Tom Engelhardt a través de rebelion.org
El auge y la caída de las grandes potencias y sus dominios imperiales ha sido un hecho fundamental de la historia durante siglos. Y una y otra vez ha servido de marco para reflexionar sobre el destino del planeta. Así que no resulta sorprendente, frente a un país que solía ser etiquetado como la «única superpotencia», «la última superpotencia» e incluso la «hiperpotencia» global, y al que ahora, curiosamente, no se llama de ningún modo, que vuelva a aparecer la cuestión del «declive». ¿Es o no es Estados Unidos? ¿Podría o no podría haber iniciado la cuesta abajo de su grandeza imperial?
Súbanse a un tren lento –es decir, cualquier tren– en cualquier parte de Estados Unidos, como hice yo hace poco en el noreste, y luego súbanse a un tren de alta velocidad en cualquier otro lugar de la Tierra, como también hice yo recientemente, y no les será difícil imaginar a Estados Unidos en declive. ¿La mayor potencia de la historia, la «potencia unipolar», no puede construir ni una sola milla de alta velocidad? ¿De verdad? En estos momentos su Congreso está enredado en una discusión sobre cómo conseguir fondos para arreglar los baches de las autopistas estadounidenses.
A veces me imagino a mí mismo hablando de esto con mis padres, fallecidos ya hace tiempo, porque sé cuánto habrían sorprendido estas cosas a dos personas que vivieron durante la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial y un periodo posbélico en el que todo parecía posible y en el que la asombrosa riqueza y el poder de este país eran indiscutibles. ¿Qué pasaría si les pudiera contar que la infraestructura esencial de ese todavía rico país –puentes, oleoductos, gasoductos, carreteras y demás– tiene actualmente un presupuesto insuficiente, su estado es cada vez peor y está empezando a desmoronarse? Definitivamente se quedarían pasmados.
¿Y qué pensarían al saber que, con la Unión Soviética en el cubo de la basura de la historia desde hace un cuarto de siglo, Estados Unidos, el único vencedor, ha sido incapaz de ejercer eficazmente su enorme poderío militar y económico? Estoy seguro de que se quedarían boquiabiertos al descubrir que, desde el momento en que la Unión Soviética implosionó, Estados Unidos ha estado permanentemente en guerra con otro país (tres guerras e interminables conflictos armados); que, de todos los lugares, el país al que me estaba refiriendo era precisamente Iraq; y que el éxito de la misión allí estuvo lejos de ser alcanzado. ¿No resulta inverosímil? ¿Y qué pensarían si les dijera que otras grandes guerras del periodo post-Guerra Fría fueron con Afganistán (dos guerras separadas por una década) y con organizaciones relativamente pequeñas de agentes no estatales que ahora llamamos terroristas? ¿Y cómo reaccionarían al descubrir que los resultados fueron: fracaso en Iraq, fracaso en Afganistán y la proliferación de grupos terroristas en buena parte del Gran Oriente Medio (incluido el establecimiento del actual califato del terror) y en cada vez más zonas de África?
Creo que llegarían a la conclusión de que Estados Unidos estaba acabado y condenado al tipo de caída que, tarde o temprano, ha sido el destino de todas las potencias. ¿Y qué pasaría si les dijera que, en este nuevo siglo, ni una sola acción del Ejército, al que los presidentes estadounidenses denominan ahora «la mejor fuerza de combate que el mundo ha conocido nunca», ha sido otra cosa que un rotundo fracaso? ¿O que los presidentes, los candidatos presidenciales y los políticos de Washington deben insistir en lo que ninguno habría tenido que decir en sus tiempos: que Estados Unidos es un país «excepcional» e «indispensable»? ¿O que tendrían que estar eternamente agradecidos a nuestros soldados (como lo estaría la ciudadanía) por… bueno… no tener nunca éxito, pero estar allí y acabar mutilados, física o mentalmente, o morir mientras nosotros continuábamos con nuestras vidas? ¿O que esos soldados siempre deben ser considerados «héroes»?
