Por María Muñoz para Inspira
Eran estudiantes de Psicología, Derecho, Ingeniería Agronómica o Filosofía. Cuatro chicos y cuatro chicas de entre 18 y 24 años que en 1982 se lanzaron a la sierra de Granada para comenzar a construirse su propio empleo en forma de una granja escuela con la que crear conciencia en la población sobre la importancia de cuidar la naturaleza. La cooperativa Huerto Alegre lleva desde entonces organizando campamentos de verano, actividades escolares y fines de semana en familia, educando ambientalmente a los niños, al mismo tiempo que apuestan por su autonomía y aprendizaje en libertad.
“Queríamos tener nuestro propio empleo, facilitar a los profesores recursos de apoyo para que pudieran emplear con los alumnos y concienciar sobre la importancia del medio ambiente”, explica Mariluz Díaz, una de las socias de cooperativa, quien con 18 años dejó a sus padres desconcertados cuando les dijo que se iba a la sierra a fabricarse su propio empleo. Los ocho fundadores localizaron un cortijo abandonado rodeado de cinco hectáreas de terreno que parecía ser el lugar idóneo para comenzar su granja escuela.
Como no tenían mucho dinero -lo justo que habían logrado juntar para los arreglos, montar la cocina y comprar las primera camas y los materiales básicos- llegaron a un acuerdo con el dueño del lugar: no pagarían nada durante los dos primeros años y si pasado ese tiempo no habían logrado ningún ingreso dejarían el cortijo con todos los arreglos hechos. Además, se hicieron ellos mismos otro propósito: “Nos comprometimos a acabar nuestras carreras porque para ser competentes teníamos que estar formados”, señala Díaz.
Funcionando en un año
Al año ya pudieron organizar el primer campamento de verano, comenzaron a darse a conocer en todas las escuelas de la zona y desde entonces el proyecto no ha dejado de crecer. Fueron terminando sus carreras, se incorporaron más formaciones y a los campamentos iniciales se sumaron salidas escolares y fines de semana para toda la familia. Construyeron un huerto ecológico y hace 10 años pudieron también llevar a cabo las renovaciones necesarias para que Huerto Alegre funcione con energía solar.
“En los campamentos y en todas las actividades del resto del año tratamos de fomentar la investigación de la naturaleza al mismo tiempo que damos también mucha importancia a la investigación emocional de los niños, cómo se sienten, qué es lo qué piensan cuando ven un determinado animal por primera vez”, explica la cooperativista, quien subraya que los chavales disfrutan del entorno de forma libre, descubriendo ellos mismos todo lo que está a su alrededor.
Los niños celebran asambleas diarias en las que ellos mismos explican cómo se sienten, qué les ha gustado y qué no y en donde también pueden proponer actividades para desarrollar. “Precisamente en estas asambleas nos damos cuenta de que lo que más valoran los chavales en los campamentos es la autonomía que tienen, el poder salir fuera cuando quieren, dar sus opinión y que se valore y todo ello lo hacen en un entorno que les hace sentirse seguros”, señala Díaz.
Perciben desde hace años una brecha cada vez mayor entre los niños que llegan de la ciudad y los que viven en entornos rurales. “ Los de la ciudad se aburren más, tienen menos capacidad para entretenerse solos y dependen más de los adultos”, indica la cooperativista. De ahí, subraya, la importancia de ofrecerles una autonomía, que los chavales valoran enseguida. “Hay algún padre o madre que se sorprende de que el niño no haya preguntado por ellos”, señala.
Las actividades varían entre los talleres de astronomía, de teatro, en la huerta, con los animales, de educación en la importancia del reciclaje o, para los que ya tienen entre 14 y 17 años, talleres en los que se trabaja el género, se debaten películas para hablar del machismo, explicar qué es el feminismo o la importancia del desarrollo sostenible. “Empezamos a tener segundas generaciones, cuyos padres estuvieron cuando eran pequeños y ahora están ellos”, indica la cooperativista.