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*Todo se reduce hoy a buscar salidas para no aparecer defraudando las enormes expectativas sociales. La gratuidad toma vida propia, y se separa de la educación pública y del sentido de la educación, difuminados hasta volverse invisibles. Se instala la ansiedad por empezar la gratuidad ya, aunque no se sepa bien para qué ni por qué.
Tras el cónclave de la Nueva Mayoría, el gobierno anunció que la gratuidad de la educación superior en 2016 se aplicará al 50% de los estudiantes más vulnerables. Que será extensiva a los IPs y CFTs sin fines manifiestos de lucro, a las universidades del CRUCH, y a las privadas con 4 o más años de acreditación y participación triestamental.
Este anuncio corona el zigzagueo del gobierno en la materia. Antes, conocidos representantes de los poderes fácticos e intereses privados de la educación se han transformado en entusiastas defensores de la gratuidad. El sentido de la gratuidad ha ido variando. Y no es que sus nuevos defensores cambiasen de bando. Es que han logrado transformar su significado.
La gratuidad, en 2011 consigna de la desmercantilización educativa, hoy es una suerte de compra de servicios educativos por parte del Estado, sin distinción medular entre lo público y lo privado. Un verdadero voucher de aplicación general, que prioriza a los estudiantes más pobres y la acreditación de calidad. Así se hace invisible lo público. Una vez más, una inyección enorme de recursos públicos a la educación puede obviar una reforma sustantiva -un debate sobre para qué es la educación- y olvidar la educación pública. Más Estado puede ser más mercado.
Hay que decirlo con claridad: el cambio educacional debe ser para todos los chilenos, y no sólo para viejas instituciones. Los efectos del mercado son hoy una responsabilidad pública. Ningún joven puede ser abandonado. Pero una cosa es dar un voucher, que beneficia en lo medular a los intereses privados que lo administran, y otra muy distinta es garantizar el derecho a la educación través de una plaza en una institución pública gratuita (sea estatal o no), institución democrática en la que participamos como ciudadanos, y que debe estar al servicio del interés público y del desarrollo nacional. Se trata de un abismo de diferencia que, con todos los anuncios de las autoridades, se sigue eludiendo.
No es que el gobierno haya tenido un plan concertado para este giro de la gratuidad. Es que no se articuló plan alguno. Las contradicciones y la descomposición de la política lo hicieron inviable. En lugar de enfrentar este problema, y de convocar a la sociedad para acrecentar la fuerza del cambio, se jugó a improvisar, a la retórica, a los cambios de nombre, a maximizar temas puntuales. Las intenciones genuinas de cambio -que alguien pudiese tener- se pierden en la confusión. Quedan limitadas a la pelea por aspectos parciales. Los detalles importan, pero el eje central se pierde. Como fuere, se retrocede políticamente.
Todo se reduce hoy a buscar salidas para no aparecer defraudando las enormes expectativas sociales. La gratuidad toma vida propia, y se separa de la educación pública y del sentido de la educación, difuminados hasta volverse invisibles. Se instala la ansiedad por empezar la gratuidad ya, aunque no se sepa bien para qué ni por qué.
Es cierto que un cambio profundo siempre encuentra resistencias. Desde bases y principios claros, es imperativa la gradualidad y la flexibilidad. Pero sin tales bases, las embestidas de los enemigos de la reforma diluyen todo, alterando la direccionalidad del cambio sin que lo notemos. Al grado que lo invierten. Cuando esto se torna evidente, al mirar atrás, no queda principio alguno que reivindicar. Los mismos zigzagueos propios los han borrado. Es evidente, por ejemplo, que la reforma no se debe plantear el fin de la educación privada, y por el contrario, debiese impulsar una nueva relación de ella con el Estado y los ciudadanos. Pero cuando no se tiene claro el sentido, esta consideración, obvia, puede diluir cualquier interés en construir una nueva educación pública, pues reduce el debate a las condiciones de operación de las instituciones mayoritarias. Esto naturaliza la hegemonía privada de la educación chilena. Claro, en tal contexto pueden alcanzarse avances puntuales, qué duda cabe. Pero el precio a pagar es la reforma misma.
Las fuerzas de cambio no pueden, por acción u omisión, fortalecer el actual giro de la gratuidad. En el pantanoso escenario de hoy, los defensores de la educación pública deben entender que concentrarse en detalles y aspectos particulares, aun siendo relevantes (por ejemplo, las condiciones exigibles de acreditación a las instituciones privadas), ayuda a consolidar el pantano mismo, pues dispersa la discusión en lugar de concentrarla. Hay que optar entre gestionar el actual escenario, en que todo se divide por partes; o reagruparse para plantear otro, a tono con la oportunidad abierta en 2006 y 2011.
Debemos recuperar el debate en torno al sentido de la educación y la centralidad de la educación pública. Recuperar la discusión sobre el desarrollo nacional, el lugar del conocimiento en él, y la necesidad de llevar toda nuestra cultura y ciencia a la altura de los desafíos del siglo XXI. Este es el sentido de lo público, no un simplón estatismo. En el contexto de una nueva educación pública, la gratuidad será una de sus características esenciales; pero fuera de tal contexto, puede favorecer el mercado. Hay que superar los corporativismos, los tecnicismos, las pequeñeces, de las cuales el propio movimiento estudiantil no está totalmente libre.
Si prima la lealtad al gobierno por encima de todo, si se sigue en el auto engaño de la retórica, si no se supera el corporativismo, se agudizará la actual tendencia. Y si se frustran las demandas de cambio, si un gobierno mandatado a reconstruir la educación pública lo evade, y peor, disfraza su evasión con retórica; se le dirá a los ciudadanos que la política no tiene ningún sentido para cambiar su día a día. Que la acción colectiva es inútil, y que sólo queda regular y subsidiar más la mercantilización de la vida. Para qué hablar del ausente debate sobre el desarrollo y la construcción pública de la cultura, invisibilizado y entregado al mercado. Esta es la dimensión del problema que enfrentamos. Por eso no valen más los cálculos pequeños. Recuperar la unidad de las fuerzas de cambio, y la centralidad de la educación pública en la reforma, es el imperativo de hoy. Ya basta de eludirlo.
*Víctor Orellana es director de la Fundación Nodo XXI e investigador asistente del Centro de Investigaciones Avanzadas en Educación (CIAE) de la Universidad de Chile.