En sus tiempos, cuando la obligación de servir en las fuerzas armadas era un hecho, nada de todo eso habría tenido mucho sentido, en tanto que la actitud defensiva de insistir continuamente en la grandeza de Estados Unidos habría llamado poderosamente la atención. En estos momentos, su carácter repetitivo provoca un momento de duda. ¿Somos realmente tan «excepcionales»? ¿De veras este país es «indispensable» para el resto del planeta? Y si fuera así, ¿de qué manera? ¿De verdad son esas tropas nuestros héroes? Y si fuera así, ¿qué es lo que hicieron para que estemos tan absolutamente orgullosos?
Devuelvan a mis asombrados padres a su tumba, junten todo lo enunciado hasta ahora y ahí tienen las primeras líneas del declive de una gran potencia sin igual. Se trata de una visión clásica, pero con un problema. Un poder de destrucción cuasi-divino
¿Quién se acuerda de los anuncios publicitarios de cuando yo era niño, allá por los años cincuenta del siglo pasado, sobre clases de dibujo, si no recuerdo mal, que siempre contenían una pregunta del tipo: ¿dónde está el error? (Uno tenía que encontrar la vaca de cinco patas flotando entre las nubes). Entonces ¿dónde está el error en este cuadro en el que aparecen las señales obvias del declive: la mayor potencia de la historia, con cientos de guarniciones repartidas por el planeta, aparentemente no puede ejercer su poder de manera efectiva con independencia de donde mande sus tropas, ni llamar al orden a países como Irán o a una debilitada Rusia post-soviética desplegando amenazas, sanciones y similares, ni acabar con una organización-Estado terrorista en Oriente Medio?
En primer lugar, miren a su alrededor y díganme que Estados Unidos no sigue pareciendo una potencia unipolar. Quiero decir, ¿dónde están sus competidores? Desde los siglos XV y XVI, cuando los primeros barcos de madera con cañones salieron del páramo europeo y empezaron a engullir el globo, siempre han habido potencias rivales: tres, cuatro, cinco o más. ¿Y qué pasa hoy? En este momento los tres candidatos serían supuestamente la Unión Europea (UE), Rusia y China.
Económicamente la UE es, de hecho, un centro neurálgico, pero desde cualquier otro punto de vista es un conglomerado de Estados de segunda clase que sigue dócilmente a Estados Unidos, y una entidad que amenaza con reventar por las costuras. Rusia está cobrando mayor importancia estos días en Washington pero sigue siendo una potencia tambaleante en busca de grandeza en su antigua periferia imperial. Es un país casi tan dependiente de su industria energética como Arabia Saudí y no se parece en nada a una potencial y futura superpotencia. En cuanto a China, evidentemente es la potencia emergente del momento y oficialmente tiene ahora mismo la primera economía del planeta Tierra. Sin embargo, en muchos aspectos sigue siendo un país pobre cuyos dirigentes no esconden su temor ante una futura implosión económica (que podría ocurrir). Como los rusos, como cualquier país con aspiraciones de gran potencia, quiere hacer sentir su peso en las regiones más próximas: en este momento los mares del este y sur de China. Y como la Rusia de Vladimir Putin, el liderazgo chino está modernizando su Ejército. Pero el deseo en ambos casos es convertirse en una potencia regional con la que competir, no en una superpotencia o un auténtico rival de Estados Unidos.
Pase lo que pase con el dominio estadounidense, lo cierto es que no hay contrincantes potenciales a los que cargar con la culpa. Sin embargo, aún sin rivales, Estados Unidos ha demostrado ser incapaz de lograr sus aspiraciones sirviéndose de su poder unipolar y de un Ejército que, sobre el papel, sobrepasa a cualquier otro del planeta. No ocurrió así con las grandes potencias del pasado. O dicho de otro modo, tanto si Estados Unidos está en declive como si no, el relato del auge y la caída parece haber alcanzado, medio milenio después, algo así como un punto muerto que ha pasado inadvertido en gran medida y que apenas ha sido analizado.
