Por Annalisa Pensiero
Un día de Junio saliendo del colegio donde había dejado a mi hija, en el gran parque de entrada a la escuela, en un banco, me atrapa la escena de una madre y un padre con un niño desconsolado, a los gritos, agarrado con toda la fuerza a su madre: “mami por favor no me dejes en ese lugar, mami por favor te lo pido”… Me acerqué viendo si podía dar una mano… La familia, de rasgos indígenas, intentaba persuadirlo de las ventajas de ir al cole y que dijera si algo feo le había pasado ahí. Respiré hondo le agarré las manitos, lo miré a los ojos buscando una conexión con él expresando mis mejores sentimientos. La situación no cambió.
Me pasaron 500 años de historia por el corazón; la hipocresía de una integración obligada que concretamente no es posible; la tambaleante esperanza de ser como los otros y no ser reconocidos como tales; persignarse pasando frente a una iglesia, en el difícil olvido de su historia de violencias y superioridad, que continúa en los comentarios insensibles de gente común, que repite el discurso progresista de la inclusión o el discurso conservador de los planes para no trabajar; la soledad en una ciudad inhóspita, pensada para que ocupen un espacio los de la igualdad de la revolución francesa, es decir para los que son como yo, hijos de los que idearon la ciudad.
Uno busca respuestas y estudia la historia, estudia las producciones culturales, los mitos, para encontrar un hilo capaz de unir el intento genuino de hoy para humanizar la vida, con los intentos que han desaparecido o que nunca existieron en la historia escrita porque sus protagonistas no han sido considerados sujetos históricos válidos.
Horroriza la historia sin vida que deja fluir el relato eludiendo la responsabilidad humana. Se cuenta lo que fue (hay que ser objetivos), se cuentan los acontecimientos (la historia está en los hechos), pero no se explica la raíz posesiva y violenta de los deseos humanos más torcidos. Entonces parece que la historia se hizo sola, que el egoísmo, la idea de superioridad e inferioridad, las leyes económicas, son naturales. Los seres humanos terminamos siendo la polea de trasmisión de un mecanismo que no depende de nosotros, somos la reacción mecánica frente a las vicisitudes del ambiente (recursos naturales, clima, presencia de ríos o montañas) demográficas, productivas, estamos obligados a ver pasar la vida sin poder intervenir para modificarla. Obviamente no podemos desconocer el condicionamiento de los factores externos pero, y esta es la novedad, tampoco podemos seguir desconociendo la intencionalidad y la capacidad de elección humanas.
Esta es la gran miopía y la gran paradoja de la modernidad: haber construido en base a una ciencia racionalista un mundo rígido, hecho de reglas, de leyes, de estados, de instituciones, de ciudades, de ideologías, de teorías, que deberían ser capaces de organizar dignamente la vida de los pueblos en sociedad, olvidando sin embargo que la prioridad es el bienestar y el progreso de todos.
Este es el hueco de la modernidad que puede ser complementado en el diálogo genuino con la visión del mundo de la sabiduría indígena. Ésta ofrece la experiencia de la ubicación desde la interioridad para explicar el sentido de las construcciones humanas. Es decir, estar centrados, ubicarse en el centro de si mismos facilita registrar al otro como ser humano y en ese registro vive el sentido de su construcción. Desde ese espacio interno es difícil subordinar la vida a los procesos productivos, es difícil creer que hay seres humanos superiores en cultura y seres humanos inferiores, es difícil digerir cualquier forma de violencia porque se registra internamente como dolorosa, como un desgarramiento y un retroceso y no hay justificación, ni teoría que pueda aplacar ese dolor.
Entonces se puede propiciar el encuentro integrador entre dos visiones del mundo que dialogando lograrían una síntesis nueva, pasando de una mecánica dialéctica a una gradual complementación y síntesis de las diversidades.
Los humanistas, que consideramos como máximo valor la vida humana por encima del dinero, del Estado, de la religión y de los modelos económicos o sociales, no podemos tolerar la postergación del derecho a la vida de los pueblos originarios aunque se apele a la urgencia del momento. El Estado debe dialogar y persuadir a esos grandes productores agrarios y sus gobernadores provinciales para que entiendan que no se puede seguir degradando, explotando y violentando la vida de otros argentinos, debe dialogar con las comunidades afectadas por los emprendimientos mineros o extractivistas y no justificarse poniendo en primer lugar la productividad que hace al progreso del país. En estas condiciones, ¿para quién es el progreso? ¿Para los cuarenta millones de argentinos?
Si estando en democracia el estado no asume ese rol, su retórica se vuelve hipócrita, con pomposos discursos que avisan que la solidaridad es aplicable a condición de que no choque con el progreso de un “abstracto” país.
Entre las cosmovisiones indígenas y la cosmovisión humanista hay posibilidad de diálogo genuino ya que se parte de una misma intuición que dispone a la búsqueda de los signos de lo sagrado de la vida, como son las experiencias que asombran, que maravillan por su belleza y su conexión con otros planos, la compasión por el otro ser humano, el amor que te hace sentir que el otro es importante y merece ser cuidado y ayudado, la búsqueda de la simpleza, del equilibrio o de la proporción, de la armonía o la coherencia, la experiencia de la totalidad o la conexión con el todo.
El nuevo humanismo es síntesis integradora entre lo material y lo espiritual, es superación de la dialéctica entre lo de adentro y lo de afuera, entre la interioridad humana y lo externo a ella.
¡Los que nos ubicamos desde la interioridad humana para pensar y actuar pudimos resolver esta discusión eterna e integrar lo que nunca estuvo separado!
Esta actitud nos permite pensar en un progreso que respetando antes que nada la vida humana y su ambiente, se va desenvolviendo como progreso para todos. A los proyectos progresistas de Latinoamérica le falta dar este pasito, no tener miedo a perder cientificidad o tiempo, buscando más profundidad y más diálogo con esa diversidad que podría garantizar la real inclusión y la humanización de sus proyectos emancipatorios.
Estamos aquí, nos expresamos, seguimos persuadiendo a los espíritus materialistas a la espera de que puedan hacer lo mismo.
Annalisa Pensiero es integrante de Convergencia de las Culturas, organismo del Movimiento Humanista.