Por Ismael Cortés*
«Impacientados por el presente, enemigos del pasado y privados del porvenir, éramos semejantes a aquellos hombres que la justicia tiene entre rejas… si esto era el exilio, para la mayoría era el exilio en su propia casa».
Esta cita extraída de la novela La Peste, de Albert Camus, expresa la crueldad del cerco impuesto a la ciudad de Orán, limitando las posibilidades de sus habitantes a poco más que observar con resignación cómo el mundo exterior se olvida de ellos y de sus condiciones subhumanas de vida. Publicada en 1947, la peste podría referirse alegóricamente al racismo que, cual bacilo ideológico, infectó a Europa durante la expansión del nazismo, materializándose en una estructura urbano-geográfica segregacionista primero, con la construcción de guetos en las principales ciudades europeas que colaboraron o sucumbieron a la ocupación, y más tarde con la construcción de campos de trabajo y campos de exterminio.
En otro nivel de interpretación alegórica de esta obra maestra del premio Nobel argelino, podemos encontrar un brillante análisis psicológico de un tema recurrente en la literatura de Camus: el exilio y la condición de exiliado. En este caso particular, el foco analítico se centra en el exilio en casa propia. El estado de sitio que impone la peste a los ciudadanos de Orán incluso llega a limitar las posibilidades de soñar con la libertad:
«Nuestros ciudadanos se privaron de hacer suposiciones sobre la duración de su aislamiento… En ese momento, el derrumbamiento de su valor y de su voluntad era tan brusco que llegaba a parecerles que ya no podrían nunca salir de ese abismo. En consecuencia se atuvieron a no vivir vueltos hacia el porvenir, a conservar siempre, por así decirlo, los ojos bajos».
La figura del exiliado me recuerda a mi abuelo, un gitano español que como tantos otros españoles, gitanos y no gitanos, emigraron a Francia en los años sesenta para trabajar en la fábrica Citroën, llevando consigo todo lo que podía caber dentro de una maletita de cartón color negro, atada con un metro de guita blanca. Mi abuelo me ha contado, en varias sesiones de charla en el café del barrio, las duras condiciones que les tocó vivir: las largas jornadas laborales desempeñando los trabajos más duros y rutinarios, donde los obreros españoles eran tratados como brutos por no hablar un francés fluido. Tras diez años en el exilio, mi abuelo volvió a España con unos ahorros que le permitieron emprender un pequeño negocio textil que mantendría hasta su jubilación. El trabajo honesto e infatigable le permitió dar una vida digna a su familia y apoyar a sus hijos en sus estudios, para que optasen a una igualdad de oportunidades real.
A pesar de los muchos ejemplos de honestidad y laboriosidad constantes, que como mi abuelo han demostrado otros gitanos y gitanas de este país, desafortunadamente, hay quienes hoy día utilizan el término «trapacero» como definitorio de nuestra condición de gitanos, es decir, que nos definen como personas que nos «servimos de engaños y artificios para defraudar a una persona en algún asunto». Lo más grave, en términos de agravio moral a la dignidad colectiva de los gitanos y gitanas de este país, es que las personas que se empeñan en llamarnos así son académicos de la Real Academia de la Lengua Española, esto es, los encargados de institucionalizar el uso correcto del castellano. A pesar de las numerosas iniciativas de diálogo propuestas por diversas organizaciones gitanas, entre ellas el Consejo Estatal del Pueblo Gitano y la Unión Romaní Internacional, la RAE se niega a retirar la quinta acepción del significado de la palabra «gitano», definida como «trapacero», recogida en la 23ª edición del Diccionario de la lengua española (DRAE) que se publicó en octubre de 2014. De acuerdo a las declaraciones que hizo el director de la RAE, Darío Villanueva, a la agencia de noticias EFE el pasado 21 de Julio, ésta definición se mantendrá en la próxima edición del diccionario.
¿Cuántas generaciones han de pasar para que los gitanos y gitanas merezcan el mismo respeto que los españoles de toda la vida?
De esta forma, se legitima simbólicamente el estado de sitio en que vive el pueblo gitano, el exilio en casa propia, al quedar definido como potencialmente peligroso para el resto de la sociedad. Así pues, la academia contribuye a dotar de sentido y significado a la existencia de los guetos y barrios de chabolas que podemos encontrar a lo largo de la geografía española. El mensaje flotante es por tanto, una vez más, que las condiciones de segregación en las que vive un sector significativo de la población gitana corresponden a la idiosincrasia de un pueblo que tiende a vivir en los márgenes de la moralidad; y no con una serie de programas de planificación urbanística que deliberadamente han ido colocando al sector más débil de la sociedad fuera de los límites visibles de las modernas ciudades-escaparate.
Decepcionado con la posición de la RAE, pienso que esta decisión semántica refuerza la tan rancia como castiza distinción entre gitanos y españoles de toda la vida (añadiéndole una connotación de distinción moral entre unos y otros). Y yo me pregunto: ¿cuántas generaciones han de pasar para que los gitanos y gitanas merezcan el mismo respeto que los españoles de toda la vida? O más aún: ¿cuántas generaciones han de pasar para que esta distinción deje de tener sentido?
*Investigador, Instituto Interuniversitario de Desarrollo Social y Paz.