El reino de Treunpen, el más austral de los siete reinos, era, a la vez, el más amplio. En su capital, Gran Pen, descansaba el emperador Ruddino IV acompañado por su séquito, su harén, y sus riquezas.
Pero al sur del reino del sur, a miles de kilómetros de Gran Pen, también había gente, en un pequeño pueblo más cercano a las enormes ballenas y a los pingüinos que a su propio emperador. El pueblo no tenía nombre formal, pues nunca nadie tuvo necesidad de ser nombrado salvo sus habitantes. Estos le decían Casa Compartida.
En Casa Compartida nadie había visto nunca al emperador Ruddino IV. Tampoco a Ruddino III, ni II, ni I. Ni a Budden XIV, ni a ninguno de sus trece antecesores.
Una vez hacía muchísimo tiempo, según contaban sus leyendas, había llegado un general del ejército imperial a informarles muy amablemente que Casa Compartida (en realidad había dicho “estas casuchas”, pero el paso del tiempo dignificó sus palabras) era parte de un vasto imperio y que, desde ese día, iban a tener que celebrar una fiesta en honor del emperador cada solsticio de verano.
Así lo hicieron, no tanto por lealtad a un emperador que no conocían, sino porque cualquier excusa para emborracharse era bienvenida en Casa Compartida. Y no les inquietaba en lo más mínimo el darle el gusto a su extraño visitante. Éste, complacido con su fácil conquista, les dijo que cada año el emperador visitaba una ciudad o pueblo distinto, por lo que algún año, seguramente cercano, podrían contar con el honor de celebrar junto al agasajado.
De esa forma, cada solsticio se puso en el centro del pueblo una estatuilla de Budden el tercero, emperador de ese momento, tallada en madera. Y pasaron los Buddens, y llegaron los Ruddinos, y los habitantes de Casa Compartida nunca más vieron a nadie que no hubiera nacido más lejos que Ellos y Aquellos (así llamaban a los dos poblados más cercanos, a varios días de viaje).
Pero un día, aunque varios siglos tarde, sucedió lo anunciado. Montado en un excelso corcel, y junto a unas cansadas corte y guardia imperiales, Ruddino IV llegó a Casa Compartida. El emperador, conocedor de los usos y costumbres habituales de su reino, se dirigió directamente hacia la casa más grande, sin mirar a los ojos a ninguno de los tantos curiosos que se le acercó a hablarle.
Dentro de la casa, reposaba en un camastro de pieles de foca el Padre Compartido rodeado por algunos de sus guerreros. A una seña de Ruddino, el heraldo le habló al Padre:
– Ruddino IV, emperador de Treunpen y los reinos aledaños, conocedor de lo desconocido e iluminador de oscuridades, habla a usted, su leal servidor, anunciando su llegada a este, su leal pueblo de nombre…- el heraldo buscó ayuda en sus compañeros, en su emperador, en su memoria y, finalmente, se rindió. No sabía el nombre del pueblo y, tras el largo viaje, solo quería comer algo, y echarse a dormir hasta el momento de volver al palacio.
Padre Compartido no dijo nada. Se levantó lentamente de su lecho, y caminó hacia el no muy lejano fondo de su hogar. Allí rebuscó hasta encontrar, envuelta en más pieles de foca, la vieja estatuilla de madera. Se acercó al emperador y la puso a la altura de su cabeza, comparando al emperador con la figura tallada.
Tras el breve momento que le llevó comprobar que no se parecían en nada, gritó a sus guerreros: -¡Maten al impostor!