Al buscar una explicación tengan en cuenta una historia que está relacionada y que tiene que ver con la fuerza militar. ¿Por qué, en este nuevo siglo, Estados Unidos parece incapaz de lograr la victoria o transformar regiones que son cruciales en lugares que, al menos, puedan ser controlados? La fuerza militar es por definición destructiva, pero en el pasado dicha fuerza a menudo preparó el terreno para crear estructuras locales, regionales e incluso globales, por nefastas u opresivas que pudieran ser. Aunque la fuerza ha sido concebida para destruir, algunas veces también ha servido para otros fines. Actualmente parece que lo único que puede hacer es destruir, o si no cómo se explica el hecho de que, en este siglo, la única superpotencia del planeta se haya especializado –véase Iraq, Yemen, Libia, Afganistán y otros lugares– en romper, no en levantar países. Los imperios pueden haber ascendido y caído en estos últimos 500 años, pero la producción armamentística siempre ha sido ascendente. En estos siglos en los que tantos rivales compitieron entre sí, forjaron sus dominios imperiales, libraron sus guerras y tarde o temprano cayeron, el poder destructivo de las armas que emplearon no hizo otra cosa que aumentar exponencialmente: desde la ballesta al mosquete, el cañón, el revólver Colt, el rifle de repetición, el cañón Gatling, la ametralladora, el acorazado, la artillería moderna, el tanque, el gas venenoso, el dirigible, el avión, la bomba, el portaaviones, el misil y, en última instancia, el «arma de la victoria» de la Segunda Guerra Mundial, la bomba nuclear que podría convertir a los dirigentes de las mayores potencias, y posteriormente incluso a los de potencias menores, en algo parecido a dioses.
Por primera vez, representantes de la humanidad tenían en sus manos el poder de destruir cualquier cosa sobre el planeta como se pensaba que solo podría hacerlo un dios o un conjunto de dioses. Y sin embargo ahí estaba lo extraño: el armamento que permitía ejercer en la Tierra un poder como el de los dioses, de alguna manera no otorgó a los líderes nacionales ningún poder práctico. En el mundo post-Hiroshima-Nagasaki esas armas nucleares resultarían inutilizables. Una vez que fueran lanzadas sobre la Tierra no habría más auges ni más caídas. (Hoy sabemos que incluso un ataque nuclear limitado entre potencias menores podría, gracias al efecto de invierno nuclear, devastar el planeta).
Desarrollo armamentístico en una época de guerra limitada
En cierto sentido la Segunda Guerra Mundial podría ser considerada como el momento que marca el final de ambas historias la imperial y la armamentística. Sería la última «gran» guerra en la que las mayores potencias pudieron desplegar todo el armamento a su disposición para alcanzar la victoria final y la conformación definitiva del mundo. Provocó una destrucción sin precedentes en enormes franjas del planeta, la muerte de decenas de millones de personas, la transformación de grandes ciudades en escombros y de incontables personas en refugiados, la creación de una maquinaria industrial de genocidio, de armas definitivas de destrucción masiva y de los primeros misiles que más adelante se convertirían en los sistemas de lanzamiento de estas últimas. Y de la guerra salieron los rivales de la era moderna: las «superpotencias», que entonces eran dos.
Esa palabra, superpotencia, llevaba incorporada buena parte del final de la historia. Piensen en ella como el signo de una nueva era, pues el mundo de las «grandes potencias» había dado paso a algo prácticamente inefable. Todos nos dimos cuenta. Con el aumento de tipo exponencial de la fuerza habíamos entrado en el ámbito de la «súper» potencia. Lo que había convertido a esa potencias en verdaderas superpotencias resultaba evidente: los arsenales nucleares de Estados Unidos y la Unión Soviética, es decir, su capacidad potencial para destruir de un modo que nunca antes había sido posible y del que no habría vuelta atrás. No fue por casualidad que los científicos que crearon la bomba H a veces se refirieran a ella en términos tan pasmosos como la «súper bomba» o simplemente «la súper».
Lo inimaginable había ocurrido. Resultó que el poder podía llegar a ser demasiado. Lo que en la Segunda Guerra Mundial vino a llamarse «guerra total», el poder de un gran Estado destinado en su totalidad a destruir a otros, ya no era concebible. La Guerra Fría recibió ese nombre por un motivo. Entre Estados Unidos y la URRS no podría haber una guerra caliente, ni tampoco podría haber otra guerra mundial, una realidad de la que se tomó conciencia con la crisis de los misiles en Cuba. Su poder solo podría exhibirse «en la sombra» o en conflictos armados localizados en las «periferias». Inesperadamente, el poder se vio a sí mismo atado de pies y manos.
