Se sentaba en su silla, la más cómoda y llamativa de todas, y exigía que la atendieran sin siquiera haber saludado a nadie.
La maquillaba una vieja de la que no sabía ni el nombre. Le dijeron que en otra época había sido modelo, igual que ella. Pensaba despedirla apenas consiguiera un reemplazo, porque verla le recordaba que podía terminar así: arrugada y sin dinero.
Había muchísimas personas a su alrededor. Su representante, el diseñador, la vieja, el vestuarista, los maquillistas, y algunos ayudantes. Todos estaban a merced de sus caprichos. Solo para que lo recordaran, solía pedirles cosas insólitas a último momento. Cosas que después no usaba, como un vaso de leche de coco, o un talismán de pata de conejo.
La vestían con el mayor de los cuidados. La adulaban y la alentaban. La preparaban. Y después la acompañaban a la pasarela, donde ella salía a exhibir toda su fealdad. Porque, por más esmero que le pongas, el alma no se puede maquillar.