Uno de los grandes desafíos de los gobiernos populares de Iberoamérica, es el de consolidar en el tiempo los logros alcanzados. Muchos programas de transformación política, vieron dificultados su continuidad con la desaparición física de los líderes. La Revolución Justicialista no fue lo mismo sin Juan Perón. El proceso de transformación política de Chile de Salvador Allende, fue único e irrepetible. Cuba sigue teniendo un gobierno con participación de Raúl Castro. La muerte de Néstor Kirchner y de Hugo Chávez, obligaron a los pueblos de Sudamérica a una compleja tarea de reorganización política y social. 

Por Aritz Recalde

Frente a este dilema se puede caer en una solución simplista, proponiendo la desaparición de los ejecutivos fuertes. Tal cuestión suele ser impulsada por los intelectuales del liberalismo, que postulan una interpretación negativa sobre el rol del poder ejecutivo en la política. Es habitual que a la hora de analizar la política del siglo XIX,  denuncien el “caudillismo” y en el XX reiteren su cuestionamiento a los dirigentes que consideran “populistas”. Para algunos divulgadores de la ideología liberal, la función del poder ejecutivo es sustituida por consignas vacías como son la división de poderes, las instituciones o la república.

Los sectores populares se identifican con hombres concretos y no con consignas abstractas o armados políticos impersonales. Para el pueblo la soberanía reposa en el caudillo y en el dirigente sindical, partidario o social. Por eso no es casualidad que con el objetivo de debilitar al pueblo, los liberales impulsen una división de poderes “negativa”. Para el liberalismo los poderes judicial y el legislativo tienen que “controlar” al ejecutivo. Incluso, los medios de comunicación son conceptuados un “cuarto poder” de la sociedad civil, que también tiene que limitar a los intendentes, a los gobernadores o a los presidentes elegidos democráticamente.

Si negar la importancia de las figuras individuales en política, es innegable que cumplen un rol histórico finito y que su legado tiene que ser continuado y profundizado en el tiempo. Con esta finalidad, consideramos que hay tres actividades fundamentales que deben garantizar los programas políticos, si es que quieren trascender a los hombres:

–          Fortalecer la organización política.

–          Afianzar la conciencia y política y social del pueblo.

–          Avanzar en la institucionalización de los logros de la gestión.

La actividad política se desenvuelve como una disputa permanente de intereses económicos, territoriales o ideológicos. En paralelo a que un gobierno distribuye la riqueza para emancipar al pueblo, la oligarquía se organiza y resiste para conservar sus privilegios. Cada recurso nacionalizado y puesto al servicio de la mayoría, va a recibir  una reacción del poder trasnacional. Consideramos que sin una organización popular, los logros de un proceso político corren el riesgo de ser nuevamente un botín de la oligarquía. La organización tiene que atravesar todo el tejido social, cultural y político. Difícilmente un pueblo pueda alcanzar la justicia social sin sindicatos fuertes, sin organizaciones sociales movilizadas, sin ámbitos juveniles, sin agrupaciones empresarias, sin medios de comunicación o careciendo de frentes de intelectuales y artistas.  Si un proceso político tiene un conductor, pero no una organización que lo trascienda, será derrotado por las minorías de adentro y de afuera.

La organización popular va a depender del nivel de conciencia de un pueblo. La conciencia social no se adquiere solamente en los libros, sino que es el resultante de la emancipación material de una comunidad. El trabajador que alcanzó el derecho a la salud, a la educación o a una jubilación como resultante de un gobierno popular, tendrá más posibilidades de asumirla culturalmente como parte de una obligación del Estado, que si esa demanda se lee en una plataforma partidaria. La conciencia social se conforma como registro cultural histórico y se transmite de una generación a la otra. La conciencia política de un pueblo se profundiza en su ejercicio concreto en la administración del poder. Además, una organización tiene la obligación de acompañar la formación doctrinaria de los dirigentes. En este contexto, juegan un rol importante los intelectuales que sistematizan la historia de las luchas populares y las reincorporan al espacio político como ideología revolucionaria. Un pueblo sin conciencia social de sus derechos y sin claridad política de su rol en la historia, puede ser derrotado por la oligarquía. Si los miembros de una comunidad nacional no tienen conciencia política, difícilmente puedan a organizarse.

Finalmente, los avances económicos y sociales de un proceso transformador deben institucionalizarse. De esta forma, las acciones de gobierno pueden consolidarse como política de Estado y pasar de una generación a la otra. La institucionalización de los programas sociales o económicos del nacionalismo popular, es un instrumento estratégico para desandar el marco jurídico de la oligarquía. No es casualidad que en las últimas décadas Venezuela, Bolivia y Ecuador impulsaron reformas constitucionales dotando al Estado y a las organizaciones libres del pueblo, de recursos económicos y políticos. La institucionalización de una política no es en sí mismo garantía de su continuidad, tal cual quedó demostrado con la derogación de la Constitución Argentina de 1949 por parte de la contrarrevolución de 1955. Su contrario también debe plantearse y es más fácil para las minorías recuperar sus privilegios, si los derechos del pueblo y de la nación no fueron institucionalizados.

Aritz Recalde es sociólogo y autor de libros como «Cultura, comunicación y lucha social en Argentina», «Apuntes para una sociología de la Cultura» o «Pensamiento nacional y cultura», entre otros. Página web: http://sociologia-tercermundo.blogspot.com/