Esto pronto se vería reflejado en la terminología bélica estadounidense. Tras el frustrante callejón sin salida que fue Corea (1950-1953), una guerra en la que Estados Unidos se vio imposibilitado para usar su arma más poderosa, Washington adoptó un nuevo lenguaje en Vietnam. La guerra allí iba a ser una «guerra limitada». Y eso significaba una cosa: la fuerza nuclear no estaría entre las opciones.
Parecía que por primera vez el mundo estaba ante algo así como un exceso de poder. Y es razonable pensar que de alguna manera, en los años que siguieron al estancamiento de la Guerra Fría, esa realidad se extendió del campo nuclear al resto de los ámbitos bélicos. En el proceso la guerra entre grandes potencias se vería limitada de nuevas formas y, en cierto modo, reducida únicamente a su aspecto destructivo. De repente era como si ya no tuviera otras posibilidades, o al menos eso es lo que sugiere la existencia de una sola superpotencia en estos años. La guerra y los conflictos armados no han terminado en el siglo XXI, pero algo les ha restado eficacia. El desarrollo armamentístico tampoco se ha detenido, pero las armas de nueva tecnología de nuestra época también están resultando extrañamente inefectivas. En este contexto, el afán de producir «armas de precisión» –los bombardeos masivos de los B-52 han dado paso al ataque «quirúrgico» con JDAM (municiones de ataque directo conjunto, un dispositivo para guiar con precisión las bombas de caída libre)– debería entenderse como la llegada de la «guerra limitada» al campo del desarrollo armamentístico.
El dron, una de esas armas de precisión, es un ejemplo palpable. A pesar de su tendencia a producir «daños colaterales» no es un arma para matar indiscriminadamente, como las de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, ha sido utilizado con relativa eficacia para matar a los dirigentes de las organizaciones terroristas, acabando con un líder tras otro. Y sin embargo todos los grupos contra los que ha sido dirigido no han hecho más que crecer, fortalecerse y aumentar su brutalidad en estos mismos años. En otras palabras, ha demostrado ser eficaz para alimentar el deseo de matar y de venganza, pero no para la política. Si la guerra es, de hecho, la política por otros medios (como afirmaba Carl von Clausewitz), la venganza no lo es. Nadie debería sorprenderse entonces de que la del dron no haya sido una guerra eficaz contra el terror, sino una guerra que parece fomentar el terror.
Habría que tener en cuenta otro factor más: que el exceso de poder global ha crecido exponencialmente de otra manera. En estos años el poder de destrucción de los dioses ha descendido sobre los hombres una segunda vez a través de la que puede parecer la más pacífica de las actividades: la quema de combustibles fósiles. El cambio climático promete una versión ralentizada del Armagedón nuclear, aumentando tanto la presión sobre las sociedades como su fragmentación, al tiempo que introduce en nuestras vidas una nueva forma de destrucción. ¿Puedo encontrarle sentido a todo esto? Apenas. Estoy tratando de señalar lo obvio: que el poder militar ya no parece actuar como lo hizo con anterioridad en el planeta Tierra. Bajo presiones claramente apocalípticas, algo parece estar destruyéndose, fragmentándose, y eso hace que cada vez resulten menos eficaces las historias y los marcos que usábamos para reflexionar sobre el funcionamiento de nuestro mundo.
El declive puede ser lo que le espere a Estados Unidos en el futuro, pero en un planeta que ha llegado a estos extremos no cuenten con que eso suceda siguiendo la secuencia habitual del auge y la caía de las grandes potencias o superpotencias. Algo más está en juego. Prepárense.
Tom Engelhardt es uno de los fundadores del American Empire Project. Es autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Desde 2002 dirige la publicación online TomDispatch.com, un proyecto del Nation Institute del que es miembro. Su último libro es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World (Haymarket Books).
Copyright 2015 Tom Engelhardt