Se imaginó cómo sería ser uno con el río. Metió los pies en agua fresca, dejando que las imágenes fluyeran. Se sintió agua. Su cuerpo se transparentó, y sus contornos se desdibujaron porque, ahora, podía adaptarse a cualquier lugar.
Pero ser río no es solo ser agua, pensó. No es condición suficiente. Entonces también fue tierra, asentada en el fondo escondiendo innumerables tesoros; fue piedras que reflejaron el sol; fue arena arrastrada por la corriente; y fue orillas: no hay río sin dos orillas.
Estuvo así un tiempo, simplemente siendo río, cuando empezó a sentirse acongojado. Sin saber de dónde venía tanta tristeza, soltó una lágrima que brilló al sol un instante antes de caer al agua y, con un “plin”, transformarse en un pececito dorado.
-¡Vida! ¡A mi río le falta vida!
Solo deseándolo, miles de peces aparecieron. Y los árboles se sentaron a las orillas, y los animales bebieron de su cauce, y las plantas reposaron dulcemente a su alrededor.
Fue río, vaya uno a saber por cuánto, hasta que se cansó. O quizá, simplemente, necesitó ser otra cosa. Entonces, en silencio y sin alterar la paz del paisaje que había creado, se levantó y se fue.
Su destino es incierto; pero el río sigue ahí, recibiendo a los viajeros sedientos para quienes es un oasis de calma y reposo.