, hablar de masculinidad no es hablar de los hombres, sino de la posición de los hombres en un orden de género. “La masculinidad hegemónica es aquella que garantiza (o se toma para garantizar) la posición dominante de los hombres y la subordinación de las mujeres”, indica Connell.
Luchar por un mundo más igualitario, no patriarcal, implica que los hombres renuncien a los privilegios con los que nacen por el simple hecho de ser hombres. Y eso, subconscientemente, actúa como palanca de freno en actitudes cotidianas. Por eso no nos sorprendemos cuando estamos en conversaciones en las que los hombres solo se escuchan entre ellos, en las que nos interrumpen o nos ignoran.
Los detalles son habituales y pasan casi desapercibidos. Compañeras de profesión que son cuestionadas casi al unísono por dos o tres varones, algo que no suele ocurrir en sentido inverso. Jefes que sienten la imperiosa necesidad de dejar claro que mandan, y para ello nada mejor que una subordinada ante la que marcar territorio, o que dan por concluidas las reuniones cuando aún falta por intervenir alguna mujer. Hombres que no pueden evitar cuestionar a quien tienen al lado, sea hombre o mujer, soltándole alguna agresión más o menos velada. Y, por supuesto, mujeres que terminan asumiendo los mismos códigos para sobrevivir en ambientes hostiles en los que la norma viene a ser algo así como “o insultas o te insultan, o pisoteas o te pisotean”. Es el sálvese quien pueda, la guerra por la guerra.
Aún hoy hay hombres jóvenes que se sienten obligados a no mostrar ni un ápice de emotividad, no vaya a ser que se les confunda con seres débiles y femeninos. Compartimentan espacios, anulan los afectos y reducen tanto lo profesional como lo personal a códigos bélicos.
La servidumbre de la masculinidad impone peleas, sacrifica las emociones e impide a algunos descubrir quiénes son y elegir cómo quieren ser. Las mujeres tenemos un panorama desolador, pero el estrés que llevan encima esos hombres movidos por la llamada de la selva no se lo deseo a nadie.
Con semejantes dinámicas bélicas se perpetúan valores de dominación perjudiciales para todos. Otro mundo es posible, otro modo de hacer política es posible, y otros ambientes laborales son posibles. No hay nada más eficaz que trabajar desde el respeto y el compañerismo, sin violencia, con confianza y complicidad, de igual a igual. No hay valor menos transformador que la necesidad de estar siempre por encima.