Lo único digno es aferrarnos a ser pueblo. Elegir si queremos ser masa o ser pueblo, porque este último requiere de una alegría insustituible.
El huevo de concreto
Hay una dura capa estructural, que como huevo de concreto, guarda en su interior la ineptitud intencional de un sistema político, que se extiende desde personeros de gobierno hasta el Congreso. No parece que comprendan que tal sistema, terminó por derrumbarse en la corrupción y en el cálculo cómodo de sus situaciones de privilegio. Por cierto hay excepciones, lo curioso es que éstas sean celebradas con alegría, cuando eso debiera ser lo normal. Está todo al revés.
En nuestro país no ocurrirá nada, a menos que tenga lugar una renovación sustancial de la sensibilidad y de la actividad política. Las razones de esto son y seguirán siendo invisibles, porque se argumenta que los cambios reales, están más allá de lo posible. Por supuesto se entiende a “lo posible” en cuanto lo que les interesa conservar.
Hay una cierta limitación mental, para comprenderla necesidad de superar este modo explotador, enajenado, compulsivo y depredador que paraliza toda posibilidad de una vida plena, como infinito derecho a encontrarnos en una dirección de justicia social y equilibrio entre capital y trabajo.
Si se pregunta dónde está, lo que ha sido fruto del trabajo de todos, encontramos solo vestigios escondidos en sociedades “anónimas”, dueñas de todo: de los medios de producción, de la tierra, del mar, de la minería, de los bosques, de los ríos, de las pensiones, de la salud y de la educación. Pero por sobre todo de la banca, que como brutal e insaciable máquina succiona el fruto del esfuerzo de millones de trabajadores. Si en este sistema el dinero es todo, ellos son los amos, no solo de la gente, sino también de los gobiernos.
Lo más grave es que se intenta consolidar esta aberrante situación, mediante un ridículo y solapado “proceso constituyente”, cuya finalidad evita la expresión del pueblo, dejando toda decisión en manos de los mismos que han generado el desorden y a la arbitrariedad. Nuestro país hoy en día se encuentra en un desequilibrio abismal, precario e indigno para todo argumento que sostenga que la dirección política actual, es la justicia y la paz social.
La paz social es exactamente lo opuesto a lo que se pretende conservar, porque se trata de articulación, de convergencia, de armonía. Si no existen tales condiciones como soporte real de toda trasformación, la justicia social de la que se habla, no es otra cosa que un remedo, una caricatura de derechos. Para el sostenimiento de esta situación, el poder político y financiero ha utilizado dos formas específicas de control: la fuerza y el engaño.
La fuerza la conocimos en su máxima expresión durante la dictadura que utilizó las armas, la desaparición, el crimen, el robo y la tortura para apropiarse de nuestra subjetividad y de nuestra objetividad. Así están hoy las cosas: la propiedad terminó enajenada del “todos” para terminar en manos, a estas alturas, de unos evidentes y visibles “pocos”.
El engaño, como herramienta, desembocó en una casta política que como sacerdotes serviles, nos anuncian los altos y los bajos de finanzas públicas que no manejan. Ellos han llegado a su fin, ahogados en la corrupción gestada desde el momento que olvidaron a la gente. Esta casta hoy no resiste ni el más pequeño examen, por tanto no queda nada más, que la desembozada extorsión del sistema financiero, ante el cual estamos arrodillados, no solo como ciudadanos, sino también como estado.
Ser público, masa o pueblo.
En Chile se niega la posibilidad de construir un pueblo consciente de sí mismo, en cuanto pensar, sentir y actuar como comunidad, arrojándonos a lo uniforme, a lo homogéneo, al desarraigo de lo propio. El ser humano, que habita nuestro país, ha pasado a ser “público” segmentado en categorías bien ordenadas por una calculada sociología de marketing. Ha sido el primer paso, muy bien implementado para transformar al pueblo en masa. El poder político y económico nos ha convertido en objetos de propaganda, disponibles, canjeables.
No ha existido la voluntad necesaria para orientarnos hacia la madurez política. Visto desde el hoy se percibe un angostamiento cada vez mayor de nuestras posibilidades de un país lanzado al verdadero desarrollo. Por ello, nuestra existencia como nación, como pueblo, ha devenido en sin sentido, en alcoholismo, en drogadicción, en violencia y delincuencia. Allí llegan los desesperados, los sin porvenir. Para este sistema, ellos son lo “desechable”, lo que sobra. En su cinismo mayor no se preguntan por el origen de esta tragedia, sino por medidas, que permitan mantener la postergación y la marginación de la mayoría. No hay ni siquiera un cuestionamiento acerca de esta sombra oscura que es la negación de la humanidad en otros.
Este es el verdadero drama que nos legó el golpe militar, que interrumpió no solo nuestro proceso de identidad, sino también nuestra memoria. Trastocó los valores más importantes de nuestro quehacer como individuos: el amor, la lealtad y la confianza. A cambio nos trajo el engaño y la traición como costumbres sociales. Lograron establecer a la vida misma, a lo más importante, un lugar de consumo. Hicieron de la educación -valor que debiera ser sagrado para todos-, un negocio, un cálculo sin fin. Se arrojó a la gran mayoría de chilenos a una salud lenta y abandonada en hospitales públicos, para los más desposeídos, que son los más.
Esta mecánica planificada e implementada durante décadas, es lo que les ha permitido quitarnos el espíritu, convertirnos en masa, instalar el temor y vivir en la tensión absurda de una prisa ajena, que se impone y que no queremos. Los banqueros y políticos serviles a sus designios se han convertido dramáticamente en titiriteros de la falsedad. Así es como hemos sido utilizados, tratados como números, según caracteres cífrales y medibles, obligados a la indiferencia, al olvido de nuestros propios proyectos, a pensar en números ya la acumulación de basura sicológica y material. Esta y no otra es nuestra situación actual, pese a nuestras esperanzas, a nuestro querer sentir con ansias aquello que eleva la vida.
Se trata entonces de plantearnos hoy nuestro futuro y lo mínimo que debemos exigir, es elegir las condiciones en que queremos vivir. En síntesis de llamar a todos a ser protagonistas, a participar del diseño social que nos interesa en cuanto convivencia. Esto no será posible sin una Asamblea Constituyente.
Lo único digno es aferrarnos a ser pueblo. Elegir si queremos ser masa o ser pueblo, porque este último requiere de una alegría insustituible. Es necesario ubicarnos activamente en el presente histórico y diseñar nuestro futuro de acuerdo a su significado más profundo.