«Es el nefasto poder del sectarismo, que transforma a nuestra verdad exclusiva y revelada en la única verdad posible, y que hace que todo aquel que deja de pensar como nosotros pasa a la categoría de traidor, de tránsfuga, de chanta, de hijo de puta, de desertor, etc.»
Envar El Kadri
Un grupo de manifestantes que dicen ser de izquierda, «la» izquierda, quemó un muñeco con la imagen de Hebe Pastor de Bonafini. Fue en el atardecer del 23 de marzo pasado, en la víspera del aniversario del Golpe genocida. Sucedió en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires.
Si esto fuese un poema debería llamarse «Aplausos» y podría leerse así
Se oyen los aplausos de los gusanos
del cadáver de Videla,
festejan con aplausos los gusanos
del cadáver de Martínez de Hoz.
Bailan y aplauden
solidariamente
los gusanos del cadáver de Pinochet.
Mientras esperan su turno
aplauden los gusanos del futuro cadáver
de Cecilia Pando.
Quiere sumar los suyos
el Tata Yofre.
Y el muy patricio
Julio Bárbaro acomoda sus fétidos bichos.
La señora que almuerza en televisión
también aplaude, ella ya agusanada.
Mariano Grondona filosofa en latín con sus
entrañas descompuestas de la risa.
Los que Tejada Gómez catalogó, poéticamente, como que
«»confunden la historia con la histeria»;
los que Mario Trejo etiquetó
como la izquierda cuando es siniestra,
ellos, los fachos de la revolución impoluta,
acompañaron a uno de sus jefes,
un tal Wermus, de nombre artístico Altamira,
a disertar en Harvard, bajo el paraguas de dólares
de la Fundación Rockefeller.
Son los sabios, los izquierdistas liberales, los neoizquierdistas del neoliberalismo.
Escribí el fragmento anterior iluminado por el fuego «purificador» de aquel acto maldito y cobarde. Después, varios días después, el brazo político de los payasos del fósforo cometió sincericidio. Dijo, en uno de las usinas ideológicas de la globalizada máquina de producir gerentes de las finanzas especulativas, la Universidad de Harvard, que venía a desmentir un mito. Los izquierdistas no son estatistas, afirmó el señor Wermus, alias Altamira. Más bien militan por la desaparición del Estado, para regocijo de las autoridades de la Sociedad Rural Argentina y sus galas con olor a bosta de Hereford, Shortorn o de la más gaucha Holando Argentina.
Y para confirmar su testimonio los congresales del palo (más la diputada Victoria Donda, la que perdonó a su apropiador en un gesto de cristiana sumisión psicoanalítica) tuvieron la distinción de ser los únicos cuatro diputados que se opusieron a la reestatización de Ferrocarriles Argentinos. En rigor de verdad, pretenden que los trenes, esos articuladores sociales de rica historia nacional, sean administrados por los obreros. Pensar que uno de los dirigerentes emblemáticos del gremio se apellida Sobrero, pero no sé si es obrero. O es sobrero, un rubio oxigenado coleccionista de sobres.
Y para que la incongruencia tenga el moñito apropiado el senador nacional Fernando Solanas, que también dice ser la izquierda más pura que se consiga en plaza, votó contra la reestatización del servicio ferroviario argentino.
Lo que más me preocupa (si es que a alguien le preocupa lo que me preocupa) es que desde las páginas, los micrófonos y las cámaras de gente que admiro y siento mis compañeros y compañeras se siga expresando que «la izquierda» cortó tal ruta, los accesos a la ciudad, votó o dejó de votar tal iniciativa. No están los tiempos para andar regalando conceptos, lenguaje y contenidos. La palabra, esa gema cultural que nos constituye, sufre horrores cada vez que la maltratan. Llora lágrimas de ideología y se le estruja el corazón ancestral.
Mientras tanto, Piñón Fijo sigue dando lecciones de izquierdismo infantil y gestual con notable éxito de público.